– Soy yo la afortunada -dijo Gwen mientras conducían bajo la luz de la luna-. Eres inteligente, divertido, increíblemente atractivo y una de las mejores personas que he conocido nunca -dijo mirándolo y él sonrió cohibido.
– Dime, ¿cuántas copas has bebido, exactamente? -le preguntó bromeando.
Ella se echó a reír y le acarició el brazo. Siguieron dando botes por el camino lleno de baches y un momento más tarde, él detuvo el coche, la cogió entre sus brazos y la besó como es debido; luego entraron en la casa, cogidos de la mano, procurando no hacer ruido para no despertar a los demás. La dejó frente a su habitación, con un beso prolongado, y cuando entró en su propio dormitorio, se detuvo y fijó la mirada en la foto de Anne que había encima de la mesita de noche. Se preguntó qué pensaría ella de todo aquello, si opinaría que era un viejo bobo o si desearía que le fuera bien. No estaba del todo seguro. Ni siquiera estaba seguro de lo que él mismo sentía, pero cuando no le daba demasiadas vueltas, tenía que admitir que era más feliz con Gwen de lo que nunca hubiera creído posible. Sin embargo, tenía que recordarse constantemente que no iba a ninguna parte, que era solo una fase divertida de su vida, que los otros le recordarían para tomarle el pelo durante muchos años y que él recordaría mucho tiempo.
Cuando se metió en la cama, permaneció despierto, preguntándose en qué estaría pensando Gwen en su habitación. Se moría de ganas de llamar a su puerta y besarla de nuevo, pero no se atrevía y seguía teniendo miedo de permitirse hacer algo más que besarla. Sabía que si lo hacía, sentiría que Anne lo estaba observando. Lo último que quería era traicionar a ninguna de las dos.
Se quedó dormido y soñó con las dos, en un sueño embrollado donde veía a Anne y a Gwen paseando por un jardín cogidas del brazo y sus amigos lo señalaban con dedos acusadores y le gritaban algo ininteligible. Era un sueño perturbador y se despertó varias veces. Cuando volvió a dormirse, soñó con Mandy. Sostenía la foto de su madre en las manos y lo miraba con tristeza.
– La echo mucho de menos -decía suavemente.
– Yo también -respondía él, llorando en su sueño.
Esta vez, cuando se despertó, tenía la cara húmeda de lágrimas. Se quedó en la cama mucho rato después, pensando en Anne y luego en Gwen.
Lo sobresaltó un golpecito en la puerta. Se puso un par de pantalones caqui y le sorprendió ver a Gwen. Todavía era temprano y no había oído levantarse a los demás.
– Buenos días -dijo ella en voz baja-. ¿Has dormido bien? No sé por qué, pero estaba preocupada por ti.
Estaban en el rellano, hablando, y ella estaba muy hermosa, descalza, con un camisón y una bata blancos.
– He tenido unos sueños extraños de Anne y tú andando por un jardín.
Ella pareció sobresaltarse al oírlo.
– ¡Qué cosa tan rara! Yo he soñado lo mismo. He estado despierta mucho rato, pensando en ti -dijo suavemente, mirándolo.
Con el pelo revuelto, tenía un aspecto muy atractivo y fuerte.
– Yo también pensaba en ti. Quizá deberíamos habernos hecho una visita -dijo, muy bajito, para que nadie lo oyera. Le encantaba sentir a Gwen tan cerca, de pie, allí a su lado, sonriéndole-. Me doy una ducha y me reúno contigo para desayunar, dentro de diez minutos.
Cuando apareció, tenía un aspecto inmaculado, perfectamente rasurado, vestido con pantalones cortos y una camiseta. Ella llevaba unos pequeños shorts blancos y una camiseta sin espalda, un atuendo que perdió todo su brillo cuando se presentó Agathe con su última creación. Llevaba unos sostenes de tul de color rosado, con pequeños capullos de rosa, y unos pantalones ajustados, también rosa. Al entrar, Eric comentó que se parecía a uno de sus caniches. Estaban empezando a disfrutar esperando a ver qué llevaría cada día y lo estrafalario que sería. Nunca los decepcionaba y tampoco lo hizo aquella mañana. Se entretuvieron charlando antes de que los demás se levantaran. Era agradable tener tiempo para ellos. Los otros sonrieron abiertamente al entrar en la cocina para desayunar. Agathe era una diversión mejor que la televisión.
