Le gustaban sus hijos y sus nietos, pero no tenía reparos en admitir que la agotaban, y Robert estaba de acuerdo. Él quería a sus hijos y nietos y le encantaba pasar tiempo con ellos, pero también disfrutaba de su tiempo solo con Anne. Durante todos aquellos años, su matrimonio había sido una historia de amor, tranquila pero sólida. Él la quería con locura.
– Hace que te preguntes cómo nuestros hijos lograron sobrevivir a la niñez -dijo Diana, dándole una copa de champán y sentándose a su lado, mientras Robert permanecía de pie, bebiendo champán y mirando con admiración a su mujer. Le había dicho lo guapa que estaba y la había besado antes de salir de casa.
– No sé por qué, pero creo que todo era más fácil cuando nuestros hijos eran pequeños -suspiró Anne con una sonrisa-. Puede que fuera porque yo estaba en el despacho en aquel entonces -añadió, sonriéndole a Robert. Pese a su familia y sus trabajos, siempre habían reservado tiempo el uno para el otro y para el amor-. Ahora todo parece más lleno de tensión o puede que, cuando hay niños alrededor, mis nervios ya no son lo que eran. Los quiero mucho, pero es tan agradable pasar una noche tranquila y civilizada, con adultos… -Miró a los Morrison con placer-. En Sugarbush, los decibelios dentro de la casa alcanzaban un nivel que estuvo a punto de volver loco a Robert.
En el coche, los dos habían reconocido que estaban encantados de volver a casa.
– Voy a disfrutar mucho más de mis nietos cuando empiece a perder el oído -dijo Robert, depositando el vaso encuna de la mesa de centro, justo en el momento en que sonaba el timbre de la puerta.
Eran casi las ocho y media, un récord de puntualidad para los Donnally, quienes solían llegar tarde y se acusaban mutuamente por ello, insistiendo con vehemencia que era culpa del otro. Ese día no era diferente.
Eric les abrió la puerta mientras Diana seguía hablando con los Smith y, un segundo después, todos podían oír a Pascale y John.
– Siento mucho llegar tarde -decía Pascale con su marcado acento francés.
Aunque llevaba casi treinta años viviendo en Nueva York y hablaba inglés de forma impecable, nunca había conseguido librarse de su acento ni tampoco había intentado hacerlo. Seguía prefiriendo hablar en francés siempre que era posible, con gente que se encontraba, con los vendedores de las tiendas, con los camareros y varias veces a la semana con su madre, por teléfono. John clamaba que pasaban horas al teléfono. Pese a sus veinticinco años de matrimonio, John seguía negándose rotundamente a aprender francés, aunque entendía palabras clave aquí y allí y era capaz de decir «Merde» con un acento muy convincente.
– ¡John se negó en redondo a coger un taxi! -exclamaba Pascale incrédula y escandalizada mientras Eric le cogía la chaqueta con una sonrisa cómplice. Le encantaban sus historias-. ¡Me obligó a coger el autobús para venir! ¿Puedes creértelo? ¡En Nochevieja y con traje de noche!
Parecía llena de indignación mientras se apartaba un rizo de pelo negro de los ojos. Llevaba el resto del pelo recogido hacia atrás en un apretado moño, igual al que usaba cuando bailaba, solo que ahora llevaba la parte de delante menos tirante. Pese a sus cuarenta y siete años, seguía habiendo algo abrumadoramente sensual y exquisito en ella. Era pequeña, delicada y grácil y sus ojos verdes centelleaban mientras le contaba a Eric su trágica historia.
– No me negué a coger un taxi -explicó John, defendiéndose, mientras Pascale seguía quejándose de él-. ¡No encontramos ninguno!
– ¡Bah! -dijo ella, lanzando rayos por los ojos, fulminando a su marido con la mirada-. ¡Ridículo! ¡Lo que pasa es que no querías pagar un taxi!
John era famoso por su cicatería entre todos los que lo conocían. Pero con la nieve que caía sin cesar, era muy posible, por lo menos en este caso, que no hubieran conseguido encontrar taxi. Por una vez, parecía estar curiosamente tranquilo ante el ataque de su mujer mientras entraban en la sala con Eric para reunirse con los demás. Estaba de un humor excelente al saludar a sus amigos.
