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– Hum -murmuró Kincaid-. Entiendo que Cassie pueda merecer esa descripción. ¿Es decir…?

– Sólo eso. Lo tengo apuntado.

– Bueno, continúe, Gemma. Nunca se sabe lo que puede salir. ¿Qué más?

– La Clínica Sterrett, donde trabaja Hannah Alcock.

– Llámeme en cuanto pueda. Tengo que colgar porque están aporreando la puerta.

* * *

Kincaid abrió la puerta de un tirón, con enojo, antes de ver quién era, resignado primero, y profundamente disgustado al cabo de unos instantes. Era el inspector jefe Nash, y no venía precisamente como mensajero de los dioses. Su castigo había llegado, pensó.

– Bueno, chico. Cuánta agresividad, ¿eh? ¿Se acaba de levantar?

– Inspector jefe Nash. Pase. Qué agradable sorpresa.

– Seguro, chico. -Nash devolvió sarcasmo por sarcasmo, y se sentó deliberadamente en una de las sillas del comedorcito, sin esperar invitación. Kincaid hizo una mueca de desagrado a la vista de los cuatro grasientos cabellos que se perdían en la brillante calva de Nash.

– ¿En qué puedo servirle, inspector? -preguntó Kincaid, que no quería dar a Nash la ventaja de hablar en primer lugar.

– Qué sitio tan elegante. Se vive bien con sueldo de comisario.

Subrayó el título.

– Inspector jefe -dijo Kincaid, despacio-, déjelo. -Se apoyó en el brazo del sofá-. Qué ocurre. No habrá venido a admirar mi buen gusto.

Nash lo observó, sus ojos negros brillaban con lo que en otra persona habría sido humor.

– Ha llegado el informe del laboratorio. No hay rastro de huellas dactilares en el enchufe, en el cable y en el calentador. Por lo visto -Nash hizo una pausa, buscando efecto-, tenía razón. El jefe de instrucción se ha negado a dictaminar que fue suicidio.

Nash se acomodó mejor en la silla y cambió de tema.

– El director ha hablado conmigo en un aparte. Qué suerte que ese comisario Kincaid estuviera justamente en la escena del crimen y se haya ofrecido a ayudarnos en nuestra investigación… Según dice, es usted un niño prodigio para los de arriba. Pero escúcheme bien, chico -Nash se irguió en la silla, mostrando toda su malignidad-: no me gusta que los niños prodigio se crucen en mi camino. No me ha gustado que fuera con la excusa del pésame a visitar a la señora Wade para meter las narices donde no debía. Ni su rango ni sus fantasías -señaló a Kincaid con el dedo- me importan un carajo. Y si se mete en lo que no le importa, se las va a cargar. En mi opinión, si ese desgraciado no se ha matado, es que estaba chantajeando a alguien y ha obtenido su merecido. Y no necesito su ayuda para descubrir a quién.

Nash puso las manos sobre sus rodillas y se inclinó hacia delante, preparado, pensó Kincaid, para saltarle a la yugular, cuando se oyó un golpeteo frenético en la puerta. Kincaid se levantó del borde del sofá y acudió a abrir rápidamente. A la tercera va la vencida, pensó esperanzado.

Era el inspector Raskin, jadeante, con la corbata torcida, y un mechón sobre un ojo, como si fuera una coma.

– ¿El inspector jefe Nash está aquí? -preguntó, entrecortadamente, y cuando Kincaid asintió lo siguió al interior de la suite. Raskin miró a Nash y a Kincaid y dijo, por fin, sin dirigirse claramente a ninguno de los dos:

– Penny MacKenzie. En la cancha de tenis. Está muerta.

10

Kincaid no le dio crédito hasta llegar a la cancha de tenis. Hannah estaba sentada contra la alambrada, con las rodillas levantadas y las manos juntas sobre el pecho, conmocionada. El cuerpecillo de Penny yacía debajo de la red, con aquella inmovilidad indiscutiblemente definitiva, y, al verla, a Kincaid se le aceleró la respiración como si le hubieran golpeado en el pecho.

