Cenaban juntos una o dos veces al mes y, a lo largo de los años, habían compartido alegrías, esperanzas y decepciones, las preocupaciones por sus hijos e incluso el profundo dolor de Pascale por no poder tener hijos. Después de dejar la danza, los deseaba con desesperación, pero nunca logró quedarse embarazada y ni siquiera los especialistas en fertilidad que les recomendó Eric pudieron hacer nada por ellos. Media docena de intentos in vitro e incluso óvulos de donantes, todo había sido en vano. Y John se había negado tozudamente a hablar siquiera de adoptar un niño. No quería «un delincuente juvenil de otros», quería el suyo propio o ninguno. Así que con cuarenta y siete y sesenta años, seguían sin hijos; solo se tenían el uno al otro para criticarse, algo que ambos hacían con frecuencia, sobre toda una serie de temas, la mayoría de veces para gran diversión de los demás, que ya estaban acostumbrados a las acaloradas disputas que Pascale y John no hacían ningún esfuerzo por ocultar y que parecían encantarles.
En una ocasión, las tres parejas alquilaron un velero en el Caribe y en varias, una casa en Long Island. Habían ido a Europa todos juntos más de una vez y siempre disfrutaban de esos viajes en compañía. Pese a tener estilos muy diferentes, eran totalmente compatibles y los mejores amigos. No solo toleraban las flaquezas de cada uno, sino que se comprendían en las cosas importantes. Habían compartido muchas experiencias comunes a lo largo del tiempo.
Era lógico que pasaran la noche de fin de año juntos. Durante las dos últimas décadas, era una tradición que las tres parejas valoraban y con la que contaban todos los años. Cada año se reunían en una casa diferente; iban a casa de Robert y Anne para cenar temprano y pasar una noche tranquila, que acababa justo después de las campanadas de medianoche, o a casa de John y Pascale, para tomar unas cenas desorganizadas, preparadas de forma apresurada, pero deliciosas, y el champán y los vinos que John y Pascale coleccionaban y sobre los que disputaban. Ella prefería los vinos franceses y él optaba por los californianos. Pero el lugar favorito para la cena de Nochevieja era la casa de Eric y Diana. Su hogar era cómodo y elegante, la cocinera que Diana utilizaba para noches como esas era excelente y muy capaz, y nunca se entrometía. La comida era buena, los vinos eran magníficos y en aquel piso decorado de forma impecable todos sentían que tenían que exhibir su mejor aspecto y comportarse de forma también impecable. Incluso Pascale y John hacían un esfuerzo por portarse bien cuando estaban allí, aunque no siempre lo conseguían y estallaba alguna pequeña discusión sobre el nombre de un vino que ninguno de los dos podía recordar o un viaje que querían hacer. John adoraba África, y Pascale, el sur de Francia. Con frecuencia, John hacía comentarios incendiarios sobre la madre de Pascale, a la que odiaba. Fingía odiar Francia, a los franceses y todo lo que tuviera que ver con ellos, incluyendo de forma muy especial a su suegra. Pascale le correspondía impetuosamente, con sus acerbos comentarios sobre la madre de John, que vivía en Boston. Pero pese a sus singularidades y rarezas, no cabía duda que los seis amigos sentían más que afecto unos por otros. El suyo era un profundo vínculo de cariño que había superado la prueba del tiempo y siempre tenían ganas de verse, sin importar si lo hacían con frecuencia o de tanto en tanto. Lo mejor de todo era que siempre que estaban juntos, se lo pasaban muy bien.
El timbre sonó exactamente a las ocho menos cinco y ni Eric ni Diana se sorprendieron cuando, al abrir la puerta, se encontraron a Anne, vestida con un traje de noche negro de cuello alto, unos discretos pendientes de perlas en las orejas y el pelo gris recogido en un moño, y a Robert, con esmoquin y el pelo blanco como la nieve y perfectamente peinado, de pie en el umbral, sonriéndoles.
