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La palabra, cargada de sentido, quedó suspendida entre ellos y Cassie sintió que la estaba juzgando y que no daba la talla.

– ¿No vio ni oyó nada más, algo extraño?

– No.

No podía contarle lo de la nota, escrita rápidamente y metida bajo su puerta, que demostraba que otra persona había salido aquella noche de domingo, apartando de su mente a Sebastian y cualquier otra cosa.

– Gracias, Cassie por el café.

Kincaid se puso en pie y Cassie dio la vuelta al mostrador y lo siguió a la puerta.

Mientras él abría, ella le tocó el brazo para que se detuviera.

– ¿Tendrá… tendrá que salir todo a la luz, cree? Lo de Graham y yo…

– No lo sé. Quizás no. Pero no contaría demasiado con la discreción de Nash.

Ella asintió.

– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión sobre el suicidio de Sebastian?

– No he cambiado. Nunca he pensado que se suicidara.

La puerta se cerró con un leve chasquido tras él.

* * *

Hannah se encontraba en el umbral de la puerta cristalera de su suite, con la habitación a oscuras, al atardecer. Las voces de los niños llegaban hasta ella, pero no los veía si no salía al balcón, y no quería que la vieran. Sus emociones estaban tan a flor de piel que pensaba que podían transparentarse incluso desde lejos.

La realidad de lo que había hecho, de lo que pretendía seguir haciendo, le atenazaba el corazón. Había vivido en un cuento de hadas en la tierra de nunca jamás, donde todas las historias acaban bien, y ella era el hada madrina, que llegaba para deshacer los entuertos de toda una vida. ¡Qué estupidez!

Su guión, interpretado tantas veces, no había contado nunca con la atracción sexual, así que cuando el torbellino de sentimientos la atrapó con tanta rapidez no se dio cuenta de lo que sucedía. La toma de conciencia llegó insidiosamente, y la parte salvaje de su mente jugueteaba con la idea de rendirse a ello, dejar que la llevara adonde fuera. Podía no decirle la verdad; él no tenía otro modo de enterarse.

La visión repentina de sí misma arrastrada por la conversación en el cóctel le embotaba los sentidos, asustada por haber imaginado semejante locura. Nunca antes, cuando elucubraba con todo detalle cómo sería su relación con él, se había sentido… vieja. Nunca había imaginado envejecer, nunca había imaginado depender de nadie, inspirar piedad. Tanto si le decía la verdad como si no, debería hacer frente a lo ineluctable. O retirarse simplemente, volver a la esterilidad de su vida como si nada hubiera ocurrido. ¿Y Duncan? Qué pensaría de ella, que volaba de hombre a hombre como una mariposa de mediana edad… Sintió que le debía una explicación, pero no antes de que hallase una solución. Una sensación de urgencia la atenazaba. Debería ser pronto.

* * *

Penny sabía cómo se sentía el conejo acuciado por los perros de caza, espoleado por la astucia. Si salía por la puerta delantera, se toparía cara a cara con su hermana, y Emma era la última persona con quien quería encontrarse. No deseaba ver a nadie, cualquier intento de explicar su comportamiento la humillaría más todavía.

Finalmente había subido al piso superior y había recorrido el largo pasillo hasta las escaleras traseras y la salida de la piscina. Luego había resultado fácil tomar el sendero que llevaba a la cancha de tenis, encubierta por los árboles y los altos matorrales. Se sentó acurrucada en su banco favorito justo encima de la cancha, envuelta su pequeña figura por la penumbra.

Emma y los niños seguían en el jardín, pues oía la voz chillona del pequeño, yendo y viniendo con la brisa. Era divertido ver que Emma se llevaba bien con Brian y Bethany. Ellas nunca habían tratado a niños, en realidad -sobrinos que cuidar, vecinitos que corretearan y pidieran leche o galletas- y Penny nunca sabía muy bien qué decirles. Sin embargo, Emma les daba órdenes con su brusquedad habitual y los niños las aceptaban sin cuestionarlas y se llevaban la mar de bien.

