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No había contado con acabar en un vecindario como el que había dejado. Pero tampoco con Rob James.

Toby se encaramó a su lado y abrió un libro ilustrado.

– Pelota -dijo, paseando el dedo por la página-. Coche.

– Sí, qué niño más listo tengo.

Gemma le acarició el cabello liso y rubio. La verdad es que no podía quejarse. No le había ido nada mal, a pesar de las dificultades. Y al día siguiente tenía medio día libre y podría pasarlo con Toby.

Tal vez su mal humor se debía en parte, reconoció a regañadientes, al hecho de que se había acostumbrado enseguida a trabajar con Duncan Kincaid, y a causa de su ausencia el día había resultado un poco insulso.

Y aquella era una tendencia, se dijo Gemma con firmeza, que debía mantener a raya.

* * *

El martes Kincaid se despertó tarde, con esa sensación de malestar que resulta de dormir demasiado. La ropa de la cama estaba deshecha y arrugada. Tenía la boca pastosa, a consecuencia del mucho vino de la noche anterior.

Un sueño desagradable persistía en el borde de su conciencia, incomodándolo con jirones de imágenes. Un niño en un pozo, una vocecita llamándolo… pero él no podía encontrar la cuerda… bajar al pozo… el musgo cubría las palmas de sus manos como un pegamento gelatinoso… y encontró sólo huesos, huesecitos, que se deshacían en polvo al cogerlos. ¡Uf! Se sacudió y se dirigió a la ducha, esperando que el agua caliente le aclarara las ideas.

Cuando salió tenía un hambre feroz. Sacó al balcón el desayuno preparado por él, pan con mantequilla, queso y una taza de té, y se apoyó en la barandilla, masticando y pensando en el día que le esperaba. Se dio cuenta de que su entusiasmo de turista se había apagado. Todos sus planes parecían poco inspirados, un reflejo del día, nublado y soso. Ni siquiera le satisfizo la idea de pasear solo por el campo, una perspectiva que le pareció espléndida dos días antes.

Su conciencia lo atormentaba. Tantos sueños sobre cosas dejadas a medias, o no hechas al debido tiempo. El subconsciente le estaba lanzando dardos venenosos, y debía calmarlo de alguna forma. Una actuación oficial era difícil, pero sentía la necesidad de dar algún paso firme.

Visitaría a la madre de Sebastian para darle el pésame. Una costumbre pasada de moda, tradicional, a menudo una mera formalidad; pero al menos le daría la sensación de que la muerte de Sebastian no había pasado desapercibida.

Cassie tendría la dirección.

* * *

Cuando Kincaid cerró su habitación con llave y se dio la vuelta, se encontró con Penny MacKenzie esperando vacilante en el pasillo. Iba vestida con pantalones anchos, jersey y zapatos de cordones para caminar, y parecía en cierta medida menguada, como si hubiera ocultado buena parte de su personalidad junto con su vestimenta más excéntrica. Era una señora de mediana edad, tal vez frágil, pero corriente. Le faltaba su entusiasmo habitual, advirtió Kincaid, su vivacidad remplazada por una actitud vacilante.

– Buenos días, señora MacKenzie.

– Ah, señor Kincaid. Esperaba que… Es decir, pensaba que estaría usted… Y le he esperado… -Se quedó sin palabras y permaneció en silencio, mirándolo desamparada.

– ¿Quería hablar conmigo?

– No quería hablar con ese hombre, el inspector Nash, porque si resultara que no es nada importante me sentiría como una tonta. Y he pensado que usted podría… Es que no quería que Emma se enterara… Yo le dije al inspector Nash que estaba dormida, pero no era verdad del todo. Emma se preocupa mucho cuando se me olvidan las cosas, así que esperé a que se durmiera…

– ¿Se le había olvidado algo? -Kincaid se apoyó en la pared, paciente y relajado, adoptando una actitud profesional. Procuró no meterle prisa.

– Mi bolso. En la sala. Me lo pasé muy bien en el cóctel. Me tomé un jerez. No suelo beber, habrá sido eso lo que me hizo despistarme…

La voz de Penny volvió a arrastrarse, y Kincaid acudió en su ayuda.

– ¿Salió a buscarlo cuando Emma se durmió?

– Esperé a oír sus ronquidos. Después, no se despierta nunca. -Esbozó brevemente una sonrisa traviesa-. La casa estaba en silencio. Me dio un poco de… miedo. Un lugar desconocido, y a oscuras. No me esperaba… -se interrumpió, y su serenidad momentánea se desvaneció tan rápido como había llegado-. Probablemente no significa nada. No soportaría causar dolor a nadie. En realidad, creo que debería hablar…

– ¡Penny, estás aquí, te he estado buscando por todas partes! -Emma MacKenzie asomó la cabeza, seguida del cuerpo, por las escaleras, y subió resoplando los últimos peldaños-. ¿Dónde te habías metido?

– Sólo quería hablar un momento con el señor Kincaid, Emma.

Penny se ruborizó, justificándose, pero Kincaid percibió en ella un ligero alivio. Soltó un juramento por lo bajo. Ahora no le sonsacaría nada más, fuera lo que fuera lo que quería decirle, debería esperar.

– La señorita MacKenzie me estaba aconsejando lo que tengo que ver…

– Por favor, deja en paz al señor Kincaid y ven conmigo o nos perderemos los mejores pájaros del día. Ya se ha hecho tarde. -Emma se volvió, murmurando, mientras bajaba las escaleras-, toda la mañana perdida…

Kincaid hizo un guiño a Penny a espaldas de Emma mientras los dos la seguían, obedientes.

* * *

Cassie no daba la impresión de haber dormido mal aquella noche. La encontró en su despacho, serena en medio del desorden, descansada, pulcra y tan satisfecha de sí misma que sólo le faltaba ronronear. Le dirigió una sonrisa radiante y lo trató por su grado, como dándole a entender que no iban a entrar en grandes intimidades.

– ¿Qué puedo hacer por usted, comisario?

– ¿Ha dormido bien, Cassie? -Ella se limitó a sonreír y aguardó, como si esperara algo mejor de él-. Se me ha ocurrido que me podía dar la dirección de Sebastian.

– ¿Hace de buen samaritano? -se burló Cassie.

– Alguien tiene que hacerlo. Me dijo usted que vivía con su madre. ¿Y su padre? -Kincaid se apoyó en el borde de la mesa, rozando con los dedos los papeles desperdigados. Se inclinó hacia delante, acortando la distancia que ella había puesto deliberadamente.

– Murió hace años, al menos eso ha dicho siempre. Su madre lo crió sola.

Cassie cruzó los brazos sobre el pecho y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.

– Cassie, ¿vio a Sebastian después del cóctel? Antes parecía estar perfectamente.

– Me retiré a mi casa a eso de las diez. Él estaba arreglando la sala y dijo que cerraría, como hace siempre. Le gustaba hacerse el señor, merodear por la casa de noche, retocándolo todo. Además, anoche iba a usar el jacuzzi. Si se hubiera marchado, yo habría oído la moto, la aparcaba al lado de los chalets.-Cassie parecía hablar más para sí que para Kincaid, con voz tranquila y con una pizca de lo que podía ser lástima-. No recuerdo haberla oído, pero entonces ni me di cuenta.

– ¿Y vio u oyó algo más después de marcharse?

– No me interrogue, comisario -dijo Cassie, molesta-. Su inspector Nash ya lo ha hecho de sobras.

Hojeó un bloc que estaba sobre el escritorio y apuntó algo en un papelito.

– Aquí tiene la dirección. Y ahora, si no le importa, tengo trabajo.

Lo había estropeado. Cassie había vuelto a ponerse la armadura.

* * *

Eddie Lyle estaba sentado en la butaca del salón, con el periódico extendido sobre el regazo.

Kincaid, al volver del despacho de Cassie, se detuvo en el umbral. ¿Podría bastar con un gesto de saludo? Su vacilación jugó en su contra. Lyle levantó la vista.

– Señor Kincaid -dijo, agitando el periódico-, hemos salido en la prensa local de esta mañana. Espero que no llegue a la nacional. No quiero que mi hija se preocupe leyendo un artículo sensacionalista.