Sin saber si marcharse o detenerse, y sin ganas de comprometerse a una conversación larga, Kincaid se acercó al sofá que estaba frente a Lyle y se inclinó por encima del redondeado respaldo de terciopelo. Los botones se le clavaron en el muslo.
– ¿Su hija tiene la edad de Angela Frazer?
– Sí, quince años, pero…
– A esta edad no suelen leer la prensa, señor Lyle. Yo no me preocuparía.
– Chloe no tiene nada que ver con Angela Frazer, señor Kincaid. Es muy buena estudiante, y siempre la he animado a que se mantenga al tanto de lo que pasa en el mundo.
– ¿Vive en un internado?
– Sí, pero está cerca y viene casi todos los fines de semana. -Lyle se quitó las gafas y se pinzó el puente de la nariz con el índice y el pulgar-. Quiero que mi hija tenga todo a favor, señor Kincaid. Que no deba luchar por conseguir las cosas como tuve que hacer yo.
Lyle le pareció casi soportable, ahora que no hacía ostentación de sus quejas, y Kincaid se contuvo de decir que los hijos no solían valorar positivamente que sus padres les dieran las facilidades que les faltaron a ellos, pues creían que éste era su deber.
Con todo, a Lyle debía de haberle ido bien: una hija en un internado, ropa cara, aunque poco favorecedora, y una multipropiedad no eran cosas baratas.
– Según tengo entendido, usted ha sido militar…
– Me dieron una formación, pero no fue un crucero de placer, si eso es lo que cree. Lo he pagado, señor Kincaid, lo he pagado. -Lyle bajó la mirada al periódico, lo dobló y marcó con rabia el pliegue.
Conversar con Eddie Lyle era como pisar huevos, pensó Kincaid, por mucho cuidado que se pusiera, el desastre estaba asegurado.
La dirección correspondía a una estrecha casa adosada, en una de las retorcidas calles de detrás de la plaza del mercado de Thirsk. Brillaba un llamador de bronce y unas petunias todavía en flor adornaban las macetas de las ventanas. Antes de que llamara, la puerta se abrió y se encontró con una mujer de mediana edad, con el cabello rubio y mate.
– ¿Señora Wade? -La mujer asintió-. ¿Puedo pasar? Mi nombre es Kincaid.
Tendió su documentación y ella la examinó con cuidado, luego le dejó paso libre en un consentimiento mudo. Llevaba su blusa de los domingos, de recia tela azul marino, con puños y cuello blanco, y el cabello claro bien peinado, pero tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, y el rostro hundido como si no pudiera soportar su propio peso. Hasta el carmín parecía salirse de sus labios, una lenta y roja avalancha de dolor.
– Yo sabía que había muerto.
Su voz sonó neutra, indiferente, dirigida hacia algún punto detrás de él.
– Señora Wade -el tono amable de Kincaid la devolvió a la realidad, y se fijó en su rostro por primera vez-, no quiero engañarla. No estoy aquí como policía. La policía local está investigando oficialmente la muerte de su hijo. Yo conocí a Sebastian en Followdale, donde me alojo como huésped, y vengo a darle el pésame.
– Una policía muy simpática que vino ayer me dijo que lo encontró un policía que se alojaba en la casa. ¿Fue usted?
– Sí, más o menos -dijo Kincaid, por temor a que la idea de que unos niños encontraran el cuerpo de su hijo pudiera sólo aumentar su dolor.
– Usted lo… cómo… -Abandonó la pregunta, cualquiera que fuera, probablemente pensando que una descripción física de las circunstancias de la muerte de su hijo estaba por encima de su capacidad de sufrimiento. Prefirió volver a mirarlo y preguntar-: ¿Se llevaban bien?
– Sí. Fue muy amable conmigo, y muy divertido.
Ella asintió, y su tensión se suavizó un poco.
– Me alegro de que fuera usted. No ha venido nadie. Ni siquiera Cassie. -Desvió la vista con brusquedad y lo guió hacia el salón-. ¿Quiere un té? Acabo de poner agua a hervir.
La estancia donde lo dejó era fría, estaba limpia y bien cuidada, pero no tenía ningún encanto ni era acogedora. El aire olía a cerrado como un viejo baúl. El papel de la pared había sido rosa en otros tiempos. Los muebles podrían haber pertenecido a los padres de la señora Wade, nuevos y falsamente elegantes cincuenta años atrás. No había libros, ni televisión, ni radio. Debía hacer vida en la cocina, pensó Kincaid, o en alguna salita trasera. Aquella estancia seguramente no se había usado desde la anterior muerte en la familia.
Colocó el juego de té cuidadosamente en una bandeja antigua de estaño, con gastadas tazas de porcelana y platitos desaparejados.
– Señora Wade -empezó Kincaid cuando ella se hubo acomodado en una de las sillas de porcelana y se puso a servir el té-, ¿cómo se enteró ayer de la muerte de su hijo? ¿alguien se lo dijo?
– Él mismo. -Su tono fue neutro, alzó los ojos rápidamente hacia él y volvió a mirar el té. Tenía la taza cogida contra el pecho con las dos manos, como si el calor pudiera reanimarla-. Me desperté por la noche, de madrugada ya, y lo noté allí, en mi habitación. No me dijo nada, al menos en voz alta, pero me di cuenta de que quería que supiera que estaba bien que no me preocupara por él. Y supe que había muerto. Nada más. Pero lo supe.
Entonces la mujer se había levantado, se había vestido y había esperado muchas horas a que alguien llegara para decírselo oficialmente. Diez años antes a Kincaid le hubiera hecho gracia aquella historia, la hubiera achacado a una imaginación abrumada por el dolor. Pero había oído demasiadas historias semejantes para no guardar un cierto respeto por el poder persistente del espíritu.
Kincaid dejó la taza en el plato, donde las violetas de la taza se mezclaban con las rosas del plato en una delicada profusión floral. La señora Wade había vuelto a ensimismarse. Estaba allí, con la vista fija en la pared de enfrente, con la taza olvidada en las manos.
– Señora Wade -le dijo, en voz baja-, ¿quiénes eran los mejores amigos de Sebastian?
Ella lo volvió a mirar, sobresaltada.
– No se me ocurre ninguno. Estaba todo el día en el trabajo, y también por las noches, casi siempre. Le gustaba quedarse en… -tembló por un instante-… en la piscina, al acabar. Una de las ventajas de su trabajo, decía. No se llevaba bien con Cassie. Decía que ella se sentía superior a todo el mundo, precisamente ella, la hija de un capataz de Clapham. Le gustaba que creyeran que tenía procedencia noble, o algo así. Sebastian me hablaba de la gente que llegaba, cómo se vestían, cómo hablaban. A veces me hacía sentir como si estuvieran en mi misma habitación.
Sonrió al recordarlo, y a Kincaid le pareció oír la suave voz de Sebastian, imitando la pronunciación engolada de sus cándidas víctimas.
– Pero nunca trajo a nadie a casa. Cuando no trabajaba, solía pasar el rato en su habitación.
– ¿Le importaría que echara un vistazo a su habitación, señora Wade?
No sabía qué había esperado. Pero cualquier idea preconcebida que hubiera tenido -pósters de cantantes de rock, tal vez, restos de la adolescencia-, poco tenía que ver con la realidad.
Allí, por lo visto, había gastado Sebastian su dinero, aparte de los pagos de la moto y los gastos de ropa. El suelo estaba cubierto con una moqueta bereber gris pálido, de un tejido de aspecto muy caro. Lustrosas plantas verdes estratégicamente colocadas en los rincones. Un tocador y unas sillas antiguas o, al menos, buenas imitaciones. Una cama con cabezal y pie altos y curvos, probablemente reproducción también de una pieza antigua. Colgados de las paredes gris pálido, grabados que podrían haber estado en un museo, algunos modernistas y uno o dos a Kincaid le parecieron de los impresionistas americanos.
En materia de lecturas, Sebastian era igualmente ecléctico. La librería de pino era el único resto aparente de su adolescencia. Clásicos infantiles junto a montones de revistas sobre el mantenimiento de las motos. Stephen King mezclado con novelas de espías y los últimos tecno-thrillers; aparentemente a Sebastian le iba lo retorcido. En el estante superior, Kincaid descubrió una vieja edición de las obras completas de Sherlock Holmes, y una vieja colección de Jane Austen.