Выбрать главу
* * *

La pesada puerta de paneles de roble no estaba cerrada, y se abrió de par en par en cuanto Kincaid la tocó, dándole paso a una entrada de casa típicamente campestre, que contenía hasta botas y paragüeros. En el vestíbulo adyacente, un bol chino de crisantemos de bronce sobre una mesita auxiliar desentonaba con la alfombra carmesí. El aire estaba cargado de olor de cera para muebles.

Por una puerta entreabierta a la izquierda, oyó claramente una voz femenina que mordía las palabras con furiosa precisión.

– Óyeme bien, sanguijuela, te tengo dicho que no te metas en mis cosas. Estoy harta de que espíes y te entrometas cuando crees que no te ven -la mujer inspiró bruscamente-. Lo que haga o deje de hacer en mi tiempo libre no es asunto de nadie, y menos tuyo. Has llegado muy lejos, dada tu procedencia y tus cualidades -la última palabra sonó cáustica-, pero por éstas que te vas a enterar. Te equivocas si crees que pasarás por encima de mí.

– ¡No tengo ninguna intención! -Kincaid no pudo evitar sonreír ante aquella respuesta de la segunda voz-. Vamos, Cassie, eres una arpía. Sólo porque hayas hecho de todo por ascender hacia la dirección no significa que seas el Verdugo Mayor del Reino. Además -añadió, con una punta de malicia-, no te quejarás de mí: me importa un comino lo que hagas con los huéspedes, pero no creo que encaje mucho con la idea corporativa de hospitalidad, a no ser que quieran recrear la fiesta de una casa eduardina. A ver cómo te las apañas esta semana… ¿El juego de las camas? -Era una voz masculina, pensó Kincaid, pero fina y un poco nasal, con un deje de Yorkshire en las vocales.

Kincaid retrocedió unos pasos hacia la puerta, la abrió con fuerza, volvió a cruzar el vestíbulo rápidamente y llamó a la puerta entreabierta antes de asomarse al interior.

La mujer estaba delante de una bonita mesa estilo Reina Ana que parecía hacer las veces de recepción, de espaldas a la ventana, con las manos inmóviles en el gesto de alinear un montón de papeles. Su compañero, apoyado en el marco de otra puerta, tenía las manos en los bolsillos y una expresión de sorna.

– Buenos días, ¿qué desea? -preguntó la mujer, sonriendo a Kincaid con una perfecta compostura, sin rastro de la rabia que acababa de oír.

– No sé si he acertado con el lugar… -dijo Kincaid, tanteando.

– Si busca Followdale House, sí. Soy Cassie Whitlake, directora de ventas. Y usted tiene que ser el señor Kincaid.

Él le sonrió, entró y posó su bolsa:

– ¿Cómo lo sabe?

– Por eliminación, en realidad. El domingo por la tarde es el momento de entrega de llaves, y los demás huéspedes han llegado ya o no coinciden con la descripción que nos dio de usted su primo.

– No hay nada peor que te preceda una reputación… Espero que no fuera muy mala… -Kincaid se sintió aliviado, pues la mujer no se había dirigido a él por el rango. Tal vez su primo Jack hubiera sido discreto por una vez en su vida y él iba a poder disfrutar de sus vacaciones como un ciudadano británico corriente y moliente.

– Al contrario. -Ella arqueó las cejas, dando un tono seductor a su cortés respuesta, y Kincaid se preguntó, incómodo, qué sería lo que había dicho Jack.

Observó con interés a Cassie Whitlake. A primera vista, le había echado unos treinta años, pero tenía una edad difícil de definir. Era alta, tan elegante como las líneas curvas de su escritorio, llamativa de una forma monocromática. Tenía los ojos y el cabello del color de hoja seca de roble, la piel clara, el sencillo vestido de lana que llevaba era de un tono ligeramente más oscuro que su cabello. Se le ocurrió que tenía que haber escogido los crisantemos del recibidor, pues combinaban con ella a la perfección.

A lo largo de la conversación, su compañero había mantenido una postura desenfadada, moviendo la cabeza como un pájaro. Ahora se sacó la mano derecha del bolsillo y se acercó a Kincaid.

