– Quizá tendría que irme a Venecia antes -dijo, todavía preocupada. Iba a reunirse con unos amigos allí.
– Haz lo que tú quieras -dijo él con calma.
Anne siempre había sabido manejarla mejor que él. Él se impacientaba cuando ella se ponía nerviosa o se inquietaba y era evidente que prefería lo lujoso a lo «rústico». Pero a su edad, no creía que unos cuantos días en una casa decrépita fueran a hacerle daño, con bichos o sin ellos. Y resultaba que a él le gustaba. Era cómoda y, aunque todo estaba un poco raído, creía que tenía encanto y ya le había dicho a Pascale que le gustaba, lo cual la complació, porque se sentía muy culpable, porque era mucho menos impresionante de lo que les había prometido. Sin embargo, todos se habían adaptado bastante bien.
La primera crisis, de poca importancia, surgió al final de la tarde, cuando Mandy fue a tumbarse en la cama para leer un rato. Acababa de ponerse cómoda cuando la cama se hundió, con ella encima. Dos de las patas estaban rotas y la habían apuntalado cuidadosamente para ocultarlas, pero, en cuanto Mandy se movió, varió el delicado equilibrio y terminó en el suelo. Soltó un gritito y Pascale entró para ver qué le pasaba, echándose a reír al verla derrumbada en el suelo.
– Oh, cielos, llamaré a Marius para que la arregle.
Pero cuando apareció para tratar de repararla, vieron que la habían encolado tantas veces que, esta vez, no había modo de conseguir que se sostuviera. Mandy tuvo que resignarse a dormir encima del colchón, en el suelo, lo cual facilitaba el acceso de arañas y bichos. Lo aceptó con buen talante, pero Pascale vio que no estaba contenta y sospechó que no tardaría mucho en marcharse a Venecia.
Con su caja de herramientas en la mano, Marius salió de la habitación, sumido en un sopor etílico, y Pascale le dio las gracias.
– Es un buen tipo -dijo John más tarde, riéndose- y su mujer es una auténtica perla. Te encantarán sus conjuntos -prometió.
Cuando Agathe reapareció al final de la tarde, llevaba una blusa blanca de encaje a través de la cual se transparentaban los sostenes negros, y unos pantalones cortos, tan cortos que apenas le cubrían el trasero. Mandy no pudo evitar echarse a reír, aunque su padre parecía algo escandalizado.
– Yo la encuentro muy mona -dijo John, con aire divertido, y Robert sonrió a su pesar-. Espera hasta que veas su numerito del leopardo o los pantalones de ciclista rosa brillante.
Robert soltó una risa mientras Mandy desaparecía. Aquella tarde, lo había pasado muy bien en el velero y le divertía el decrépito estado de la casa. Para él, era como una aventura y estaba convencido de que a Anne también le habría encantado y habría visto el lado gracioso de la situación. Siempre había sido más aventurera que su hija y no le daban miedo los bichos. Mandy era una chica de ciudad.
Pascale estaba preparando la cena y cuando abrió el horno para ver cómo estaban los pollos que estaba haciendo, la puerta se salió de los goznes y aterrizó en el suelo, justo al lado de sus pies. Pero Eric se las arregló para repararla. Con alambre de empacar, ideó un ingenioso sistema para sujetarla y los demás aplaudieron su habilidad. Sin embargo, más tarde, Mandy volvió a mencionarle el Byblos a su padre, con una mirada esperanzada. Estaba claro que no disfrutaba del encanto rústico de la casa tanto como su padre y los amigos de este.
– Me gusta esto -dijo Robert, con sencillez- y a los demás también.
No obstante, había que reconocer que, para ella, no resultaba tan divertido. No había nadie de su edad para salir y Mandy estaba empezando a pensar que había cometido un error al ir. Pero no quería herir los sentimientos de nadie marchándose antes de lo planeado.
– Mira cariño, esto no es muy divertido para ti. La casa no es tan confortable como yo pensaba.
Incluso el velero no le proporcionaba mucha distracción. Aunque sus hermanos eran marineros entusiastas, Mandy siempre había detestado navegar. Lo que le gustaba era el esquí acuático, ir a bailar por la noche y estar con gente de su edad.
