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– Oh, Dios mío -balbuceó Robert cuando Eric lo obligó a sentarse-, ¿y si…?

– No te precipites, la gente sobrevive a cosas así. Procura mantener la calma. No la vas a ayudar si te desmoronas o te pones enfermo. Va a necesitar que seas fuerte, Robert.

– La necesito -dijo este con voz estrangulada-, no podría vivir sin ella.

Eric rogaba en silencio por que no tuviera que hacerlo, pero no parecía, en absoluto, nada seguro. Solo podía imaginar lo duro que debía de resultarle. Sabía lo unidos que estaban y lo felices que habían sido durante casi cuarenta años. A veces, como todos los que han vivido venturosamente tanto tiempo juntos, parecían dos mitades de una misma persona.

– Ahora tienes que aguantar -decía Eric, de pie a su lado, palmeándole la espalda cuando Diana volvió.

Había hablado con los tres hijos de Robert y Anne y le habían dicho que irían al hospital inmediatamente. Los dos chicos vivían en el Upper East Side y su hija Amanda vivía en SoHo, pero a esa hora -ya eran las cinco de la mañana- sería fácil encontrar taxis. Hacía casi una hora que Robert había encontrado a Anne y que la pesadilla había empezado.

– ¿Me dejarán verla? -dijo Robert con una voz llena de pánico.

Nunca se había sentido tan débil, tan incapaz de hacer frente a una situación. A todos los efectos prácticos, siempre se había considerado un hombre fuerte, y lo mismo había hecho Anne, pero sin ella, de repente sentía que todo su mundo, toda su vida se desmoronaba a su alrededor y lo único que podía pensar era en el aspecto que ella tenía, caída allí en el cuarto de baño, con el rostro grisáceo e inconsciente.

– Te dejarán verla en cuanto sea posible -dijo Eric tranquilizándolo-. Ahora están trabajando muy duro, haciendo muchas cosas. Que tú estuvieras allí, solo aumentaría la confusión.

Robert asintió y cerró los ojos. Diana, sentada a su lado, le sostenía la mano, apretándosela con fuerza. Rezaba por Anne, pero no quería decírselo a Robert. Ni siquiera se había entretenido en peinarse antes de salir corriendo con Eric.

– Quiero verla -dijo Robert finalmente, con aire de desesperación.

Eric se ofreció para entrar en las profundidades de la UCI para ver qué tal estaba Anne. Pero cuando llegó allí, lo que vio no fue un panorama tranquilizador. La habían intubado, estaba conectada a un respirador artificial y había media docena de monitores a su alrededor, pitando frenéticamente. Le habían puesto una vía intravenosa y todo el equipo estaba ocupándose de ella, con el jefe gritando órdenes a todos los demás. Eric supo con una sola mirada que no había modo alguno de que dejaran entrar a Robert para verla y pensó que, por el momento, era mejor así. Robert se hubiera sentido aterrorizado.

Cuando Eric volvió afuera, a la sala de espera, ya habían llegado los dos hijos de Robert, con caras preocupadas, y Amanda llegó solo unos minutos más tarde. Al parecer, todos habían hablado con ella en los últimos días y todos ellos se sentían anonadados. Les había parecido que estaba bien, sana, activa como de costumbre y dominando la situación y ahora, en un instante, estaba luchando por su vida y todos eran impotentes para salvarla. Mandy se abrazó a su hermano menor, llorando, de pie en el vestíbulo. El mayor estaba sentado al lado de su padre, con Diana al otro lado, todavía cogiéndole la mano. Pero no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer, solo esperar.

Acababan de dar las siete cuando el cardiólogo jefe salió para decirles que Anne había tenido otro ataque cardíaco masivo, sin recuperar el conocimiento, y que no hacía falta que les dijera lo grave que era la situación; todos lo sabían. Robert se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Estaba totalmente deshecho por lo que había pasado y no le avergonzaba mostrarlo. Si el amor hubiera podido traerla de vuelta, lo que él sentía por ella lo habría logrado.

