– ¿Has dormido bien? -le preguntó Pascale a Eric mientras tomaban los huevos.
Les sirvió a todos unas humeantes tazas de café fuerte.
– Perfectamente -respondió Eric, mirando de soslayo a Diana.
Parecía que no se hablaban o, por lo menos, no más de lo absolutamente necesario. Y había una clara sensación de tensión entre ellos. En cuanto acabaron de comer, Pascale le propuso a Diana que fueran al mercado. John quería quedarse para hablar con el fontanero y Eric anunció que iba a ver si el velero podría hacerse a la mar.
Fue una mañana tranquila para todos ellos. Hacía un tiempo de fábula y Diana y Pascale charlaron de camino al mercado. Pascale comentó que Eric parecía estar haciendo un esfuerzo para ser agradable con ella y Diana asintió, sin apartar la mirada de la ventanilla.
– Es verdad -reconoció-, pero no estoy segura de que eso cambie nada.
– Quizá tendrías que esperar y ver qué pasa durante las vacaciones. Estos días pueden haceros mucho bien a los dos, si tú lo permites.
– ¿Y luego qué? ¿Lo olvidamos todo y fingimos que no ha pasado nada? ¿Tú crees que puedo hacer una cosa así? -Diana parecía irritada ante la idea.
– No estoy segura de que yo pudiera tampoco -dijo Pascale, sinceramente-. Probablemente mataría a John si él me hiciera algo así. Pero quizá sea justamente eso lo que tienes que hacer para arreglar las cosas.
– ¿Por qué tengo que ser yo quien arregle las cosas? -dijo Diana y sonaba furiosa de verdad-. Fue él quien lo hizo, no yo.
– Pero quizá tengas que perdonarlo, si quieres que sigáis casados.
– Eso es algo que todavía no he decidido.
Pascale asintió y unos minutos más tarde llegaron al mercado. Dedicaron dos horas a comprar pan, quesos, fruta, vino, unas terrinas maravillosas y una tarta de fresas que hizo que a Pascale se le hiciera la boca agua, con solo mirarla. Cuando volvieron a la casa con la compra, encontraron a Eric y John tumbados en las hamacas del jardín, mientras John fumaba su cigarro; los dos parecían relajados y felices. Cuando las mujeres entraron con sus bolsas de red y un gran cesto, John les dijo que había venido el fontanero a arreglar el váter, pero que, en cuanto se había ido, el del cuarto de baño de Eric y Diana había empezado a salirse y que Marius estaba arriba tratando de arreglarlo.
– No creo que debamos comprar la casa -dijo Eric con total naturalidad.
– Les hemos ofrecido un avance de las noticias -dijo John, moviendo el cigarro en dirección a su mujer-. Espero que no hayáis gastado demasiado dinero en comida.
– Por supuesto que no; solo he comprado quesos pasados, pan de hace varios días y fruta podrida. Todo junto, una ganga.
– Muy graciosa -dijo él, volviendo a Eric y a su cigarro.
Los cuatro tomaron el almuerzo al aire libre. Luego fueron a nadar y Eric se llevó a Diana en el barco. Al principio, parecía resistirse a ir con él, pero, finalmente, logró convencerla. Diana no era muy marinera y, además, parecía decidida a no darle ninguna oportunidad, pero Pascale se había ido a dormir la siesta y John desapareció poco después y, como no había nada más que hacer, decidió ir.
Cuando los Donnally salieron finalmente de su habitación hacia las seis, Eric y Diana estaban hablando y parecían mucho más relajados que por la mañana. Era evidente que, aunque las cosas no iban perfectamente entre ellos, sí que habían mejorado un poco.
Pascale cocinó pichón para cenar, siguiendo una vieja receta de su madre, y comieron la tarta de fresas que ella y Diana habían comprado en el mercado. Estaba deliciosa. La completaron con café filtre y luego charlaron, sentados en torno a la mesa. Robert llegaba al día siguiente y Diana le preguntó a Pascale si sabía algo más del misterioso «alguien» que había dicho que quizá lo acompañaría.
– No he sabido nada más de él desde que salí de Nueva York. Supongo que nos lo dirá cuando llegue, pero no creo que sea aquella actriz. Apenas se conocen. Me parece que nos preocupamos por nada.