– Buenas noches -dijo Robert con un destello en los ojos, mientras se inclinaba desde su considerable altura para besar a Diana y los cuatro se deseaban un feliz año nuevo-. ¿Llegamos tarde? -preguntó Robert, con aspecto preocupado. Era puntual en grado sumo, igual que Anne-. El tráfico estaba imposible.
Vivían en East Eighties, mientras que Pascale y John tenían que desplazarse desde su piso cerca del Lincoln Center, en el West Side. Pero solo Dios sabía cuándo llegarían. Para mayor complicación, había empezado a nevar, lo cual haría que les resultara difícil encontrar un taxi.
Anne se quitó el abrigo y sonrió a Diana. Aunque solo era seis años mayor que ella, parecía su madre. Tenía unos cálidos ojos castaños y llevaba el pelo gris plateado recogido en un moño. Era bonita, pero nunca se había interesado por su aspecto. Casi no llevaba maquillaje y tenía una piel sedosa exquisita. Prefería dedicar su tiempo al arte, el teatro, los libros difíciles de entender y la música, cuando no estaba ocupada en su bufete legal especializado en asuntos de familia. Era una ardiente defensora de los derechos de los niños y, en los últimos años, había gastado una enorme cantidad de dinero colaborando en la puesta en marcha de programas de ayuda para mujeres maltratadas. Era una labor de amor, por la cual había recibido numerosos premios. Robert y ella compartían la pasión por la ley, la difícil situación de los niños y de las víctimas del maltrato y ambos eran bien conocidos por su apoyo a las causas humanitarias. Unos años atrás, Anne había pensado seriamente en entrar en política y la animaban a hacerlo, pero había decidido no hacerlo por el bien de su esposo y sus hijos. Prefería la vida privada a la pública y no tenía ningún deseo de soportar la atención que se habría centrado en ella. Pese a sus considerables cualidades profesionales, era admirablemente modesta, hasta el punto de ser humilde y Robert estaba muy orgulloso de ella. Era uno de sus más abiertos admiradores.
Cuando Anne se sentó en la sala, Eric se acomodó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo.
– Bien, ¿y dónde habéis estado estas dos últimas semanas? Me parece que hace siglos que no nos veíamos.
Como cada año, Robert y Anne habían pasado las vacaciones en Vermont, con sus hijos y nietos. Tenían dos hijos casados y una única hija, que había terminado sus estudios de derecho hacía poco. Pero no importaba donde estuvieran ni qué hicieran, siempre volvían para pasar la Nochevieja con sus amigos. Solo habían faltado un año, cuando el padre de Anne murió y ella tuvo que ir a Chicago, para estar con su madre. Pero excepto esa vez, la reunión era un compromiso sagrado para los seis.
– Estuvimos en Sugarbush, cambiando pañales y buscando manoplas perdidas -explicó Anne con una sonrisa.
Tenía un rostro bondadoso y ojos risueños. Tenían cinco nietos y dos nueras, que Diana intuía que a Anne no le gustaban, aunque nunca lo diría en voz alta. Ninguna de las dos trabajaba y Anne no aprobaba que sus hijos les consintieran todos los caprichos. Pensaba que las mujeres debían trabajar. Ella siempre lo había hecho. En la intimidad de su propio hogar, Anne le había dicho repetidas veces a Robert que pensaba que sus nueras estaban muy consentidas.
– Y a ti, ¿qué tal te han ido las vacaciones? -Anne sonrió a su viejo amigo al preguntarlo. Eric era como un hermano para ella, desde hacía muchos años.
– Bien, lo pasamos muy bien con Katherine y Sam. Uno de los hijos de Kathy tiró el árbol de Navidad al suelo, o por lo menos, lo intentó, y en Nochebuena, el más pequeño se metió un cacahuete por la nariz y tuve que llevarlo a urgencias para que se lo sacaran.
– Suena casi perfecto. Uno de los hijos de Jeff se rompió el brazo en la escuela de esquí -dijo Anne, con aire de preocupación y de alivio por haber dejado a sus nietos con sus padres.