– Detesto África, los bichos y la suciedad. ¿Por qué no vamos todos a París? -preguntó Pascale con aire de felicidad. Adoraba París en la misma medida que John lo odiaba.
– ¡Qué idea tan estupenda! -dijo él, dando una calada al puro, que acababa de encender de nuevo-. Alojémonos todos en casa de tu madre. Estoy seguro de que le encantaría. Podríamos hacer cola todos juntos, durante un par de horas, esperando que tu abuela saliera del cuarto de baño.
Como la mayoría de pisos en París, el de la madre de Pascale solo tenía un baño y su abuela, de noventa y dos años, vivía con ella y con una tía de Pascale, ambas viudas. Era un ambiente que exasperaba a John y lo empujaba a beber un montón de bourbon siempre que estaban allí. La última vez incluso se había llevado su propia bebida, porque lo más exótico que había en el bar de su suegra era Dubonnet y vermut dulce, aunque siempre hubiera un excelente vino tinto con la cena. El padre de Pascale había sido un entendido en vinos y su madre había aprendido mucho de él. Era lo único que a John le gustaba de ella.
– No le faltes al respeto a mi abuela. Además, tu madre es incluso más imposible que la mía -dijo Pascale, con un aire muy galo y muy ofendida.
– Pero por lo menos, habla inglés.
– Tampoco querríais quedaros en casa de mi madre -comentó Diana y los demás se echaron a reír. Todos habían visto a los padres de Diana varias veces y, aunque el padre era un hombre agradable, Diana no ocultaba que su madre, organizada y dominante en extremo, siempre la sacaba de sus casillas-. En serio, ¿adónde podríamos ir juntos? ¿Qué tal el Caribe? ¿O algún lugar exótico de verdad esta vez? Buenos Aires o Río.
– Todo el mundo dice que Río es peligroso -dijo Anne con aire preocupado-. Mi prima fue el año pasado y le robaron el bolso, el equipaje y el pasaporte. Dijo que nunca volvería allí. ¿Qué os parece México?
– O Japón o China-propuso Robert, empezando a animarse con la idea. Le gustaba viajar con los otros y le tenía una afición especial a Asia-. O Hong Kong. Las chicas podrían ir de compras.
– ¿Qué hay de malo en Francia? -dijo Pascale probando de nuevo y los demás se echaron a reír, mientras John fingía hundirse, desesperado, en su sillón. Iban cada verano-. Hablo en serio. ¿Por qué no alquilamos una casa en el sur de Francia? Aix en Provence o Antibes o Eze o ¿por qué no Saint-Tropez? Es fabuloso.
John se opuso inmediatamente, pero a Diana pareció interesarle el proyecto.
– En realidad, ¿por qué no? Podría ser divertido alquilar una casa y quizá algún conocido de Pascale podría encontrarnos algo bueno. Podríamos pasarlo mejor que viajando por algún país extranjero. Eric y yo hablamos bastante francés como para arreglárnoslas, Anne lo habla muy bien y Robert también. Pascale puede encargarse de la parte más difícil. ¿Qué os parece?
Anne sopesó la idea, con aire pensativo, y luego asintió.
– A decir verdad, me gusta la idea. Robert y yo fuimos a Saint-Tropez con los chicos hace diez años y nos encantó. Es bonito, al lado del mar, la comida es estupenda y está lleno de animación.
Robert y ella habían pasado una romántica semana allí, a pesar de los niños.
– Podríamos alquilar una casa para el mes de agosto y, John -prometió Diana poniendo una cara muy seria-, te prometo que no dejaremos que la madre de Pascale se acerque para nada.
– En realidad, puede que tengamos suerte. Siempre va a Italia en agosto.
– Lo ves, sería perfecto. ¿Qué pensáis todos? -preguntó Diana, impulsando el proyecto.
Robert mostró su aprobación asintiendo con la cabeza. Saint-Tropez sonaba bien; era civilizado y divertido y podían alquilar un barco para ir hasta otros lugares de la Riviera.
– Me gusta la idea -admitió Robert.
Eric secundó la moción.
– Voto por Saint-Tropez -dijo solemnemente-, si encontramos una casa decente. Pascale, ¿qué te parece? ¿Puedes encargarte de esa parte por nosotros?
