El equipo de limpieza se estaba aplicando a fondo en la cocina y Pascale envió a Agathe a hacer los baños, diciéndole que los frotara hasta que relucieran. Mientras, Marius seguía trabajando bajo el ardiente sol, cortando el césped. Cuando ella salió a comprobar su trabajo, no se mostró muy contento, pero lo que estaba haciendo cambiaba mucho las cosas. Entre los altos hierbajos, habían aparecido viejas sillas de jardín rotas y mesas de madera de dos patas, prácticamente desintegradas. Pascale le ordenó que lo tirara todo a la basura. Las malas hierbas iban desapareciendo lentamente y las flores silvestres que habían crecido en los márgenes tenían cierto encanto.
Pasaban de las ocho de la noche cuando todos acabaron y la agente se quedó mirando a Pascale con estupefacción. No era perfecto y no se parecía a las fotos, pero era una mejora de todos los diablos respecto a lo que Pascale había encontrado al llegar el día anterior. La cocina seguía teniendo un aspecto algo deprimente y los fogones eran prehistóricos, pero por lo menos, todo estaba limpio.
Pascale se sentía exhausta; llevaba catorce horas trabajando, pero había valido la pena. Puede que los otros se asustaran cuando lo vieran, pero por lo menos, no saldrían huyendo. La agente había traído queso, fruta y paté y Pascale había mordisqueado algo, pero prácticamente no había comido nada en todo el día. Lo único que quería era acabar el trabajo. Al marcharse, la agente le prometió que volvería con sus trabajadores al día siguiente. Y Marius tendría que seguir trabajando con el cortacesped. Agathe se había pasado el día chasqueando la lengua, compadeciéndolo. Al acabar su trabajo, tenía un aspecto todavía más delirante, si es que eso era posible. Llevaba el biquini rojo torcido y caído, las sandalias de tacones altos habían desaparecido y, por el aspecto de su pelo, se diría que había metido un dedo en un enchufe eléctrico. Gracias a Dios, Pascale no había visto ni oído a los perros en todo el día.
Estaba sentada en la cocina, con la mirada fija en el vacío, exhausta, picoteando los restos del paté, cuando sonó el teléfono, sobresaltándola. Lo cogió; era John que la llamaba desde el despacho y sonaba feliz y animado. No se habían visto desde hacía seis semanas y estaba encantado porque la vería al cabo de dos días.
– Bien, ¿qué tal es? ¿Es fantástica? -preguntó y sonaba entusiasmado.
Pascale cerró los ojos, tratando de decidir qué decir.
– Es un poco diferente de las fotos -dijo, preguntándose qué diría él cuando la viera.
Por lo menos, ahora estaba limpia y tenía mucho mejor aspecto, pero no era ningún palacio y se parecía muy poco a las elegantes fotografías que habían visto.
– ¿Es mejor? -preguntó John, eufórico.
Pascale se echó a reír, moviendo la cabeza con un gesto negativo. Estaba tan cansada que apenas podía pensar.
– No exactamente; solo diferente. Quizá un poco más informal.
– Eso suena fenomenal. -Fenomenal no era exactamente la palabra que Pascale hubiera usado para describir aquella casa llamada Coup de Foudre, pero había hecho todo lo que había podido-. ¿Has hablado con los demás?
– No, he estado demasiado ocupada -dijo, con voz que sonaba exhausta.
John se echó a reír al oírla.
– ¿Haciendo qué? ¿Pasar el día tumbada en la playa? -La había imaginado nadando y tomando el sol todo el día, no frotando suelos y paredes de cuartos de baño.
– No, he estado organizando la casa.
– ¿Por qué no te relajas para variar?
Ya le habría gustado, ya, pero si lo hubiera hecho, a él le habría dado un infarto nada más cruzar la puerta.
– Quizá mañana -dijo vagamente, mientras bostezaba.
– Bien, nos veremos pasado mañana.
– Tengo muchas ganas -dijo sonriendo, pensando en él, sentada allí, en aquella destartalada cocina. En aquel momento vio una mancha de grasa que habían pasado por alto en los fogones.