Justo cuando Diana entraba, sonó el teléfono. Era una llamada para Eric, de Estados Unidos, y la telefonista le dijo a Pascale que era una llamada personal. Eric frunció el ceño y luego fue a la habitación de al lado para hablar, algo que no le pasó inadvertido a su mujer. Pero cuando volvió a la cocina diez minutos más tarde, parecía relajado y libre de preocupaciones.
– Uno de mis colegas -explicó a todos, en general.
Diana se concentró en sus cruasanes y bebió un largo trago de café, igual que si fuera whisky. En los treinta y dos años que llevaban casados, ninguno de sus socios lo había llamado nunca mientras estaban de vacaciones. Ella sabía exactamente quién era y, apenas acabado el desayuno, lo acusó de ello.
– Era Barbara, ¿no es verdad? -Así se llamaba la mujer con la que tenía una relación.
Él vaciló un momento y luego asintió. No quería mentirle.
– ¿Y por qué te ha llamado?
– ¿A ti qué te parece? -dijo, con aspecto disgustado, de pie en la sala. No quería que los demás lo oyeran-. Esto tampoco es fácil para ella.
– Y si yo te dejo, ¿te casarás con ella?
Eso era lo que de verdad la preocupaba. Se preguntaba si aquellos dos solo se habrían dado un tiempo para ver si su matrimonio se partía en pedazos o si era verdad que habían puesto fin a su relación, como Eric le había dicho antes de salir de Nueva York.
– Claro que no, Diana. Le llevo treinta años. Además, ni siquiera se trata de eso. Yo te quiero. Cometí un error, hice algo increíblemente estúpido. Me equivoqué y lo he reconocido. Ahora, por amor de Dios, no le des más vueltas. Olvidémoslo y sigamos adelante.
– ¡Qué fácil te resulta decirlo! -dijo, mirándolo con ojos llenos de desolación.
No podía superarlo. La habían traicionado y rechazado. En esos momentos se sentía como si tuviera mil años y ya no confiaba en él. Y no ayudaba precisamente saber que era lo bastante vieja como para ser la madre de la otra mujer. Por vez primera en su vida, se sentía vieja y poco atractiva para él. Él había tratado de hacerle el amor varias veces desde que llegaron, pero Diana se había negado. No podía y no sabía si podría nunca más.
– Ya no sé qué más decirte. Supongo que tendrá que pasar tiempo para que vuelvas a confiar en mí -dijo Eric.
Mientras tanto, sabía que debía tener paciencia y pagar por sus pecados, pero no era fácil para ninguno de los dos. Barbara le suplicaba que volviera con ella. Había embaucado a su secretaria, que sentía lástima por ella, y había conseguido sacarle su número de teléfono en Francia. Él le repitió que era imposible y le pidió que no volviera a llamarlo. Ella estaba llorando cuando colgaron y él se sentía como si fuera un monstruo. Pero no podía quejarse a su mujer. Ambas lo odiaban. Era una situación lamentable para él, pero reconocía que todo había sido culpa suya.
Justo cuando Eric y Diana dejaron de hablar, entró Gwen, con aspecto feliz y relajado; vio, al instante, la angustiosa expresión de sus caras. Era fácil comprender que algo terrible les estaba pasando y no quería entrometerse. Diana no parecía estar más cerca de reconciliarse con su marido que cuando llegaron a Saint-Tropez, a pesar de que habían compartido algunos momentos agradables. Pero la verdad la acosaba y no importaba lo bonito que fuera Saint-Tropez ni lo deliciosa que fuera la comida ni lo encantadora que era la luz de la luna; él la había traicionado y nada podía hacer que ella lo olvidara. Era la razón por la que le había dicho a Pascale, la noche que llegaron, que tenía que divorciarse. No podía imaginar que lograra superarlo ni perdonarlo; lo único que hacía falta era una llamada de teléfono para recordarle la agonía que le había hecho sufrir.