– No hay problema. Conozco algunos agentes inmobiliarios muy buenos en París. Y si puede dejar a mi abuela, mi madre podría ir a ver algunos en mi nombre.
– No -dijo John enfáticamente-, déjala fuera de esto. Elegirá algo que detestaremos. Habla tú directamente con los agentes.
Pero no puso objeciones al lugar, aunque estaba en una zona a la que solía referirse como el país de las ranas.
– ¿Es unánime, pues? -preguntó Diana, mirando en torno a la mesa, y todos asintieron-. Entonces, será Saint-Tropez en agosto.
Pascale estaba radiante. Nada en el mundo la atraía más que pasar un mes en el sur de Francia con sus mejores amigos. Incluso John parecía bastante resignado. En ese momento, Eric anunció que era medianoche.
– Feliz Año Nuevo, cariño -dijo besando a su esposa.
Robert se inclinó hacia Anne y la besó discretamente en los labios, abrazándola mientras le deseaba lo mejor para el año que empezaba. Pascale rodeó la mesa para besar a su marido, que estaba inmerso en una nube de humo, pero a ella no le importó el sabor cuando él la besó en la boca con algo más de pasión de la que había esperado. Pese a todas sus peleas y quejas, su matrimonio era tan sólido como el de sus amigos. En algunos sentidos incluso más, ya que lo único que tenían era el vínculo que los unía, sin niños para distraerlos.
– Me muero de ganas de que sea verano y estemos en Saint-Tropez -dijo Pascale con voz jadeante, al emerger de entre el humo para respirar-. Será fantástico.
– Si no lo es -dijo John, con sentido práctico-, tendremos que matarte, Pascale, ya que ha sido idea tuya. Asegúrate de conseguirnos una casa decente. Nada de esas trampas ratoneras que les endilgan a los turistas ingenuos.
– Encontraré la mejor casa de Saint-Tropez, lo prometo -dijo, comprometiéndose ante todos ellos.
Luego volvió a coger el puro de John y le dio una calada, todavía sentada en las rodillas de su marido.
Todos se pusieron a hablar animadamente de los planes que acababan de hacer. Lo único en lo que todos estaban de acuerdo sin problemas era en que iba a ser un verano estupendo. Aquella idea que se les había ocurrido era una forma maravillosa de dar la bienvenida al año nuevo.
Capítulo 2
Dos semanas más tarde, volvieron a reunirse todos, esta vez en el piso de Pascale y John en el West Side, una noche que llovía a mares. Los Morrison y los Smith llegaron puntuales, como siempre, y dejaron las gabardinas y los chorreantes paraguas en el recibidor de los Donnally. La decoración del piso era ecléctica; había máscaras africanas, esculturas modernas, antigüedades que Pascale había traído de Francia y hermosas alfombras persas. Y también objetos fascinantes que había comprado durante sus viajes con el ballet.
La luz era suave y el aroma procedente de la cocina, delicioso. Pascale había preparado una crema de setas y conejo en salsa a la mostaza como plato principal. Y John había abierto varias botellas de Haut-Brion.
– Huele de maravilla -dijo Anne, calentándose las manos ante el fuego que John había encendido, mientras Pascale pasaba una bandeja con unos canapés de aperitivo.
– No creas todo lo que hueles -le advirtió John, sirviéndoles una copa de champán-. La cena la ha hecho ya sabéis quién -añadió con un gesto de advertencia.
– Toi alors! -le respondió Pascale con una mirada furiosa, antes de desaparecer en la cocina para ver cómo iba la cena.
Cuando volvió para sentarse con ellos en uno de los sofás de terciopelo rojo de la sala, les dijo que tenía buenas noticias para todos. Encima de la chimenea había un cuadro magnífico y velas encendidas por todas partes. En una de las paredes había docenas de fotografías de Pascale con el New York Ballet. La habitación reflejaba las personalidades de los dos, los lugares donde habían estado y su forma de vida. El ambiente de la sala era claramente francés. Incluso había un paquete de Gauloise abierto encima de la mesa. A Pascale le apetecían, de vez en cuando, mientras John fumaba sus puros.