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– ¿Antes de acostarse? Usted no cree… que se haya suicidado, ¿verdad?

– No lo creo posible, no.

– Dios mío. ¿O sea que alguien… mató a Sebastian mientras nosotros charlábamos ahí fuera? Y yo estaba diciendo tonterías…

– Probablemente.

– Todo suena tan estúpido e inconsecuente.

Se retiró el cabello de la frente con los dedos y se hundió un poco en el asiento.

– No podíamos saberlo. Y la vida no es trivial o inconsecuente. Si las cosas que nos pasan cada día no fueran importantes, la muerte de nadie, incluida la de Sebastian, no nos afectaría.

– ¿Podríamos haber hecho algo, podríamos haberlo ayudado, de haberlo sabido?

Kincaid le tomó la mano entre las suyas, con la palma hacia arriba, como leyendo la bienaventuranza.

– Lo dudo. El shock debió ser masivo. Probablemente el corazón se le paró al instante. Una reanimación inmediata podría haberlo salvado, pero no podemos tener la certeza.

Ella se apartó de él, y su voz sonó dura, en la oscuridad casi completa.

– Claro, usted sabe de eso. Es un experto. Pero todavía no me ha contestado.

Él suspiró y desvió la mirada, a través del parabrisas sucio, hacia las borrosas formas del páramo.

– No era mi propósito engañarla. Sólo quería dejar de lado mi trabajo unos días. Que me valoraran por mí mismo, por una vez. Tenía que haberlos oído, hace un rato, en la sala. No sabían si escupirme y gritarme por ocultarles algo o halagarme y sonsacarme información. -Sonrió-. No volverán a verme nunca más como una persona normal y corriente. A partir de ahora soy un espía en territorio enemigo. Debió ocurrírseme que no funcionaría. Mi trabajo no se puede ocultar tan fácilmente.

– Entiendo -dijo Hannah, mirándose las uñas-. ¿Y es un espía en nuestro territorio?

– No creo. Ni una cosa ni otra. Para Nash, sin duda soy un estorbo, y tener un rango superior al suyo no me ayuda.

– ¿Cuál es su rango, por cierto? Nash no lo ha mencionado, se refería a usted socarronamente como «su amigo Kincaid».

– Comisario. -Ella abrió mucho los ojos, sorprendida, y él se apresuró a añadir-: Ya, ya…, pero me acaban de ascender, así que no es tan terrible como suena. Estudié en Bramshill. -Al ver su expresión desorientada, explicó-: La escuela superior de policía, cerca de Reading. Una formación especial. Acelera la promoción a inspector en unos cinco años.

No dijo que sólo los «jóvenes policías de futuro prometedor» eran enviados a Bramshill, ni que de sus licenciados se esperaban carreras estelares. Si Nash había visto sus credenciales, lo sabía, y eso lo pondría todavía más en contra.

– Lo único que yo quería era tener una semana de vacaciones y un poco de mantequilla para mi panecillo, * -dijo él, contrito. Consiguió que Hannah sonriera.

– Un humor algo fácil, pero alguien que ha leído a Milne no puede ser del todo malo.

– ¿Hacemos las paces? -preguntó él, tendiendo la mano.

– Sí, de acuerdo. -Le dio una rápida palmada en la mano-. Me siento como una cría de diez años.

– De eso se trata. -Vio satisfecho que estaba más relajada-. Me iba a escapar. -Señaló la chaqueta-. Venga conmigo a York a cenar, allí nadie nos conoce.

Ella negó con la cabeza:

– No, ha sido un día duro. Prefiero estar sola. Déjeme en la casa al pasar.

Kincaid dio la vuelta en el estrecho camino y dejó a Hannah, tal como le había pedido, estirándose para abrirle la portezuela del Midget y que saliera. Las luces de las ventanas de Followdale House brillaban débilmente, lúgubres como la muerte.

6

La sargento Gemma James aparcó el Ford Escort en un sitio del tamaño de una motocicleta. Pero ni siquiera su diestra maniobra logró superar la limitación del espacio, y cuando apagó el motor y puso el freno de mano, la parte trasera del coche sobresalía en la calzada. Había llegado a casa temprano, toda una proeza, y aun así no encontró aparcamiento, porque los hijos adolescentes de su vecina habían atestado la acera con sus cacharros. Hasta el pequeño había dejado el triciclo volcado en medio de la calle.