En el relajado ambiente de Saint-Tropez se sentía menos inquieta.
– Eso espero -dijo Diana, con aire adusto.
Especialmente después de la infidelidad de Eric, parecía haberse convertido en la guardiana de la moralidad. Se había prometido que no iba a dejar que Robert hiciera el ridículo y, si les decía que había invitado a Gwen Thomas, Diana tenía toda la intención de decirle que estaba cometiendo un terrible error y que era un enorme insulto a Anne que saliera con una de esas starlettes. Difícilmente podía ser una starlette, a su edad, pero Diana estaba absolutamente convencida, igual que Pascale, de que no podía ser una persona decente y lo único que ellas querían era proteger a Robert de sí mismo.
Pero al día siguiente, cuando llegó, Robert tenía un aspecto enteramente respetable. Salió del coche alquilado con Mandy, que llevaba una camiseta y unos vaqueros blancos y un sombrero de paja. Robert vestía una camisa azul de algodón y pantalones caqui. Los dos tenían un aspecto fresco, limpio y sano y muy estadounidense y parecieron sobresaltarse al ver la casa.
– No es así como la recordaba de las fotos -dijo Robert, con aire desconcertado-. ¿Estoy loco o se ha vuelto un poco más rústica?
– Mucho más rústica -explicó Pascale.
John la miró, divertido, y añadió:
– Y espera a que veas a la doncella y el jardinero, pero nos han devuelto la mitad del dinero, así que vale la pena.
– ¿Por qué lo han hecho? -Robert pareció sorprendido por lo que acababa de decir John.
– Porque nos timaron. Son franceses. ¿Qué se puede esperar? -Pascale lo fulminó con la mirada, pero él no se arredró-. Para decirlo sin ambages, al parecer, cuando Pascale llegó aquí, esto era como La caída de la casa de Usher. Pasó dos días limpiando y ahora está bien, solo que no trates de tirar de la cadena en los baños y no esperes encontrar la casa en Architectural Digest.
Robert asintió con aire divertido y, al instante, Mandy pareció muy preocupada.
– Pero ¿podemos usar los baños?
En su voz había una nota de pánico que divirtió a Pascale. Anne siempre se había quejado de que su hija estaba malcriada y era muy maniática.
– Claro que sí -la tranquilizó John-, solo que cuando entres, no olvides ponerte los chanclos de goma.
– Oh, Dios mío -dijo ella y Pascale trató de no soltar una carcajada-. ¿No sería mejor que fuéramos a un hotel? ¿De verdad podemos quedarnos aquí?
Imaginaba que no se podría usar la instalación de agua para nada y habría preferido irse a un hotel.
– Llevamos dos días aquí -dijo Diana con buen sentido- y hasta ahora hemos sobrevivido sin problemas. Ven, te enseñaré tu habitación.
Pero, cuando lo hizo, Mandy solo se sintió ligeramente tranquilizada. Las tuberías gorgoteaban, se oía gotear agua y notó un olor húmedo y mohoso en la habitación. Era una de esas personas que nunca se sienten cómodas del todo o a sus anchas, cuando salen de su propia casa.
– Te abriré las ventanas -dijo Diana, tratando de ayudar, pero cuando intentó hacerlo, una de ellas se soltó y cayó al jardín-. Haré que el jardinero venga y la vuelva a poner en su sitio -dijo, sonriendo ante la expresión horrorizada de Mandy.
Cinco minutos después Mandy acudía a su padre y le preguntaba si creía que la casa era segura. Además, tenía fobia a las arañas y los bichos y la casa contaba con más de los que le correspondían.
– De verdad, me parece que no tendríamos que quedarnos aquí -le dijo, cautelosa.
Luego propuso que fueran a ver el hotel Byblos, el mejor hotel de Saint-Tropez. Uno de sus amigos se había alojado allí el año anterior.
– Estaremos bien aquí -le contestó él, tranquilizándola-, lo pasaremos bien. Es mucho más divertido quedarnos aquí, con nuestros amigos. No es necesario ir a un hotel.
Eric ya le había dicho que el velero estaba en buenas condiciones y se moría de ganas de salir a navegar.