– Vete a dormir, si no, estarás agotada cuando lleguemos.
– No te preocupes, lo haré. Que tengas un buen viaje.
Cuando colgaron, apagó las luces y se fue a la cama. Había hecho que Agathe cambiara las sábanas; las otras estaban grises y raídas. Le había costado, pero había encontrado un par para cada cama que parecían relativamente nuevas. Las toallas también parecían muy gastadas, pero ahora, por lo menos, estaban limpias. Se quedó dormida casi antes de apoyar la cabeza en la almohada y no se despertó hasta después de salir el sol al día siguiente. No era posible bajar las persianas y las contraventanas también estaban rotas, pero no le importaba que el sol inundara la habitación.
También ese día trabajó igual de duro que el anterior. Los trabajadores que la agente le había proporcionado estaban agotados y no paraban de quejarse, pero se las arregló para que siguieran allí toda la tarde. Cuando salió afuera para ver qué había hecho Marius, el césped tenía un aspecto impecable y todos los muebles rotos habían desaparecido. Lo que quedaba podía servir, aunque necesitaba urgentemente una buena mano de pintura. Se preguntó si quedaba tiempo para que Marius se la diera, pero cuando fue a buscarlo, lo encontró en su habitación, dormido y roncando, con los tres perros tumbados encima y tres botellas de cerveza vacías sobre la cama. Era evidente que, por lo menos de momento, no iba a conseguir que hiciera mucho. Agathe también parecía rendida.
A las cinco, Pascale fue a Saint-Tropez y volvió con el coche lleno hasta los topes. Había comprado velas y flores y enormes jarrones donde ponerlas y, también, arreglos de flores secas. Había comprado tres chales más, llenos de colorido, para usar en la sala y tres latas de pintura blanca para que Marius se encargara de los muebles del jardín al día siguiente. Para cuando acabó, a las nueve de la noche, todos los rincones de la casa estaban inmaculados; el césped de todas partes, cortado; las malas hierbas, arrancadas, y había flores y revistas en todas las habitaciones. Había comprado unos maravillosos jabones franceses y toallas extra para todos y cada una de las habitaciones de la casa había experimentado una transformación mágica. Quizá no fuera un «flechazo», pero había mejorado muchísimo.
No podía imaginar qué dirían cuando vieran la casa. A ella le parecía mejor, pero seguía sin ser lo que ninguno de ellos esperaba. Temía que se enfadaran con ella, pero no era mucho más lo que podía hacer, sin contar con un pintor, un constructor y un decorador. Aquella noche, cuando bajó al muelle, a ver el barco, se preguntó si llegaría a navegar. Parecía como si llevara años amarrado y las velas estaban manchadas y hechas jirones. Sin embargo, sabía que si había alguna esperanza, Robert y Eric harían que desplegara sus velas.
También aquella noche se desplomó exhausta en la cama, pero con la sensación de haber cumplido sus propósitos. Se sentía enormemente aliviada por haber tenido la previsión de llegar con dos días de antelación. De no haberlo hecho, estaba segura de que los demás no habrían querido quedarse y pensaba que, ahora, sí que lo harían. Por lo menos, eso esperaba. No quería renunciar a su mes de vacaciones en Saint-Tropez.
Durmió como un leño y eran las diez de la mañana cuando se despertó. El sol bañaba la habitación y las flores que había puesto en las mesas añadían pinceladas de color y vida por todas partes. Se preparó café, que había comprado junto con otras provisiones el día anterior, y comió un pain au chocolat mientras leía un viejo ejemplar de Paris Match, antes de pasar a The International Herald Tribune. Cuando estaba en Francia, le gustaba leer Le Monde, pero John insistía en tener el Herald Tribune y lo había comprado para él el día anterior.
Cuando estaba metiendo los platos en el fregadero, entró Agathe, vestida con unos pantalones de ciclista de color verde eléctrico y un top sin espalda blanco, prácticamente transparente. Parecía uno de sus caniches, con el pelo ahuecado hacia fuera. Llevaba gafas de sol arlequinadas con piedras brillantes incrustadas en cada extremo y unos zapatos de plataforma espeluznantemente altos.