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Mientras subían las escaleras Robert y Gwen hablaban en susurros, como dos adolescentes.

– Buenas noches -dijo ella.

Él la besó, pero vaciló mucho rato antes de dejarla ir.

Y luego, la miró, sintiéndose como un chaval.

– Me preguntaba si… pensaba que… ¿Quieres dormir en mi habitación esta noche, Gwen? -preguntó en voz muy baja y sonrojándose en la oscuridad.

– Nada me gustaría más.

Hasta entonces habían actuado con gran cautela y no habían sentido ninguna presión para ir más allá de lo que creían que podían en cada momento. Pero, de repente, a Robert las cosas le parecían diferentes; sabía que los dos estaban dispuestos y, durante los últimos días, se había sentido extrañamente en paz respecto a Anne. La noche antes había soñado que Anne reía y sonreía y lo saludaba con un ademán y luego se despedía con un beso. No sabía adónde se iba y, al despertar, estaba llorando, pero eran lágrimas de alivio, no de dolor. En cierto sentido, tenía la sensación de que ella estaba bien. Le había contado el sueño a Gwen.

Encendió solo una luz en el dormitorio. Gwen lo siguió lentamente y vio la foto de Anne en la mesilla de noche y, por un instante, se sintió conmovida. Era muy triste pensar que había tenido una compañera sentimental tanto tiempo y que ahora estaba solo. Pero tenía a sus hijos y sus recuerdos de la vida que habían compartido.

Y ahora tenía a Gwen. Tenía mucho.

Él permaneció de pie, inmóvil, un buen rato, como si saboreara lo que estaban a punto de compartir y luego, con mucha gentileza, le tendió la mano. Ella dio dos pasos hacia él y lo abrazó. Quería liberarlo de todo el dolor que había sentido y consolarlo por su pérdida.

– Te quiero, Robert -susurró-, todo va a salir bien.

Él asintió y tenía los ojos llenos de lágrimas cuando la besó; lágrimas de adiós para Anne y de amor por Gwen. Luego, lentamente, quedaron envueltos en su pasión, sus besos parecieron devorarlos y, momentos después, estaban acostados en la cama. Él ya sabía, por haberla visto en biquini, lo espectacular que era su cuerpo, pero no era solo eso lo que ansiaba; era su corazón.

Cuando, más tarde, descansaban uno en brazos del otro, saciados, somnolientos, satisfechos, la estrechó contra él y ella lo miró y sonrió.

– Me haces tan feliz… -dijo, y era totalmente sincera.

La estrechó con más fuerza, incapaz, de encontrar palabras. Ella era uno de los mejores dones que le había concedido la vida.

Capítulo12

A la mañana siguiente, al salir de la habitación de Robert para bajar a desayunar, se tropezaron con Diana que parecía preocupada. Acababa de entrar a ver a Pascale, que volvía a tener vómitos, y John ya había pedido hora para un médico de la ciudad. No estaba dispuesto a seguir haciéndole caso cuando insistía en que no tenía nada. Estaba claro que no era así.

– ¿Que crees que puede ser? -le preguntó Gwen a Eric durante el desayuno.

Diana había preparado huevos revueltos para todos.

– No estoy seguro. Creo que puede haber cogido una fea infección bacteriana. Necesita antibióticos. De lo contrario, puede acabar en el hospital. En cualquier caso, puede que la ingresen por unos días; se está deshidratando de tanto vomitar -le respondió, pero no parecía tan preocupado como John.

Después del desayuno, cuando Robert y Gwen se fueron a la ciudad a echar unas cartas al correo, Diana se volvió a su marido con una sonrisa de complicidad.

– ¿A quién crees que he visto esta mañana, saliendo de la habitación de Robert con una enorme sonrisa en los labios?

Él pareció divertido por la pregunta y fingió pensarlo.

– Veamos… hum… ¿a Agathe?

– Claro, seguro.

También ellos llegaron tarde la noche antes. Habían pasado una noche estupenda, con una buena cena; incluso habían ido a bailar. Era el primer puente tendido después de la pesadilla en que habían vivido durante los dos últimos meses. Todavía tenían que recorrer un largo camino para estar fuera de peligro, pero, por fin, habían iniciado el camino.

