Diana asintió, mientras seguían secando los platos y, cuando Eric entró en la cocina, miró hacia otro lado. Era una historia terrible, pero de ella se podía aprender una lección, no sobre el suicidio, sino sobre amar a alguien, perdonar y no tirar piedras contra el propio tejado.
Aquella noche Gwen le contó a Robert su conversación con Diana.
– Me alegro. Yo también he estado tratando de hacer que Eric no tire la toalla. Está muy desanimado y supongo que ella está muy enfadada con él, pero eso es comprensible. Si pueden pasar por esto y seguir queriéndose a pesar de todo, al final, quizá acaben teniendo algo incluso mejor. Eric no está seguro de que Diana vaya a ceder.
Tampoco lo estaba Gwen, teniendo en cuenta lo que Diana le había dicho.
Al día siguiente, Gwen preparó el desayuno para todos en lugar de Pascale, que se sentía demasiado débil de resultas de su intoxicación para levantarse. Cuando John se reunió con ellos en la cocina, parecía preocupado.
– No me gusta el aspecto que tiene -dijo, en voz queda, a Eric-. No quiere reconocerlo, pero sé que se encuentra bastante mal. Creo que tendría que ver a un médico, aquí en Saint-Tropez, y que le hicieran unos análisis.
– Le echaré una ojeada después de almorzar -ofreció Eric y John se lo agradeció.
Cuando hubieron comido las tostadas a la francesa de Gwen, Eric subió al piso de arriba. Pascale le dijo que creía que era una combinación de problemas y le explicó las molestias que tenía. Todo lo que dijo sonaba razonable y Eric pudo tranquilizar a John cuando volvió a bajar.
– Creo que se siente fatal. Se tarda bastante en superar un caso de intoxicación tan malo como este.
Pero John no estaba convencido y, cuando subió para ver cómo estaba, la riñó de nuevo, insistiendo en que fuera a ver a un médico. Ella le respondió que no le gustaban los médicos en Francia.
– Y a ti tampoco -le recordó.
Sin embargo, cuando la miró, le pareció que tenía la cara verdosa.
Cuando todo el grupo, incluyendo a Pascale, que dijo que se encontraba mejor, se reunió para almorzar, Robert y Gwen dijeron que estaban hablando de prolongar su estancia otra semana.
– ¡Hurra! -exclamó Diana y, al instante, pareció avergonzada, pero una mirada de naciente amistad pasó entre ella y Gwen.
Todos iban descubriendo lentamente que no solo era una buena persona, sino que, además, era encantadora y ya se sentían menos preocupados por Robert. Gwen estaba empezando a restaurar la fe que siempre habían tenido en su buen criterio y John estaba entusiasmado por él. Se lo dijo a Pascale por la tarde.
– Fíjate en la vida que podría llevar con ella, Pascale. Es apasionante. ¡Una estrella de cine! A su edad, le daría chispa a su vida.
– No es eso lo que necesita -dijo Pascale, con reservas. Aunque estaba agradecida por lo que Gwen había hecho por John cuando se estaba ahogando, seguía queriendo estar segura de que Robert no cometía un error, si la relación llegaba tan lejos. Pero solo el tiempo lo diría-. Necesita una persona real, una compañera, una buena amiga.
– Ella es una persona real. Mírala, ha cocinado y limpiado más que Diana o tú. Es amable con todos nosotros. Al principio, aguantó todas vuestras estupideces y fue muy comprensiva. Y lo más importante es que creo que lo quiere y que él la quiere a ella.
– No crees que vayan a casarse, ¿verdad? -dijo Pascale, todavía con aire preocupado.
– A nuestra edad, ¿quién necesita casarse? Él no va a tener hijos. Lo que necesitan es pasarlo bien juntos. Creo que eso es lo que los dos quieren.
– Bien -dijo ella, con aspecto aliviado.
– ¿Y tú, qué? ¿Vas a ser razonable y vas a ir al médico? No me importa si te sientes mejor. Puede que hayas cogido un virus malo de verdad. Puede que necesites antibióticos.
– Lo único que necesito es dormir.
Estaba tan exhausta que apenas podía levantarse de la cama y pasó toda la mañana siguiente esperando que llegara la tarde para echarse la siesta.
Todavía seguía durmiendo a las cinco, cuando Eric, Robert y Gwen volvieron de navegar. Diana estaba echada en una tumbona en el jardín, leyendo, y John había ido al hotel más cercano a enviar un fax a Nueva York.
– ¿Qué tal el paseo? -preguntó Diana, con una sonrisa, mirando de soslayo a Eric.
Había estado pensando en él y en lo que Gwen le había dicho. Seguía enfadada con él, pero podía concebir la posibilidad de que, un día, su dolor y su decepción disminuyeran. Había estado pensando en todo lo que habían hecho a lo largo de los años, en lo que amaba en él y, aunque todavía lo odiaba por lo que había hecho, casi podía comprenderlo. Quizá era un último intento de aferrarse a su juventud. No estaba del todo segura de poder culparlo por eso. Él la miró y se detuvo un instante. Por vez primera, veía algo diferente en sus ojos.
– Fue agradable -dijo.
Cuando pasaba por su lado, ella movió las piernas en la tumbona y él se paró un momento y luego se sentó.
– Te he echado de menos -dijo, vacilando, mientras los demás se dirigían hacia la casa-. No he dejado de pensar en ti todo el rato, mientras navegábamos.
– Yo también -dijo ella, sin extenderse, pero él notó que parte del hielo que había en su corazón se había fundido.
– De verdad que quiero solucionar esto. Sé que hice mal. Y no puedo esperar que me creas o confíes en mi de nuevo, no tan pronto. Pero me gustaría pensar que volverás a hacerlo con el tiempo.
– A mí también me gustaría -dijo ella sinceramente.
Sus amigos habían hablado con los dos, pero lo que Gwen le había dicho era lo que más la había conmovido. Sus palabras cargaban con todo el peso del dolor que sus propios errores habían causado. Era evidente que llevaba aquella carga de remordimiento desde entonces.
– Veremos -añadió.
Era todo lo que podía prometerle a su marido en aquel momento. Pero cuando volvieron a su habitación al final de la tarde, parecía que su paso era más ligero y, cuando Eric dijo algo divertido, ella se echó a reír.
– ¿Quieres que salgamos a cenar fuera? -le preguntó él.
Después de pensarlo un segundo, asintió.
– ¿Qué crees qué querrán hacer los otros?
– Salgamos los dos solos por esta noche. Ellos pueden arreglárselas solos.
Eric se sentía muy aliviado de poder hablar con ella de nuevo. Las cosas habían cambiado.
Pascale decidió quedarse en cama y dormir y John acababa de recibir un paquete con papeles de su oficina y quería revisarlos. Robert y Gwen decidieron dar una vuelta por Saint-Tropez y luego ir a comer algo en el puerto.
Aquella noche, muy tarde, estaban sentados otra vez en el Gorilla Bar, charlando y riendo, cuando Robert la miró y cogiéndole la mano y sin darle más explicaciones, dijo:
– Ven, vámonos a casa.
– ¿Estas cansado? -preguntó, sorprendida por su repentino deseo de volver, pero él parecía feliz y de buen humor.
Pagaron la cuenta y volvieron a casa en su Deux Chevaux.
Todo estaba silencioso cuando llegaron. Eric y Diana no habían vuelto todavía. Las luces estaban apagadas y John y Pascale se habían ido a la cama.