¿Sería así como la llegaría a tratar Emma, con esa brusca amabilidad, pero en su caso teñida de piedad? ¿Hablaría la gente de ella como habían hablado de la señora Lyle, y se compadecerían de Emma a sus espaldas? ¿Llegaría al punto en que Emma no se atrevería a dejarla sola, pues sería un peligro para sí misma y para los demás? Era una idea insoportable. Se le llenaron los ojos de lágrimas inoportunas, y Penny, desamparada, dejó que corrieran por su rostro y sintió la sal en las comisuras de los labios. Emma le pediría que dejara de compadecerse y se animara, pero Penny nunca había sido lo que Emma llamaba una persona equilibrada.

Penny aspiró y rebuscó un pañuelo en sus bolsillos. Debía intentar sacar fuerzas de flaqueza, por Emma y por ella misma. Además, tenía una obligación moral que requería su atención. Durante la reunión se había decidido: no podía arrojar sospechas falsas sobre nadie. Lo que había visto debía de tener alguna explicación lógica, y para saberlo lo más justo era preguntar.

9

Kincaid puso dos huevos en la sartén junto al bacon y se felicitó por apañárselas tan bien con una cocina que no conocía. La temperatura adecuada le había supuesto reajustes y una quemadura de aceite en el pulgar, pero el bacon había quedado perfecto. Dio la vuelta a los huevos mientras la tostadora disparaba el pan, y en cuanto tuvo el pan y el bacon en el plato, los huevos también estuvieron listos.

Cuando se estaba sirviendo el café, llamaron a la puerta.

Hannah Alcock estaba apoyada en la pared del pasillo, abrazada a su chaqueta de Aran. No iba maquillada, y tenía los labios pálidos en contraste con las ojeras oscuras.

– Hannah, pase -invitó Kincaid abriendo la puerta de la suite y separando para ella una silla de la mesita-. ¿Está bien? Tiene mala cara esta mañana.

– No he dormido.

Se dejó caer en la silla como si estar en pie le hubiera requerido mucho esfuerzo.

– ¿Qué le ofrezco? ¿Unas tostadas? ¿Un café?

– Un café me apetece, gracias.

Kincaid sirvió otra taza y se sentó frente a ella, pasándole la leche y el azúcar por encima de la mesa. Hannah removió el café unos instantes antes de mirarlo, luego le sonrió forzadamente.

– Me siento idiota al venir así. Pensaba decirle «tenemos que hablar», pero me doy cuenta de que no es verdad. Soy yo la que necesita hablar. -Hannah hizo una pausa y desvió la mirada, encogiéndose de hombros con un gesto un tanto autodesdeñoso-. Siento que le debo una explicación por mi comportamiento. No es…

– ¿Por qué debería hacerlo? -preguntó Kincaid, perplejo-, yo no soy quién para juzgarla.

– Vamos, Duncan, no proteste, lo hace todo más humillante todavía. Empiezo a pensar que han sido imaginaciones mías que hubiera… en fin… algún sentimiento, alguna chispa… entre nosotros. Me ha pasado un par de veces. Conoces a alguien, pasas un rato con él, charlas como si lo conocieras desde hace mucho tiempo, dices cosas que no dirías a las personas que te conocen desde hace años. -Sonrió tristemente-. Es un don raro un rato como ése, sobre todo si no lo has planeado.

Al menos ella estaba siendo más sincera que él, pensó Kincaid. Había habido un chispazo de afinidad, de posibilidad, entre ellos, y se había sentido dolido al ver que compartía la misma intimidad espontánea con Patrick Rennie. No eran meros celos, aunque también había algo de eso, sino más bien una sensación de confianza traicionada.

– Muy bien, Hannah. Lo reconozco. -La miró con atención, observó su inalterada tez de porcelana y la finura de sus huesos, notó asimismo la expresión demacrada y sus ojeras-. Pero hay algo más, ¿no? No está sólo preocupada por haber herido mis sentimientos.

Hannah sacudió la cabeza antes de que él acabara la frase.

– No. Es decir, sí. No lo sé. -Gesticulaba con la mano al hablar y derramó unas gotas lechosas del café intacto sobre la mesa-. Con Patrick no es lo que usted piensa. -Las cejas de Kincaid imitaron las de Peter Raskin-. Ya sé lo que estará pensando, que soy una mujer madura que se lanza sobre todos los hombres que la miran dos veces. Pero no es así. Ojalá todo fuera tan sencillo.