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– Usted primero -dijo Kincaid, cuando se sentaron.

– Tenía usted razón con respecto al calentador y el enchufe. No hay ni una sola huella que no pertenezca a Cassie Whitlake. Así que, o lo enchufó Cassie, y en ese caso por qué implicarse a sí misma, o la persona que lo hizo usó guantes. Si hubiera sido Sebastian (aunque nunca he oído hablar de un suicida con guantes), ¿qué hizo con ellos? La ropa, los zapatos, la cartera, hasta el pañuelo y el peine estaban bien ordenados al lado del banco. ¿Enchufó el calentador, fue a dejar los guantes en algún sitio, volvió, se desnudó y saltó? No me lo trago. -Raskin hizo una pausa-. El calentador podría haber provocado un cortocircuito antes de que él llegara a la piscina. Y no conozco a ningún verdadero suicida que no haya dejado una nota.

– Yo tampoco me lo tragué -dijo Kincaid-. ¿Qué hay de la autopsia?

– Lo más que puede decir el médico por el contenido del estómago es que fue entre las diez y las doce de la noche.

– No es mucho, pero tampoco esperaba más. ¿Ninguno de los huéspedes tiene una coartada clara?

– No, que se sepa. Cassie dice que volvió a su casa sola a eso de las diez y que no volvió a salir. Los Hunsinger se habían ido a dormir, tras acostar a los niños y tomarse una infusión. Marta y Patrick Rennie dicen que pasaron todo el rato en su habitación, pero ella no parecía muy convincente. Las MacKenzie se retiraron hacia las diez, y para las once estaban dormidas. Janet Lyle tenía dolor de cabeza y su marido le preparó una infusión. Ella se acostó y él también. A ver, ¿quién queda?

– ¿Y los Frazer? -preguntó Kincaid.

– Los Frazer, el padre y la hija, volvieron de cenar en York a eso de las diez y media, y se fueron los dos a dormir.

– Y Hannah y yo -prosiguió Kincaid- dimos un paseo por este jardín a eso de las once…

– Después de lo cual, cada uno volvió a su habitación solo -concluyó Raskin, y estiró los dedos hasta que los nudillos crujieron.

– Todo inútil -dijo Kincaid, disgustado-. Cualquiera podría estar mintiendo y no podemos comprobarlo. Para empezar, no creo que Angela Frazer tenga ni idea de si su padre estaba o no en su habitación. Discutieron mucho de camino a casa y se encerró en el cuarto de baño. Se acostó en el suelo.

Raskin sonrió.

– Su técnica de interrogatorio debe de ser mucho mejor que la de mi jefe, que no le sacó más que síes y noes antipáticos.

– No me sorprende, Peter -dijo Kincaid, y tanteó el terreno-. He pasado a ver a la madre de Sebastian -Raskin se limitó a levantar una ceja-. Eché un vistazo a su cuarto. Tenía un archivo sobre los propietarios de la casa, algunos potencialmente perjudiciales.

Ahora Raskin arqueó las dos cejas.

– Nash se lo va a comer vivo. Cuando ha llegado el informe del laboratorio, ha mandado a un equipo a la casa… le va a dar un ataque cuando se entere de que usted ha estado antes.

Kincaid esbozó una sonrisita culpable.

– No fue premeditado. Ya me he arrepentido y he movido algunos hilos para que le bajen un poco los humos. Pero más me vale apartarme del camino mientras doy tiempo a que las cosas se arreglen desde arriba. Si Nash me echa y luego tiene que retractarse, será todavía más intratable.

Rasking lo miró, caviloso:

– ¿Scotland Yard nos va a «ayudar» en nuestra investigación?

– Puede. Todo de forma muy correcta y diplomática, por supuesto.

– Por supuesto -convino Raskin, y se sonrieron, con entendimiento-. De acuerdo, ¿me puede decir qué porquería había desenterrado el curioso del señor Wade?

Kincaid extendió las piernas y se observó los pies, meditabundo.

– Había informes de muchos propietarios de otras semanas, pero creo que será más práctico concentrarse en los que están aquí ahora. No sé cómo, Sebastian oyó un rumor que circulaba por Dedham según el cual Emma y Penny MacKenzie ayudaron a su querido padre a llegar al fin más rápidamente de lo que la naturaleza pretendía. -Raskin pareció sorprendido, pero no interrumpió-. Era diabético, y ellas mismas le administraban la insulina… Pudieron aumentar la dosis un poco.

