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El vuelo llegó a su hora y la cara de Pascale se iluminó de alegría al ver a John, con los Morrison detrás. Parecían cansados y menos habladores que de costumbre, pero charlaron todos animadamente sobre la casa mientras iban en el coche y Marius los seguía en la camioneta con el equipaje. Se habían alarmado un poco al ver a Marius, y Pascale procuró prepararlos para Agathe durante el viaje de vuelta a Saint-Tropez, pero resultaba difícil describirla adecuadamente, especialmente con su biquini rojo y sus zapatos FMQ.

– ¿No lleva uniforme? -preguntó John.

De alguna manera, había imaginado una pareja francesa, con vestido blanco, ella, y chaqueta blanca, él, sirviendo el almuerzo de forma impecable, en la elegante villa. Pero el retrato que pintaba Pascale era, decididamente, diferente del que él tenía en mente.

– No exactamente -respondió ella-. Son un poco excéntricos, pero trabajan mucho. -«Y beben mucho. Y sus perros no paran de ladrar», podía haber añadido, pero no lo hizo-. Espero que os guste la casa -añadió algo nerviosa, cuando, a las siete y media, llegaron por fin a Saint-Tropez.

– Estoy seguro de que nos encantará -dijo Eric con seguridad, al pasar entre los ruinosos pilares y cruzar la verja.

– Es algo más rústica de lo que habíamos pensado -dijo Pascale mientras el coche avanzaba, traqueteando, por el camino lleno de baches.

John ya parecía un poco sorprendido y Pascale observó que los Morrison, en el asiento de atrás, guardaban un silencio total, lo cual no era propio de ellos, en absoluto. Pero, probablemente, estaban cansados y alicaídos debido a sus sutiles advertencias. Cuando detuvo el coche frente a la casa, John se quedó mirándola fijamente.

– Necesita una mano de pintura o una puesta a punto o algo, ¿no?

– Necesita mucho más que eso, pero ahora, por lo menos, está limpia -dijo Pascale con humildad.

– ¿No estaba limpia cuando llegaste? -preguntó Diana, con una mirada de estupefacción.

– No exactamente. -Entonces, Pascale rompió a reír. No tenía sentido tratar de ocultarles nada. Ahora que estaban allí, le pareció mejor decirles la verdad-. Estaba hecha una pocilga cuando llegué. He pasado los dos últimos días limpiándola, con la ayuda de un equipo de diez personas. Las buenas noticias son que nos han devuelto la mitad del dinero, porque la verdad es que nos engañaron.

John pareció entusiasmado al oír aquello. Para él, era casi como conseguir unas vacaciones gratis y eso le encantaba.

– ¿Es de verdad tan horrible, Pascale? -preguntó Diana que, de repente, parecía preocupada.

Eric se dispuso a tranquilizarla. Lo último que quería era que Diana se fuera.

– No, no es horrible, pero todo está bastante viejo y maltrecho y no hay muchos muebles. Y la cocina parece salida de la Edad Media -dijo Pascale con franqueza.

– Bueno, ¿y qué? ¿A quién le importa? -dijo John riendo.

Una vez que había conseguido recuperar la mitad del dinero, la casa le encantaba. Era lo mejor que podrían haberle dicho, antes de que viera la casa de cerca.

Cuando entraron, Diana soltó una exclamación ahogada. Se estremeció al ver lo vacía y destartalada que estaba, pero tenía que admitir que los chales de Pascale sobre los muebles eran un toque inteligente. Supo que la tapicería debía de estar hecha un desastre para que Pascale los hubiera puesto allí. Sin embargo, cuando echaron una mirada más a fondo, decidieron que no estaba tan mal. No era lo que esperaban, claro, pero por lo menos, Pascale los había preparado. Cuando les contó el aspecto que tenía cuando ella llegó y lo que había hecho, se sintieron impresionados y agradecidos por sus esfuerzos.

