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– No va a darme nada hasta que tenga los resultados. Tiene sentido. Piensa que podría ser salmonella. Quizá tenga que volver y traerles unas muestras, dependiendo de lo que encuentren en la sangre.

– Por todos los santos, Pascale. Este es un país tercer-mundista.

– No, no lo es -respondió ella, con aire ofendido-, es mi país. Puedes insultar a mi madre, si quieres, pero a Francia, no. Ça, c'est trop!

Pero él siguió protestando a voz en grito hasta llegar al coche. Cuando llegaron a casa, le contó a Eric lo estúpido que era el médico, en su opinión.

– ¿Por qué no le recetas tú algo? -dijo John, con una mirada suplicante.

– No creo que reconocieran mi firma aquí-respondió Eric, moviendo la cabeza con un gesto negativo-, y para ser sincero contigo, John, el médico tiene razón. Es mejor no darle nada hasta saber qué tiene. No tardará mucho.

– Y un cuerno no tardará. Esto es Francia.

Pero resultó que la enfermera llamó a Pascale al día siguiente. El doctor quería volver a verla y le dieron hora para aquella misma tarde. John quería ir con ella, pero Pascale le dijo que se encontraba bien. En realidad, se sentía mejor que el día antes. Al final, Gwen la acompañó, porque quería hacer unos recados en la ciudad, y las dos se marcharon en el Deux Chevaux. Era casi la hora de cenar cuando volvieron a casa. John estaba muerto de preocupación, pero tanto Gwen como Pascale parecían contentas y confesaron que se habían ido de compras después de que Pascale viera al médico, una visita que no había durado mucho.

– ¡Al menos podrías haber llamado! -exclamó John, regañando a Pascale.

Luego le preguntó qué había hecho el médico y ella dijo que no mucho. Le había dicho que estaba bien.

– ¿Te ha dado antibióticos esta vez?

A cada segundo que pasaba se iba poniendo más furioso. Había estado preocupado de verdad toda la tarde y Pascale se dio cuenta de que tendría que haber llamado, pero se lo estaba pasando bien con Gwen y pensó que John estaría entretenido con sus amigos. Resultó que se había quedado en casa toda la tarde, esperándola.

– Me ha dicho que no necesito antibióticos, que se solucionará solo -dijo sencillamente.

Tenía ganas de enseñarle a Diana lo que ella y Gwen habían comprado. Habían descubierto una nueva tienda de ropa y casi la habían dejado sin existencias.

– Me parece que ese medico es un completo gilipollas -exclamó John encolerizado y, un minuto después, salió de la sala, pisando con rabia.

Pascale lo siguió. Sabía lo preocupado que estaba por su salud.

Se quedaron en la habitación mucho rato, hablando, y bajaron a cenar tarde. Gwen ya había dicho que cocinaría para todos y, en realidad, era mejor cocinera que Pascale. Incluso consiguió convencer a Agathe para que la ayudara y preparó un encomiable soufflé de queso y un gigot, que cocinó al estilo francés, mientras saltaba por encima de la manada de perros ladradores de Agathe.

Cuando John y Pascale bajaron a cenar, él parecía más relajado que desde hacía muchos días. Estaba sorprendentemente cariñoso con Pascale, que consiguió obligarlo a reconocer, después de su cuarta copa de vino, que, en realidad, sí que le gustaba Francia.

– ¿Puedo grabarlo? -preguntó Robert, tomándole el pelo-. Haremos que lo impriman y que tú lo firmes, como si fuera una confesión oficial. ¿Y qué hay de la madre de Pascale? ¿También te gusta?

– Por supuesto que no. Estoy borracho, pero no loco.

Todos se rieron de él y él se recostó en la silla, fumando su cigarro y sin soltar la mano de Pascale. Ella parecía mejor que desde hacía muchos días. Todos se relajaron y pasaron una noche agradable. Eric y Diana estaban en buenos términos y Robert y Gwen parecían estar muy enamorados. Era un buen grupo de buenas personas y muy buenos amigos. Pese a la cara nueva que había entre ellos, todos parecían haberse adaptado. Después de casi dos semanas con ellos, finalmente habían aceptado a Gwen. Más aún, había llegado a gustarles y, hacia el final de la noche, todos hablaban de volver a alquilar Coup de Foudre al año siguiente.