– Me gusta estar aquí contigo, papá -dijo sinceramente.
Siempre le habían gustado los amigos de sus padres, pero también se sentía sola porque su madre no podía verla allí, con todos, aunque sentía afecto por Diana y Pascale.
– ¿Quieres marcharte antes a Venecia? No me lo tomaré a mal si lo haces.
Era feliz con los Donnally y los Morrison, pero Mandy se sentía culpable por abandonarlo.
– Claro que no. Me encanta esto.
Ambos sabían que eso estaba lejos de ser verdad.
– Creo que tendrías que intentar reunirte antes con tus amigos -dijo Robert y la animó a ir de compras a Saint-Tropez por la tarde.
Así lo hizo y se tropezó con un amigo que se alojaba allí cerca, en Ramatuelle. Era un joven muy agradable y, por la noche, fue a buscarla para ir a cenar.
Los demás iban a ir a Le Chabichou, un restaurante que Agathe les había aconsejado. Salieron en dos coches, de muy buen humor, salvo Eric y Diana que fueron en coches separados. Eric parecía alicaído y Diana estaba mucho más callada que de costumbre. Pero a todos les gustó el restaurante y más incluso cuando probaron la comida. Era soberbia.
A las once seguían allí, saciados y felices, después de haberse bebido tres botellas de vino entre los cinco. Incluso el humor de Eric y Diana había mejorado, aunque no estaban sentados juntos y no se habían hablado en toda la noche. Pascale estaba charlando con Robert cuando este mencionó de nuevo que la persona de la que les había hablado llegaría el lunes. Se suponía que Mandy se habría ido para el fin de semana, si no antes.
– ¿Es alguien que conocemos? -preguntó Pascale, como sin darle importancia, muerta de curiosidad, pero sin querer que sonara como si estuviera husmeando en sus asuntos.
– No lo creo. Es alguien que conocí hace dos meses, una noche que salí con Mandy.
Pascale aguzó el oído, preguntándose si sería aquella ignominiosa actriz. Por lo menos, ella la suponía ignominiosa y Diana estaba de acuerdo con ella.
– Seguro que has oído hablar de ella -continuó Robert-, es una mujer muy agradable. Está pasando esta semana con unos amigos en Antibes y pensé que sería divertido que todos vosotros la conocierais.
– ¿Es alguien -preguntó Pascale esforzándose por encontrar las palabras justas, desgarrada entre la curiosidad y los buenos modales- en quien estás interesado, Robert?
– Solo somos amigos -dijo él con sencillez y entonces se dio cuenta de que todos estaban escuchando y pareció un poco violento-. Es actriz. Gwen Thomas. Ganó un Oscar el año pasado.
En cuanto lo dijo, Diana, desde el otro lado de la mesa, le lanzó una mirada de franca desaprobación. Esos días estaba más crítica respecto a todo.
– ¿Por qué querría venir aquí? -preguntó sin rodeos-. No somos muy interesantes y la casa es un desastre. ¿De verdad quieres que venga?
Todos rogaban por que no fuera así; no querían una extraña entre ellos, en especial alguien que era más que probable que fuera difícil y caprichosa. Las dos mujeres estaban seguras de que «la actriz», como la llamaban entre ellas, estaba tratando de aprovecharse de Robert de alguna manera. Él les era muy querido y, después de tantos años protegido dentro de su matrimonio, daban por sentado que era un ingenuo.
– Es una persona muy agradable. Creo que os gustará a todos -dijo Robert, con calma.
Los hombres asintieron, curiosos por conocerla, y las mujeres torcieron el gesto.
– Esto no es exactamente Rodeo Drive -insistió Diana, tratando de desanimarlo.
Sin embargo, él no pareció impresionado ni por su falta de entusiasmo por conocer a Gwen ni por la de Pascale. John y Eric estaban secretamente interesados, pero no se lo hubieran confesado a sus mujeres.
Pascale no podía pensar en nada peor que tener que agasajar a una prima dona caprichosa. Estaba segura de que Gwen Thomas sería una pesadilla; era lo bastante famosa para que fuera así. Les arruinaría las vacaciones. Y posiblemente, la vida de Robert.