– Tenemos dos días antes de que lleguen los demás -dijo Pascale, en un tono que no presagiaba nada bueno-. Y cuando lleguen, esta casa estará limpia. -Era evidente que pensaban que Pascale había vivido demasiado tiempo en Estados Unidos, pero podían pensar lo que quisieran; estaba decidida a conseguir lo que quería de ellos. Al mirarlos, se irguió en toda su estatura y, desde la punta de los pies a la cabeza, se convirtió en la profesora de ballet y en la dictadora que sabía que tendría que ser.
– ¿Sabe cocinar? -le preguntó a Agathe a continuación. En el folleto decía que sí.
– No mucho -respondió Agathe, llenándose el pecho de cenizas al hablar.
Se las sacudió para que no le cayeran encima al perro, que estrechaba contra su pecho. El tercero estaba en el suelo, emitiendo los ladridos más agudos que podía. Para entonces, Pascale tenía un dolor de cabeza de elefante. Al imaginar una comida preparada por Agathe, decidió que más valía que no cocinara. De eso podría encargarse ella. Y podían salir a cenar a los restaurantes de Saint-Tropez, si a John le parecía bien.
– ¿Quiere que le entre las maletas? -preguntó Marius amablemente, exhalando vapores etílicos hacia ella.
Era como un dragón que respirara fuego. Lo miró y le habría gustado decirle que prefería ir a un hotel, pero sabía que si lo hacía, suponiendo que encontrara una habitación, el trabajo se quedaría sin hacer. Aquellos dos necesitaban alguien que los vigilara, una mano firme y un cartucho de dinamita para empezar a moverse. Ponerles la inyección final a los perros también hubiera sido útil, pero eran el menor de sus problemas, pensó, y le entregó a Marius las llaves del coche.
Al cabo de un momento, volvía con el equipaje.
– ¿La habitación principal, madame? -preguntó, llevando dos de las maletas, con su pelo largo y greñudo, su peto y sus ridículos zapatos de charol.
A Pascale le entraron ganas de echarse a reír al verlo; la situación era completamente absurda.
– Sí, está bien.
Siempre podían dársela a los Morrison más tarde, pero justo en aquel momento, pensó que se lo merecía.
Marius subió las maletas al dormitorio y Pascale, con una mirada de desesperación, se sentó en el único sillón. Al hacerlo, los muelles cedieron y se hundió hasta casi tocar el suelo.
Marius y Agathe la dejaron unos minutos después y ella se quedó allí sentada, mirando fijamente por la ventana. La vista era absolutamente perfecta y la casa era una pesadilla. No estaba segura de si reír o llorar. Por un momento, pensó en llamar a Diana, pero ¿qué podía decirle? No soportaba la idea de decepcionarlos, a ella, a Eric y a Robert, y ni se atrevía a pensar qué diría John. Solo rezaba para que no la llamara, porque estaba segura de que lo averiguaría todo con solo oírla. Pero sabía que, por fortuna, tenía muchas cosas que hacer antes de marcharse. Lo único que podía hacer era tratar de resarcirlos y poner aquel sitio en condiciones. Haría falta un milagro para conseguirlo en dos días. Mientras el sol se ponía sobre el mar, recostó la cabeza en el viejo sillón. Estaba absolutamente exhausta y tenía un dolor de cabeza espantoso; sabía que durante los dos días siguientes, tendría que hacer un ejercicio de magia. Era una forma endemoniada de empezar sus vacaciones en Saint-Tropez, pero Pascale se negó a declararse derrotada. No sabía cómo, pero iba a hacer que todo saliera bien.
Capítulo6
Pascale puso el despertador a las cinco y media. Se levantó, se enfundó unos vaqueros y una camiseta y bajó a la cocina a ver si podía encontrar algo de café. Encontró justo lo suficiente para prepararse un café filtre y, con un aire de desesperación muy galo, se sentó en una vieja silla de cocina y encendió un cigarrillo. Estaba allí sentada, fumando y preguntándose si tendría que ir a despertar a la pareja, cuando uno de los perros entró corriendo en la cocina y empezó a ladrarle. Dos segundos después, apareció Agathe, con un delantal encima de un biquini rojo, del cual parecía desbordar aquel cuerpo suyo, redondo como un balón.