– La próxima vez, voy a traer herramientas y piezas de fontanería de Nueva York -dijo John con firmeza.

Había librado una constante batalla con su baño desde que llegaron. Pascale dijo que eso le proporcionaba algo que hacer mientras se quejaba.

– Han sido tres semanas estupendas -dijeron todos de acuerdo.

Finalmente, todos se habían relajado y parecían estar en el buen camino. Robert y Gwen con su naciente idilio. Eric y Diana arreglando su matrimonio y John había conseguido sobrevivir a su atragantamiento con un trozo de salchicha. No había habido bajas ni pérdidas. No había ningún desaparecido en acción. Era un éxito total.

La última semana pasó volando para todos. Nadaron, navegaron, hablaron, durmieron. Pascale todavía andaba a vueltas con su virus intestinal, pero parecía encontrarse mejor y John estaba menos frenético. En lo único que podían pensar durante los últimos días era en lo mucho que detestaban volver a casa.

La última noche, prepararon langostas y dos de ellas se soltaron y atacaron a los perros de Agathe. Esta abandonó la cocina corriendo y chillando, con todos los perros en brazos, y Gwen tuvo que arreglárselas sola. Se había ofrecido para cocinar, como de costumbre, siempre que los otros la ayudaran a limpiar. Tomaron la cena en el jardín, en la única mesa decente que pudieron rescatar cuando llegaron. Diana la cubrió con un mantel que había comprado para llevarse a casa y Pascale la adornó con flores. Cuando se sentaron, Eric sirvió el champán. La cena que Gwen había preparado era exquisita y estaba deliciosa. Mientras el sol iba ocultándose lentamente, seguían saboreando cada momento. John encendió un cigarro y Robert sirvió Château d'Yquem. John estaba a punto de desmayarse mientras lo bebía, sabiendo cuánto había costado.

– Es un pecado beber algo tan caro -dijo, disfrutando de cada segundo. Era como oro fundido.

– Pensaba que dividiríamos el precio de la botella entre los tres -dijo Robert bromeando.

En realidad, había comprado la botella para todos. Sabía que a Gwen le encantaba el Château d'Yquem y no le importaba el gasto, para darle un gusto. Había sido muy comprensiva y había hecho la mayor parte de las comidas desde que Pascale se puso enferma. Además, había sido una buena amiga para todos.

– La verdad es que odio volver-admitió Diana.

Gwen habló de la película que estaba a punto de hacer en Los Ángeles, iba a estar allí cuatro meses. Probablemente hasta Navidad, pero Robert ya le había dicho que se escaparía los fines de semana y ella procuraría ir a Nueva York tan a menudo como pudiera. Los ensayos iban a empezar a la semana siguiente. Ya habían adaptado el calendario por ella, para que pudiera pasar aquella última semana en Saint-Tropez con Robert.

– Supongo que será agradable volver a ver a nuestros hijos -reconoció Diana.

En realidad, no los había echado mucho de menos durante todo el mes. Había estado demasiado ocupada arreglando las cosas con Eric. A los demás, por lo menos, les parecía que lo habían hecho.

– Me muero de ganas de ver al mío -dijo Pascale, sin darle importancia.

Todos la miraron sin entender, preguntándose si estaba bebida.

– Tú no tienes ninguno -replicó Eric, con expresión divertida-, pero puedes quedarte con los nuestros siempre que quieras.

– Ya tengo el mío, muchas gracias -dijo Pascale, de buen humor.

– Me parece que ese virus intestinal le ha invadido el cerebro -repuso Eric, riendo y sirviéndole un poco más de vino.

Entonces ella dijo, mirando a John con una sonrisa muy gala:

– Vamos a tener un hijo. Ese era mi «virus intestinal». El médico me lo dijo el día que fui a verlo con Gwen, pero John y yo queríamos esperar y daros la sorpresa la última noche. -Los otros los miraron, estupefactos. Pascale estaba radiante-. Tendré cuarenta y ocho años cuando nazca y no me importa si parezco su abuela. Es nuestro pequeño milagro. Finalmente ha sucedido. Nunca me había sentido tan feliz en mi vida.