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Cassie se quedó como anclada al pomo metálico de la puerta, con los ojos dilatados y clavados en la escena que tenía delante. Por qué razón no habrán puesto a un policía en la puerta, se dijo Kincaid, encaminándose hacia ella, para evitar que pasen estas cosas. Le tocó el brazo.

– Cassie…

Ella no lo miraba. Toda su atención estaba centrada en el pequeño cuadro junto a la piscina. Anne Percy se quitó los guantes con delicadeza y cerró la bolsa, hablando por lo bajo con Peter Raskin.

– Cassie -repitió Kincaid-, deje que la acompañe…

– No. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado? No tenía derecho, el muy canalla.

Las lágrimas empezaron a correr por su rostro, más de rabia y sorpresa que de lástima, le pareció a Kincaid.

– ¿A qué no tenía derecho?

– Se ha suicidado, ¿verdad? Aquí. Tenía que hacerlo precisamente aquí. Por despecho. Dios mío… qué voy a decir… Cómo lo voy a explicar… -Había perdido su perfecto acento de la BBC con la conmoción, y las vocales alargadas traicionaban su origen del sur londinense.

– ¿Explicarlo a quién? -preguntó Kincaid.

– A la dirección. Es responsabilidad mía que no pasen estas cosas. Y usted… -miró por primera vez a Kincaid-, usted es un maldito poli. Ese energúmeno de policía ha dicho que es uno de ellos y que los está ayudando en la investigación. No nos lo había dicho. ¿Es que se ha dedicado a seguirnos y espiarnos?

– Cassie, lo siento. No parecía que fuera asunto de nadie a qué me dedicaba yo.

Ella volvió a mirar a Sebastian, y subió el tono de voz de forma alarmante.

– ¿Cuándo se lo van a llevar? Lo verá todo el mundo. Y ¿por qué han concentrado a los huéspedes, como si fueran criminales?

Anne Percy reconoció el anuncio de una histeria inminente y se acercó a ellos, cruzando una mirada con Kincaid.

– Soy la doctora Percy. ¿Puedo…?

– Ya sé quién es. -Cassi apartó el brazo cuando Anne la tocó-. No necesito ayuda de nadie. No quiero sedantes.

Pareció reponerse, cerró los ojos y respiró hondo.

El agente Trumble, sonrojado y sudoroso, bajaba ruidosamente por la escalera de baldosas y se detuvo tras la puerta de cristales. Kincaid apartó suavemente a Cassie para que la puerta se abriera; ésta vez ella se dejó llevar.

Trumble buscó ansioso al inspector Nash y resopló aliviado cuando vio que no recibiría de inmediato el castigo divino.

– Tranquilo, agente. -La voz calmosa de Peter Raskin tenía una punta de ironía al acercarse-. Ha salido por la parte de atrás para dar instrucciones al personal médico, la doctora Percy ha terminado.

– Señorita -Trumble sacó fuerzas de flaqueza y se dirigió a Cassie-, no debería permanecer aquí. Está restringido el paso. Debe ir con los demás hasta que el inspector jefe hable con todos. -Y añadió para Raskin, como disculpa-: no sabía que había un chalet separado, señor. Me lo han explicado los residentes, dijeron que alguien informara a la señorita Whitlake. Así lo he hecho, y ella me ha dicho que iría enseguida con los demás. Pero como no llegaba, me di cuenta de que había venido…

– Tengo derecho. Soy la encargada. Soy responsable de que todo… De acuerdo. -Cassie cedió al mirar el semicírculo de rostros implacables-. Esperaré con los demás, pero será mejor que acaben pronto. Tengo que hacer unas llamadas.

Ahora estaba más serena, y Kincaid percibió que recuperaba sus maneras calculadoras. Trumble, sin dejar de farfullar y mirar por encima del hombro, se la llevó a toda prisa, y Kincaid se fijó en que Cassie no volvía a mirar a Sebastian. Al fin y al cabo, ¿qué podía esperarse? ¿Una desgarradora escena de despedida prostrada sobre el cadáver de Sebastian? ¡No, al menos por parte de Cassie! Las lágrimas que se derramaran por Sebastian tendrían otra procedencia.

5

Peter Raskin se llevó a Kincaid aparte, sin perder de vista a su jefe, y bajó la voz para que fuera el único en oírlo.