– Perdón por llegar tarde -dijo sosegadamente.
Estaba acostumbrado a los arrebatos incendiarios de su esposa y, por lo general, no le perturbaban. Pascale era francesa, se ofendía fácilmente y se indignaba con frecuencia. John, por regla general, era mucho más tranquilo, por lo menos al principio. Le costaba un poco más reaccionar y acalorarse. Era robusto y muy fuerte. Había jugado a hockey sobre hielo en Harvard. Él y Pascale ofrecían un interesante contraste visual; ella, tan delicada y menuda, y él fuerte, con hombros anchos y lleno de vigor. Todos llevaban años comentando lo mucho que se parecían a Katherine Hepburn y Spencer Tracy.
– Feliz Año Nuevo a todos -dijo John, con una amplia sonrisa, aceptando una copa de champán que le daba Diana.
Mientras, Pascale besaba a Eric en las dos mejillas y luego hacía lo mismo con Anne y Robert. Un segundo después, Diana la abrazaba y le decía lo encantadora que estaba. Siempre lo estaba. Tenía unos rasgos exquisitos y exóticos.
– Alors, les copains -dijo-, ¿qué tal fue la Navidad? La nuestra fue horrible -añadió sin detenerse a respirar-. A John, el traje que le regalé le pareció espantoso y él me compró una estufa, ¿os lo podéis imaginar? ¡Una estufa! ¿Y por qué no un cortacésped o un camión?
Parecía furiosa, mientras los otros se reían y su marido se apresuraba a contestarle en defensa propia.
– No te compraría ningún tipo de vehículo, Pascale. ¡Eres una conductora pésima!
Pero por lo menos en esta ocasión lo dijo con buen humor.
– Conduzco mucho mejor que tú -dijo ella, bebiendo un sorbo de champán- y lo sabes. Incluso tienes miedo de conducir en París.
– No tengo miedo de nada francés, salvo de tu madre.
Pascale puso los ojos en blanco y se volvió hacia Robert. A él siempre le gustaba conversar con ella. Le apasionaba el ballet clásico, igual que a Anne, y el buen teatro y, a veces, él y Pascale hablaban de ballet durante horas. También le gustaba practicar su oxidado francés con ella, algo que a ella la hacía muy feliz.
El grupo charló amigablemente hasta la hora de cenar, bebiendo champán, hablando y riendo. John admitió finalmente que estaba contento de haber cogido el autobús y de haberse ahorrado el dinero del taxi y todo el mundo le tomó el pelo por ello. En su círculo, era famoso por lo poco que le gustaba gastar dinero y a todos les encantaba pincharlo. Era el blanco de innumerables chistes y disfrutaba de todos ellos.
Eric y Anne conversaron sobre el esquí en Sugarbush y Diana intervino para decir que se moría por volver a Aspen. Pascale y Robert hablaron del inicio de la temporada de ballet. Y Diana y John comentaron el estado de la economía, del mercado de valores y de algunas de las inversiones de los Morrison. John trabajaba en un banco de inversiones y le entusiasmaba hablar de negocios con cualquiera que le siguiera la corriente. Los intereses del grupo siempre habían armonizado bien y pasaban con facilidad de temas serios a otros ligeros. Cuando Diana les dijo que la cena estaba lista y que podían pasar al comedor, Anne le estaba comentando a Eric que su hijo mayor y su esposa iban a tener otro hijo. Sería su sexto nieto.
– Por lo menos, nunca quedaré traumatizada por que alguien me llame abuela -dijo Pascale, con un tono ligero, pero todos sabían que le dolía más de lo que su comentario dejaba suponer.
Todos recordaban la media docena de años durante los cuales había ido informándoles regularmente sobre los tratamientos intensivos, los medicamentos que tomaba, las inyecciones que John tenía que ponerle varias veces al día y sobre su fracaso en quedarse embarazada. El grupo les había prestado un apoyo inquebrantable, pero todo había sido en vano. Fue una época horrible para John y Pascale y todos temieron que acabara costándoles su matrimonio, pero por fortuna, no fue así.