Fue una noche larga y triste y justo a las ocho de la mañana, cuando Diana volvía de la cafetería con cafés para todos, regresó el cardiólogo con una expresión solemne. Eric lo vio primero y supo sin necesidad de palabras lo que había sucedido.

Robert también lo comprendió; se puso en pie y lo miró, como queriendo conjurar las palabras, antes de que las dijera.

– No -dijo, negándose a creer lo que todavía no se había dicho-, no. No quiero oírlo.

Parecía aterrado, pero súbitamente fuerte y casi furioso. Tenía una mirada enloquecida, extraña para todos los que le conocían. Rompía el corazón verlo de aquella manera.

– Lo siento, señor Smith. Su esposa no ha sobrevivido al segundo ataque. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Intentamos reanimarla… pero se nos quedó entre las manos. Lo siento muchísimo.

Robert permaneció de pie, con la mirada fija en el médico, como si estuviera a punto de desplomarse. En un instante, Amanda se lanzó entre sus brazos, sollozando sin control por la pérdida de su madre. Ninguno de ellos podía creer lo que acababa de suceder. Parecía imposible, solo unas horas antes habían estado cenando juntos todos los amigos y, ahora, ella estaba muerta. Robert ni siquiera podía empezar a asimilarlo; mientras abrazaba a su hija, se sentía como si fuera de madera y, al mirar por encima del hombro de Amanda, lo único que veía era a Eric y a Diana, llorando, y a sus dos hijos abrazados y sollozando.

El doctor le dijo con el máximo tacto posible que tendría que hablar con alguien para hacer los arreglos necesarios y que, mientras tanto, tendrían a Anne allí. Mientras lo escuchaba, Robert empezó a sollozar.

– ¿Qué arreglos? -preguntó con voz ronca.

– Tendrá que llamar a una funeraria, señor Smith, y hablar con ellos. Lo siento mucho -repitió y luego se dirigió al mostrador de la UCI para hablar con las enfermeras. Había formularios que tenía que rellenar antes de acabar su guardia.

Robert y los demás permanecieron sin objeto en la sala de espera, mientras empezaban a llegar otras visitas. Eran casi las nueve de un sábado por la mañana y venían a ver a otros pacientes.

– ¿Por qué no vamos a nuestra casa un rato? -propuso Eric con voz queda, secándose los ojos y rodeando a Robert con un brazo firme-. Podemos tomar un café y hablar -dijo, mirando a Diana, quien asintió, tomando a Amanda bajo su protección.

Robert salió de la sala flanqueado por sus dos hijos, con Eric siguiéndoles de cerca. Cruzaron el hospital a ciegas y salieron a la mañana invernal. Hacía un frío glacial después de la lluvia de la noche anterior y parecía que se preparaba otra tormenta. Pero Robert no veía nada. Cuando entró en un taxi con sus hijos, se sentía sordo, mudo y ciego. Eric y Diana cogieron otro coche justo después y cinco minutos más tarde estaban en el piso de los Morrison.

Diana se movió rápida y silenciosamente en la cocina, haciendo café y tostadas para todos, mientras Robert permanecía sentado con los demás en la sala, deshecho.

– No puedo comprenderlo -dijo cuando ella puso una taza de café delante de él sobre la mesita-. Anoche estaba bien. Lo pasamos tan bien y lo último que dijo antes de quedarse dormida fue que le hacía mucha ilusión ir a la casa en Francia este verano.

– ¿Qué casa en Francia? -preguntó, desconcertado, Jeff, el hijo mayor.

– Hemos alquilado una casa en Saint-Tropez con los Donnally y tus padres para el mes de agosto -explicó Eric-. Estuvimos mirando fotos anoche y tu madre parecía estar bien. Aunque ahora que lo pienso, parecía cansada y estaba pálida, pero lo mismo les pasa a todos los habitantes de Nueva York en invierno. No le di importancia.

Eric estaba furioso consigo mismo por no haber sospechado nada.

– De camino a casa le pregunté si estaba bien -dijo Robert, dándole vueltas de nuevo a todo aquello en su cabeza-. Parecía agotada, pero siempre trabajaba tanto…, no parecía nada inusual. Hoy iba a dormir hasta tarde.