Desató a Toby de su asiento y lo cogió en brazos. En equilibrio con el niño apoyado en una cadera y la bolsa de la compra en la otra, cerró la puerta del Escort con un ímpetu innecesario. Caminó sin problemas hasta que metió el pie en una rueda del triciclo, tropezó y soltó un juramento.

Un nombre que era una aliteración y la hipoteca de la casa adosada de Leyton eran las únicas cosas que Rob le había dejado, y las ventajas de la casa eran relativas: vistas a la carretera de Lea Bridge, ladrillos rojos, pintura desconchada, un jardincito reseco en la entrada y unos vecinos que parecían chatarreros.

Toby lloriqueaba y gritaba -abajo, abajo-, dándole patadas en el muslo.

– Chit. Enseguida, cariño, enseguida. -Gemma lo sentó mejor sobre su cadera y rebuscó entre las llaves. Cuando dejó a Toby en el suelo del recibidor, notó una mancha húmeda en su chaqueta de lino, a la altura de la cadera-. Maldita sea. Ya está estropeada -masculló. Toby estaba chorreando, y al volver a cogerlo notó el fuerte olor de orín acumulado-. Maldito día -dijo. Toby arqueó una ceja rubia en una cómica expresión de sorpresa y ella no pudo menos que reír.

– Maldito -repitió el niño, muy serio, asintiendo.

– Mi niño. -Lo abrazó con fuerza, con pañales empapados y todo, y le susurró al oído-. Mamá te está enseñando cosas feas. Pero es maldito, de verdad.

Lo llevó al piso de arriba, y en la cuna lo desnudó y lo lavó con una esponja:

– Eres ya mayor para llevar pañales. Tienes dos años, ¿verdad, tesoro? Eres grande.

– Yo dos -repitió Toby, con una gran sonrisa.

Gemma suspiró. Aquel verano ya se había tomado las vacaciones, y no sabía cómo enseñarle más cosas si no podía pasar unos días en casa con él.

Le puso los labios en la barriguita y resopló. Toby gritó y rió encantado, ella lo bajó al suelo y le dio una palmada en el trasero. El niño salió corriendo como un tren de vapor, con sus piernecitas regordetas, y Gemma lo siguió más despacio.

Reconfortada por una copa de vino español que sacó de la nevera, guardó la compra y recogió el salón, guardando los juguetes y libros de Toby en cestas. Había intentado crear un ambiente acogedor. Había cubierto las bombillas desnudas con globos japoneses de Habitat, puesto estores de papel de arroz en las ventanas, almohadones estampados de algodón en el anodino tresillo, pósters alegres de viajes en las paredes… pero la humedad seguía traspasando el papel de la pared y las grietas del techo se extendían cada vez más.

De pronto, el ritmo sordo de una música heavy metal en la casa vecina hizo que las paredes se pusieran a vibrar. Gemma aferró una escoba de la cocina y golpeó el mango contra la pared. El ruido bajó una fracción de decibelio.

– Si no bajáis ese maldito jaleo, os pongo una denuncia -gritó a la pared, aunque sabía que no podían oírla.

Entonces se dio cuenta de lo absurdo de la situación y se echó a reír al verse allí, chillando como una pescadera, con la melena roja flotando y la escoba en la mano, al modo de una auténtica bruja. Sin dejar de sonreír, recuperó el vino de la cocina, se sentó en el sofá y apoyó los pies en el baúl que hacía las veces de mesita. Toby, imperturbable a pesar del estruendo, empujaba un osito de peluche por el suelo y hacía ruidos de avión con la boca.

Debería ser tan tolerante como él, se dijo Gemma irónicamente. Hacía sólo diez años ella era como sus vecinos; aunque quizá no exactamente. A los dieciocho le preocupaba más vivir de forma diferente que pasarlo bien. Había seguido cursando el bachillerato mientras sus amigas abandonaban los estudios para irse a trabajar como oficinistas o cajeras, o para casarse. Al cumplir los diecinueve, hizo la solicitud para entrar en la Policía Metropolitana. Al cabo de dos años accedió al cuerpo de investigadores, según el plan que llevaba trazado en su mente.

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* La frase Lo único que quiero es un poco de mantequilla para mi panecillo procede de un poema infantil de A. A. Milne, El desayuno del rey. Se usa en el lenguaje corriente para reclamar alguna cosa muy sencilla. (N. del T.).