– ¿Va vestida así para trabajar? -preguntó Pascale estupefacta, con una mirada de desánimo, aunque nada podía sorprenderla ya.
El espeso pelo rubio teñido, peinado a lo afro, parecía todavía más voluminoso que el día anterior. Se había pintado los labios con un color que hacía conjunto con el biquini y llevaba unos tacones todavía más altos. Los tres caniches daban vueltas, pegados a sus pies como si fueran sendas bolitas blancas y peludas. Por supuesto, en cuanto vieron a Pascale, se pusieron a ladrarle.
– ¿No le parece que podría meterlos en algún sitio mientras trabajamos? -le preguntó a Agathe mientras se servía otra taza de café.
De repente, se dio cuenta de que no había comido nada desde el almuerzo del día antes. Habría dado su brazo derecho por un cruasán, sentada en la cocina de su madre, pero como ya había descubierto, en aquella donde estaba, no había nada de nada. Y no había tiempo para ir a la tienda. Quería poner en marcha a Agathe y Marius. Por lo menos, Agathe había aparecido a la hora fijada; ya era algo. Y Marius se presentó cinco minutos después. Dijo que había encontrado el cortacésped y que era bastante viejo.
Pero, cuando Pascale lo vio, se sintió aliviada al comprobar que, por lo menos, tenía motor. Ordenó al hombre que lo pusiera en marcha y no dejara que se parara hasta que hubiera limpiado todo lo que había a la vista.
– ¿Todo? -preguntó él.
Se quedó estupefacto cuando ella asintió. Pascale imaginó que tendría trabajo para horas y que la perspectiva no le entusiasmaba. Agathe había ido a encerrar a los perros en su dormitorio, detrás de la cocina, y había vuelto con trapos, jabones y un plumero, que empezó a agitar en el aire, como si de una varita mágica se tratara, hasta que Pascale se lo quitó de las manos y le dio un trapo y algunos productos de limpieza y le indicó que empezara a trabajar en la cocina. Ella se encargaría de la sala de estar.
Primero enrolló las alfombras y las metió en un armario. Los suelos tenían mejor aspecto que aquellas alfombras deshilachadas. Luego, sacudió los cojines del sofá y las cortinas y pasó el aspirador por todo lo que había a la vista. El polvo la hacía toser, pero una vez que hubo ahuecado los cojines, gimiendo al ver las manchas que tenían, las cosas empezaban a tomar un aspecto un poco mejor. Dio cera a las mesas, utilizó papel de periódico para limpiar las ventanas, como su abuela le había enseñado, y limpió absolutamente todas las superficies. Luego enceró los suelos. La habitación no se parecía ni de lejos a la de las fotos, pero había mejorado cuando llegó la agente con su «equipo» de subordinados, todos con aspecto acalorado y aburrido. Eran todos jóvenes; los habían contratado aquella misma mañana para hacer lo que requiriera Pascale.
Pascale tuvo otra acalorada discusión con la agente, quien acabó aceptando devolverle la mitad de lo que habían pagado. Pascale pensó que John estaría contento. Pero lo estaría más aún, igual que los demás, si conseguía que la casa estuviera limpia. Entonces se lo ocurrió algo.
Fue arriba, abrió la maleta y sacó un montón de chales de colores alegres que había traído. Los colocó encima de las gastadas y manchadas tapicerías y, cuando acabó, la sala tenía un aspecto totalmente diferente. Las ventanas estaban limpias, las cortinas descorridas, todas las telarañas habían desaparecido, los suelos tenían un brillo de miel y los sofás y sillones, con sus alegres fundas improvisadas, hacían que la habitación tuviera un aspecto sencillo pero alegre. Lo único que faltaba eran flores y velas y unas bombillas más luminosas.