– Es posible. Cosas más improbables he oído. ¿El siguiente?

– Graham Frazer. Por lo visto, ha tenido un asunto muy tórrido con Cassie Whitlake, una situación que no parece muy grave para ninguno, pero Frazer está metido en una ardua pelea por la custodia de Angela, y cualquier mala conducta podría ser usada en su contra. Al menos, así lo creía Sebastian. Era muy preciso.

»También advirtió un desacuerdo creciente en el matrimonio Rennie. Y eso es todo… aparte de una nota sobre una condena por drogas contra Maureen Hunsinger.

Raskin soltó una risotada.

– ¿Nuestra Señora de la Naturaleza? Pensaba que nada que no fuera natural había pasado por sus labios.

Kincaid sonrió al ver su reacción.

– En realidad, no es tan raro. El movimiento por la comida natural viene de la cultura hippie de los sesenta y setenta, y esa condena era de hace veinte años. No se me ocurre cómo pudo descubrirla Sebastian.

– ¿Y los demás? -preguntó Raskin.

– Es la primera vez que vienen Hannah Alcock y los Lyle. Tal vez no haya encontrado nada.

– Pero pasa lo mismo con las MacKenzie -le recordó Rasión.

– Eso hay que tenerlo en cuenta -dijo Kincaid, frunciendo la frente-. ¿Cómo se enteraría de esa historia?

– ¿Nada sobre su primo? -la ceja de Raskin se alzó maliciosamente.

– No, por suerte -dijo Kincaid, aliviado-. Jack está limpio como una moneda recién acuñada. Eso me habría puesto en un apuro.

– ¿Y quién según usted sería la víctima del chantaje? -preguntó Raskin deliberadamente.

Kincaid no contestó enseguida. Miró la masa silenciosa de la casa, y cuando habló fue casi inaudible:

– Es muy raro. No creo que Sebastian estuviera chantajeando a nadie. Al menos por dinero. Parece como si guardara una ficha de casi todos los propietarios. La mayor parte son cosas inocuas… casi como estudios de personajes. Tal vez sólo buscara ejercer un poder emocional. -Kincaid se frotó la cara con las manos-. No sé… Me guío por una mera sensación. No lo veo como un extorsionador.

– Me imagino lo que diría mi jefe. No se fía mucho de las sensaciones, a no ser que sea sed de cerveza.

– Me lo imagino. -Kincaid soltó una carcajada, aliviado por el sentido del humor de Raskin-. A propósito de su jefe, creo que me voy a esfumar esta tarde, hasta que el mío tenga ocasión de lanzar algunas piedras al estanque. De no ser así, Nash se va a pelear conmigo. Me iré a hacer un poco de excursionismo. Al fin y al cabo -añadió, tristemente-, se supone que estoy de vacaciones.

* * *

Al ver a Emma MacKenzie en el banco que daba encima de la cancha de tenis, Kincaid se desvió de su recorrido hacia la parte trasera del jardín. La mujer estaba observando con mucha atención las copas de los árboles a través de sus binóculos y no se distrajo ni siquiera cuando Kincaid se sentó a su lado. Él aguardó en silencio, siguiendo su mirada, y al cabo de un rato vio una mancha roja.

– Qué mala suerte, lo he perdido -dijo Emma, bajando los binóculos.

– ¿Qué era?

– Un macho de camachuelo común. Común, pero se ve poco. Son muy tímidos.

– Nunca he observado pájaros -advirtió Kincaid-. Debe de ser interesante.

Emma lo miró con lástima, como si fuera una pérdida de tiempo explicar la pasión de toda una vida a alguien que pudiera hacer un comentario tan simplista.

– Buf. -Apartó la vista de él y volvió a perderla entre los árboles-. Es un arte. Debería probar. -Le pasó los binóculos-. Cójalos. Me voy a casa a pasar la tarde, es el peor momento del día.

– Gracias. -Kincaid cogió los binóculos y se pasó la correa con cuidado por encima de la cabeza.

– Gracias. Quiero subir a Sutton Bank. -Vaciló por un momento, y luego añadió con toda la naturalidad que pudo-. Señorita MacKenzie, ¿hablaba usted mucho con Sebastian?