– No, era Gwen -dijo Diana con aires de triunfo, como si ella le hubiera gustado desde el principio.

– ¡Lástima! Yo esperaba que fuera Agathe. Habría sido muy divertido ver qué conjuntos se llevaba a Nueva York. Me alegro de que sean felices -dijo, poniéndose serio de nuevo-. Los dos se lo merecen.

Como a todos, Gwen había acabado gustándole y Robert nunca había tenido tan buen aspecto. Habían pasado siete meses desde la muerte de Anne; un tiempo largo y triste para él. Según se mirara, había vuelto a la vida bastante deprisa, pero Eric sabía que esas cosas no podían medirse. Además, si algo era bueno para Robert, también lo era para él.

– Es una mujer muy agradable y él es un buen hombre -afirmó.

– Me preguntó qué pensarán sus hijos -dijo Diana, pensativa.

– Es un hombre adulto, tiene derecho a hacer lo que quiera -dijo Eric, encogiéndose de hombros.

– Puede que sus hijos no estén de acuerdo con eso.

– Entonces, será mejor que se acostumbren. Tiene derecho a su vida. Anne lo habría querido así.

Diana asintió; sabía que eso era cierto. Anne era práctica y sensata en extremo.

– Solo porque esté con Gwen no significa que haya olvidado a Anne -añadió Eric.

Diana asentía de nuevo cuando John entró en la habitación. Él y Eric lo habían hablado con calma y John iba a llevar a Pascale al médico. Dijo que esperaba estar de vuelta a tiempo para almorzar. Eric quería que la viera un especialista y que le hicieran una batería de análisis.

– ¿Quieres que vaya contigo? -ofreció Diana.

John dijo que no era necesario. Esperaba que Pascale se pondría bien en cuanto le dieran algún medicamento. Eric y Diana se sintieron aliviados al ver que, por mal que se sintiera, en realidad, no tenía tan mal aspecto. Seguro que era un virus. Aunque John tenía un secreto temor a que fuera algo peor y quería que, en cuanto llegaran a casa, en Nueva York, su médico le hiciera un examen a fondo. Todos iban a marcharse al cabo de una semana y los medicamentos la sostendrían hasta entonces. No tenía mucha fe en los médicos franceses ni en nada de Francia.

De camino al médico, obsequió a Pascale con una exhibición de su odio por todo lo francés. Cuando llegaron a la consulta, ella estaba a punto de estrangularlo. Mientras esperaban al doctor, Pascale volvió a vomitar y rompió a llorar, lo cual puso a John absolutamente nervioso.

– Me siento tan mal… -dijo ella con voz lastimera-. Llevo enferma una semana.

– Lo sé, cariño. Ya verás, te darán una medicina y te pondrás bien -respondió él y, mientras estaban allí esperando, incluso pensó en llevársela enseguida a Nueva York.

La hicieron entrar en una habitación, comprobaron sus constantes vitales, le examinaron los ojos y la lengua y la pesaron. Una enfermera con un gastado uniforme blanco y sandalias lo anotó todo. Las enfermeras en Francia no iban tan impecables como en Estados Unidos, pero Pascale estaba acostumbrada y no le importaba tanto como a John.

Cuando, por fin, el doctor la vio, le hizo una larga lista de preguntas. Luego le extrajo un poco de sangre y le dijo a Pascale que la llamaría a casa. Le explicó que no quería darle ninguna medicación hasta ver los resultados de los análisis. Y ella se fue, sabiendo tan poco como cuando había llegado.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó John, inquieto, tan pronto como ella salió.

Había tardado más de una hora y estaba muy preocupado por ella.

– No mucho -respondió Pascale, francamente-. Dice que me llamará cuando tenga los resultados.

– ¿Los resultados de qué? -preguntó John, presa del pánico.

– Me han extraído sangre.

– ¿Y eso es todo? ¿Ya está? ¿Qué clase de subnormal es ese tipo? Eric ha dicho que tenía que darte antibióticos. Déjame hablar con él.

Estaba dispuesto a lanzarse contra la enfermera de recepción, pero Pascale insistió en que se fueran a casa.