– Le pasaré los resultados de la autopsia y los informes del laboratorio, si le interesan. A decir verdad -miró a Nash, que estaba al otro lado de la estancia despidiendo en tono agrio a un enfermero de la ambulancia-, a mí tampoco me convence lo del suicidio. Demasiado cogido por los pelos. Suelen dejar una nota, y eligen algo más suave, como pastillas o una inyección. Según el manual, los que optan por un final violento dejan todo desordenado y sufren un presunto accidente limpiando el arma. Aquí el perfil no encaja.

– Cierto.

Era una lástima que Raskin -quien tenía las características de un buen sabueso, discreto, observador, inteligente, y no tan obcecado en sus opiniones que no viera más allá de sus narices- tuviera que ir a remolque de un cretino como Nash. Kincaid se preguntó qué haría Raskin para no comprometerse en su desacuerdo con el jefe. Si Nash se equivocaba, como Kincaid estaba seguro que así sería, le echaría la culpa a alguien, y más le valdría a Raskin guardarse sus ideas para cuando hubiera pasado todo.

* * *

Kincaid se marchó al pueblo de Thirsk, haciendo caso omiso de la expresión «con el rabo entre las piernas» que sin querer martilleaba continuamente su mente. Le pareció conveniente evitar enfrentamientos con Nash mientras no tuviera más municiones.

Se sentó en un banco de la plaza del mercado con una empanada rellena caliente comprada en el mostrador de una pequeña panadería, un poco de queso fresco de Wensleydale y una manzana crujiente de un puesto del mercado. Dio cuenta de su almuerzo improvisado y se puso a explorar.

Hacia las tres y media Kincaid había visitado todo lo visitable en la pequeña población. El día era tan radiante como había previsto y el aire otoñal rico y brillante como una ciruela madura a punto de caer del árbol. Caminó por el pueblo, decidido a ser un turista poco exigente, ahuyentando sus pensamientos sobre los sucesos de aquella mañana en cuanto amenazaban su tranquilidad.

La bonita iglesia de estilo perpendicular, * con su torre almenada de veinticinco metros, había valido la pena. El suelo donde estaba construida se elevaba ligeramente de este a oeste, pero la iglesia se mantenía a nivel. Por lo tanto, la parte final de la iglesia con la torre parecían estarse hundiendo gradualmente en el suelo. Le hizo pensar en una enorme nave surcando mares embravecidos, y por un momento se sintió inestable sobre sus pies.

Su última parada fue la librería de la plaza. Salió con un libro de bolsillo bajo el brazo, Yorkshire, de James Herriot, con la promesa del librero de que era una guía perfecta para conocer la zona, mucho más que los áridos volúmenes pensados para ese propósito. Los últimos años le habían dado pocas oportunidades de comprar en librerías de pequeñas poblaciones, una satisfacción que lo devolvía a su niñez, a la región de Cheshire y a la librería de sus padres, en la plaza del pueblo. Otra satisfacción de la infancia iba a ser muy adecuada para aquella tarde: al otro lado de la plaza, vio un salón de té que anunciaba un surtido de pastas.

El salón de té Blue Plate hacía honor a su nombre con sus platos azules de variados diseños expuestos en los estantes y las mesas cubiertas con alegres manteles de cuadros amarillos y blancos. Sólo cuando se hubo sentado en una mesita del fondo y hubo pedido, Kincaid reparó en las dos mujeres que charlaban animadamente junto a la ventana. Maureen Hunsinger, con su rostro redondo y alegre y el cabello rizado, vestía un traje azul que podía haber tenido una vida anterior como colcha de ganchillo.

Tardó un rato en reconocer a la compañera de Maureen como Janet Lyle, la esposa del ex militar. Apenas había abierto la boca o sonreído en el cóctel y no había perdido de vista a su marido, mirándolo nerviosamente cada vez que hablaba. Kincaid no entendió si era para buscar seguridad o aprobación. Quizás era tímida, o no le gustaban las reuniones sociales. Desde luego ahora estaba a sus anchas, charlaba y reía, se inclinaba hacia delante y gesticulaba con énfasis, y el cabello le rozaba los hombros cada vez que movía la cabeza.

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* Estilo gótico inglés de los siglos xv y xvi. (N. del T.).