– Fue una suerte que vinieras antes que nosotros -dijo Eric, cuando vieron la cocina.

Estaba impecablemente limpia, pero era tan anticuada como Pascale les había advertido.

– ¿Cómo diablos se las arreglaron para las fotos? -dijo John con un aire estupefacto.

– Parece que las tomaron hace unos cuarenta años, en los sesenta.

– ¡Qué falta de honradez! ¡Es vergonzoso! -dijo Eric, con una mirada de desaprobación, pero parecía satisfecho con la casa.

Era cómoda, estaba limpia y tenía un ambiente muy informal. No era la lujosa villa que esperaban, pero gracias a Pascale y a sus esfuerzos en beneficio de todos, tenía cierto encanto, especialmente con aquellas flores que había puesto por todas partes, y las velas.

Aunque Pascale ofreció cederles la habitación principal a los Morrison, cuando se dieron cuenta de todo lo que había hecho por ellos, insistieron en que ella y John se la quedaran.

– Lo hice solo para que no me odiarais -admitió ella y todos se echaron a reír. Luego John fue a buscar una botella de vino y se dio de cara con Agathe, que estaba en la cocina. Llevaba unos shorts blancos, la parte de arriba de su biquini rojo y sus sandalias rojas de tacones altos. John se quedó inmóvil, sin poder apartar los ojos de ella durante un instante. Como de costumbre, tenía un ojo cerrado y un Gauloise entre los labios.

– Bonjour-dijo John con torpeza.

Ese era casi todo el francés que había aprendido la primera vez que fue a París para conocer a la madre de Pascale.

Agathe le sonrió y, un instante después, apareció Marius, con los perros pisándole los talones.

– ¡Oh, Dios! -fue lo único que se lo ocurrió decir a John, cuando uno de los perros se le agarró a la pernera del pantalón y, en menos de cinco segundos, consiguió atravesarla con los dientes.

Marius le abrió la botella de vino y Agathe desapareció con los perros. John, con un aire un poco aturdido, fue arriba, con la botella de vino y cuatro copas.

– Acabo de encontrarme con los perros de los Baskerville y con la malvada hermana gemela de Tina Turner.

Pascale se echó a reír al oír esa descripción y le pareció que una sombra de tristeza cruzaba el rostro de Diana, pero cuando miró a Eric, no vio nada. Se preguntó si Diana estaría pensando en Anne y en lo mucho que le hubiera gustado estar allí con ellos. También a ella le había pasado esa idea por la cabeza cuando llegó, pero desde entonces había estado demasiado ocupada para pensar en ella. Y estaba segura de que lo mismo le sucedería a Robert. Todos echaban muchísimo de menos a Anne, pero era importante no pensar en su ilusión por pasar un mes allí.

– ¿Has visto el barco? -preguntó Eric, esperanzado, mientras John les servía vino a todos.

– Sí -confesó Pascale-. Se remonta a la época de Robinson Crusoe. Espero que todavía podáis navegar en él.

– Estoy seguro de que conseguiremos hacer que navegue -afirmó, mirando a su esposa con una sonrisa, pero Diana no dijo nada.

Pascale preparó la cena. Agathe ya había puesto la mesa y se ofreció para servir la comida, pero Pascale dijo que podía arreglárselas sin ella. Más tarde, mientras ella y Diane recogían los platos y John y Eric fumaban un cigarro en el jardín, Pascale no pudo menos de mirar a su amiga y hacerle una pregunta. Estaba preocupada por ella.

– ¿Estás bien? Hace ya un tiempo que pareces estar disgustada y, en Nueva York, me decía que estabas cansada. ¿Te encuentras bien, Diana?

Se produjo una larga pausa mientras esta la miraba, empezaba a asentir y luego negaba con la cabeza enérgicamente. Se dejó caer en una silla, junto a la mesa de la cocina, y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas. Levantó los ojos hacia Pascale, desconsolada, incapaz de ocultarle su dolor a su amiga.