– Yo soy Sebastian Wade, ayudante de dirección, o lacayo de nuestra Lady Di, según cómo se vea -le dijo, tendiéndole la mano. Miró de reojo a Cassie para medir el efecto de su broma, y sonrió a Kincaid mientras le estrechaba la mano. Su saludo resultó acogedor, y Kincaid se sintió más en síntoma con la ironía compartida de Wade que con la fina cortesía de Cassie Whitlake. Wade no llegaba a los treinta años, era un hombre de constitución frágil, cabello rubio trigueño cortado a la moda y piel granulosa sobre rasgos delicados. Sorprendían sus ojos oscurísimos.

Cassie se apresuró a dar la vuelta a su escritorio para desviar la atención de Kincaid tocándole el brazo con sus fríos dedos.

– Le mostraré su suite. Luego, cuando se haya instalado, le enseñaré todo y contestaré a todas sus preguntas.

Sebastian Wade lo saludó con un gesto burlón cuando Cassie se lo llevó de la estancia.

Kincaid la siguió al vestíbulo admirando cómo el suave tejido de su vestido marcaba su silueta. Le llegó una vaharada de perfume acre, como de almizcle, inesperado en una mujer tan elegante. En cuanto a la altura, había acertado: sus cabezas estaban casi a la misma altura.

Ella se volvió al empezar a subir las escaleras.

– Para mí, esta suite es la mejor de la casa. Es una lástima que su primo y su mujer tuvieran que cancelar las vacaciones en el último momento. Ha tenido suerte -añadió, nuevamente con una punta de impertinencia.

– Sí -respondió Kincaid, y por un momento se preguntó cómo su primo, sincero y bonachón como era, había afrontado el sofisticado interrogatorio de Cassie Whitlake.

En lo alto de las escaleras, siguió a Cassie por un pasillo que corría por la parte trasera de la casa y acababa en una puerta decorada con un discreto número cuatro de bronce. Cassi abrió la puerta con llave y lo guió al exiguo recibidor. Kincaid no pudo entrar con su bolsa por aquel espacio sin rozarla, y ella le sonrió de forma sugerente.

El recibidor daba a un saloncito donde era evidente la mano de decoradora de Cassie, al menos en la elección de los colores. Los mullidos sofás y butacas eran de un color dorado apagado, con brazos redondos, botones y flecos, las cortinas verde aceituna, y la alfombra estampada mezclaba las dos tonalidades en una excesiva asociación geométrica. Toda la habitación, que podía salir entera de cualquier tienda de muebles de clase media, exhalaba respetabilidad sólida y anónima.

Lo mejor de la habitación era la puerta cristalera del fondo; Cassie siguió a Kincaid cuando cruzó la estancia, dejó la bolsa y la abrió. Salieron juntos al estrecho balcón. Ante ellos, se extendían las tierras y jardines de Followdale hasta la loma de Sutton Bank, que se elevaba en la distancia.

– Allí hay una cancha de tenis. -Cassi señaló a la izquierda-. Y el invernadero. Tenemos campo de croquet y de bádminton y bolera, aparte de los itinerarios para caminar y montar a caballo. Ah, y piscina cubierta, por supuesto. La piscina es uno de nuestros mayores atractivos. Creo que lo tendremos ocupado.

– Estoy impresionado -sonrió Kincaid-, me puede dar un ataque de nervios con tanto donde elegir.

– De momento, le dejo que se instale. Si quiere comprar algo, la tienda del pueblo está a pocos pasos, por la carretera. A las seis ofrecemos un cóctel en la sala, así los huéspedes tienen ocasión de conocerse.

– Tengo poca experiencia en multipropiedades. ¿No se conocen ya los demás huéspedes, puesto que poseen la misma semana?

– En realidad, no. Siempre hay gente nueva. Los propietarios se cambian las semanas, o se marchan a otro sitio, y nunca se sabe quién va a estar. Además, esta semana hay varios nuevos.

– Bueno, entonces no seré el único novato. ¿Cuántos huéspedes somos?

Cassie se apoyó en la barandilla y dobló los brazos, paciente con su curiosidad de turista.

– A ver, hay ocho suites en la casa grande y tres chalets en otro edificio. Los habrá visto al llegar, a la izquierda. Yo ahora estoy en uno de los chalets, el del fondo. -Refería hechos e imágenes con soltura, acunados por la suavidad de su voz. Ahora le mantuvo la mirada y, guapa como era, su invitación, calculada y un tanto impersonal, lo hizo sentir incómodo. Movido por un perverso deseo de darle un corte para que entendiera que no lo podría manipular tan fácilmente, preguntó: