– ¿Es que todos los hombres pensáis solo con una parte de vuestra anatomía? -preguntó Diana, en una clara indirecta dirigida a su marido-. Si ya lo entiendo. Es guapa. Lo admito. Pero ninguno de nosotros sabe quién demonios es y apuesto a que Robert tampoco lo sabe. Lo único que quiero es que no haga nada estúpido ni que acabe herido ni que una muñeca tonta de Hollywood se aproveche de él.
– ¿Y cómo? -dijo Eric insistiendo-. ¿Qué va a sacar ella de él? Probablemente, gana más dinero que todos nosotros juntos. Acostarse con él no va a llevarla a ningún sitio. Él no puede darle un papel en una película. Ni siquiera puede eliminar sus multas de aparcamiento, por todos los santos. Si no fuera por él, probablemente ahora estaría en un hotel de cuatro estrellas y no durmiendo en una cama que lo más probable es que se desplome en mitad de la noche, con un baño donde no puedes tirar de la cadena, una criada que le echará el humo a la cara y cuatro personas que le hacen la vida imposible, bajo pretexto de defender a un hombre que, en cualquier caso, quiere estar con ella y que quizá debería hacerlo. Decidme, ¿qué creéis que saca ella, exactamente, de todo esto?
Lo que decía tenía sentido, aunque ninguna de las dos mujeres estaba dispuesta a admitirlo, pero tenía razón y John asintió con la cabeza.
– ¿Y si se casa con ella? -preguntó Pascale, furiosa-. ¿Entonces, qué?
– ¿Por qué no nos preocupamos de eso cuando llegue el momento? -intervino John.
De repente, Eric soltó una carcajada.
– Me acuerdo de la primera vez que cenamos contigo, Pascale. Apenas hablabas inglés, llegaste una hora tarde, llevabas un vestido de satén negro, tan ajustado que no podías ni respirar, y eras una bailarina de ballet, lo cual no es, después de todo, tan diferente de ser una actriz, por lo menos, a ojos de algunas personas. Anne y Diana también desconfiaban de ti. Pero lo superaron; se enamoraron de ti… Todo el mundo te dio una oportunidad. ¿Por qué no podéis hacer lo mismo con ella?
Se hizo el silencio en la sala. Eric miraba a Pascale, hasta que, finalmente, esta apartó la mirada, meneando la cabeza con un gesto negativo. Pero él se había apuntado un tanto y ella lo sabía. Cuando John se enamoró de ella, era una bailarina de ballet, asustada, nerviosa y famélica, y podrían haberla acusado de las mismas cosas que a Gwen. Lo que lo complicaba todo ahora era lo mucho que todos habían querido a Anne. Pero Anne estaba muerta. Y Gwen era la mujer con la que Robert quería estar. Había confiado en ellos, en cierto sentido, al traerla allí y estaban traicionando su confianza siendo poco amables con ella. Pascale entendía el punto de vista de Eric, aunque no estaba dispuesta a admitirlo abiertamente.
Diana, mientras ponía los platos del almuerzo en el fregadero, no admitía nada. Seguía estando tan furiosa con Eric que no quería escuchar nada que él dijera. Para ella, Gwen era solo otra cara bonita con un par de buenas piernas, y él le iba detrás. El hecho de que John estuviera de acuerdo con él, no le importaba lo más mínimo. Estaba tan furiosa con todo el mundo que Gwen solo era otro pretexto para liberar la angustia que sentía.
Los hombres salieron al jardín a fumar sus cigarros y Pascale se quedó en la cocina, ayudando a Diana. Después de un largo silencio, la miró con una expresión inquisitiva.
– ¿Qué opinas? -le preguntó con un gesto preocupado.
– Es demasiado pronto para saber cómo es en realidad -respondió Diana con tozudez.
Pascale se mostró de acuerdo, aunque en lo más profundo de su corazón, ya no estaba tan convencida. Eric había presentado unos sólidos argumentos.
En el coche, de camino a Saint-Tropez, Gwen le preguntaba a Robert sobre sus amigos.
– ¿Estás seguro de que a tus amigos no les importa mi intromisión, Robert? Me siento como una intrusa que entra sin llamar. Estáis acostumbrados a estar todos juntos, después de tantos años y, de repente, aparezco yo, en carne y hueso. No es fácil adaptarse.
Había notado su incomodidad durante el almuerzo, más que él, en realidad. El se decía simplemente que se sentían cohibidos por ser ella quién era y eso fue lo que le dijo. Gwen sonrió. Sabía, igual que Diana y Pascale, que era ingenuo, un rasgo suyo que le encantaba. Se las arreglaba para ver solo el lado bueno y simplificar las cosas.
– Me parece que es más difícil para ellos de lo que crees. Verte con otra persona es un cambio enorme para todos.
– También lo es para mí -dijo, poniéndose serio por un momento y pensando en Anne. Pero no quería dejarse llevar de nuevo por la tristeza. Por muy desconsolado que estuviera, y lo había estado, eso no la devolvería a la vida-. Pero todos tenemos que adaptarnos. -La miró comprensivo-. No quiero que te resulte difícil a ti. ¿Han sido groseros contigo? -inquirió, preocupado, preguntándose si se le habría pasado algo por alto.
– Claro que no. Solo he notado cierta reserva y resistencia. Ya lo esperaba. No pasa nada. Es solo que no quiero ponerte en una situación violenta con tus amigos.
– Son como mi familia, Gwen. Hemos compartido muchas cosas, durante muchos años. De verdad, me gustaría que te conocieran y que te apreciaran como yo.
Sabía que no podían resistirse o eso pensaba. Ella no estaba tan segura.
– Creo que tienes que darles tiempo, Robert -dijo con sensatez, mientras se acercaban al centro de Saint-Tropez y él buscaba un sitio para aparcar-. Quizá les cueste un poco más de lo que piensas.
Si es que le daban una oportunidad. Era muy consciente de que quizá nunca le abrieran su corazón o sus puertas. No estaba tan segura como Robert de que llegaran a adaptarse y la acogieran con los brazos abiertos.
– No conoces a mis amigos. Confía en mí, Gwen. Esta noche, antes de que acabe la cena, se habrán enamorado de ti. ¿Cómo podrían no hacerlo? -dijo, sonriéndole.
– No soy Anne -respondió ella con dulzura-. A sus ojos, ese es el primer punto en mi contra. Y soy famosa… soy actriz… vengo de Hollywood… Estoy segura de que me encuentran rara. En especial, si leen la prensa sensacionalista. Es un bocado muy grande para empezar. Créeme, ya me ha pasado antes. Son cosas que hacen que la gente te odie antes de conocerte, si es que llegan a hacerlo. Soy culpable hasta que se pruebe lo contrario y no al revés.
– No en mi casa, no con mis amigos -dijo Robert, tajante.
Ella sonrió comprensiva y se inclinó para darle un beso en la mejilla. No iba a obligarle a reconocer la evidencia, pero había notado la resistencia de sus amigos durante el almuerzo y era un fenómeno que no le era desconocido. A veces, dolía y era frustrante, pero era algo por lo que había pasado una y otra vez… Y ellos tenían treinta años de historia común. Era un vínculo difícil de romper. No iba a hacer que la aceptaran a la fuerza. Era demasiado lista para intentarlo. Iba a ocuparse de sus propios asuntos tranquilamente y esperar que, con el tiempo, la dejaran entrar en su círculo. Sobre todo, estaba decidida a no forzar las cosas. Además, era demasiado pronto para saber qué iba a pasar con Robert.
Por fin, encontraron un espacio para aparcar y él se volvió hacia ella en el diminuto coche y, rodeándola con el brazo, le dio un ligero beso.
– ¿Atacamos las tiendas, Miss Thomas?
– Me parece muy bien, su señoría -respondió, sonriéndole cariñosamente.
Se alegraba de haber ido a verlo, aun si sus amigos estaban visiblemente lejos de estar encantados.
– ¿Crees que te reconocerá todo el mundo?
– Es probable. ¿Podrás soportarlo? -le preguntó, algo preocupada.