– La señorita Alcock llegaba corriendo por el jardín cuando yo entraba con el coche -le refirió con calma el inspector Raskin, indicando a Hannah con un gesto-. Me ha dicho que creía que la señorita MacKenzie estaba muerta y he venido con ella de inmediato.

Kincaid vaciló un momento, luego se acercó a Hannah y se arrodilló a su lado.

– Hannah, ¿está bien?

– No lo sé. Casi no puedo respirar. -Miró a su alrededor con expresión asombrada-. Le he dicho al inspector Raskin que me quedaba mientras iba a buscarle. Pero no recuerdo haberme sentado.

– ¿Me puede contar lo ocurrido?

– No hay mucho que contar: había salido a dar un paseo cuando lo dejé a usted esta mañana para pensar, sin hacer caso de nada. La he visto al bajar por el camino.

– ¿Y qué ha pasado entonces?

– Me he acercado. Al principio he pensado que se había encontrado mal y se había desmayado. Entonces le he visto la cabeza. -Hannah se interrumpió y tragó saliva-. Pero he pensado que podía respirar todavía, y le he auscultado el pecho, luego he buscado el pulso en el cuello. Tenía la piel fría. -Hannah se puso a temblar-. No sabía qué más hacer.

Kincaid le cerró más el jersey, aferrándolo por las solapas.

– Estoy seguro de que ha hecho todo lo posible por ella. Lo más importante ahora es cuidar de usted. Ha tenido un shock.

Miró a su alrededor. Raskin estaba arrodillado al lado del cuerpo de Penny, sin tocarlo, y Nash, que se había detenido para llamar a la jefatura, todavía no había aparecido.

– Aunque creo que es mejor que se quede hasta que llegue el inspector jefe Nash. Querrá una declaración suya. ¿La llevo hasta allí? -Señaló el banco del camino, sobre la cancha, y ayudó a Hannah a levantarse.

– Duncan -dijo Hannah, volviéndose mientras él le abría la verja-, ha podido ser un accidente, ¿verdad? ¿Puede haberse caído y golpeado la cabeza?

– No lo sé todavía, pero lo dudo mucho.

– Pero ¿por qué? -Hannah le atenazó el brazo convulsivamente-. ¿Por qué iba nadie a hacer daño a Penny?

Por qué, en efecto, pensó Kincaid mientras volvía a la cancha. Porque Penny había visto u oído algo que amenazaba la seguridad de alguien, y si él no hubiera sido tan torpe habría descubierto qué era.

Kincaid se puso de cuclillas al lado de Raskin, de mala gana.

Penny yacía sobre el costado derecho, con el puño cerrado bajo la mejilla y los brillantes ojos azules cerrados. Sólo sorprendía la extraña torsión de sus piernas, hasta que se reparaba en la nuca: la hendidura, aunque pequeña, había sangrado abundantemente, formando un charco debajo de ella. Una raqueta de tenis a unos centímetros de su mano izquierda extendida, como si hubiera caído después de una jugada de volea en la red. El marco de la raqueta tenía una mancha de sangre de color óxido. Los binóculos de Penny estaban medio sepultados bajo su cuerpo, y Kincaid retuvo su necesidad urgente de sacarlos, como si importara su comodidad.

– Dios mío -dijo, sintiendo que le picaban los ojos y la garganta se le contraía. Se presionó debajo de los pómulos con los dedos hasta que la sensación pasó.

– Huum. -Raskin no levantó la vista, fija en la herida de la cabeza de Penny-. No es agradable de ver. Yo diría que estaba al lado de la red, posiblemente mirando algo con los binóculos, cuando el asesino la golpeó por detrás.

– Y yo diría -añadió Kincaid, cuando estuvo seguro de poder hablar- que el asesino ha tenido mucha suerte. Actúa por impulso, aferra lo primero que encuentra y resulta que funciona. Pero podría no haber sido así. El calentador eléctrico podría haber fundido los fusibles de toda la casa y apagarse antes de electrocutar a Sebastian. Y Penny… -apartó la vista- no ha sido un golpe tan fuerte. He visto a gente ir al hospital a pie con heridas peores que ésta en la cabeza.

– Soy de su misma opinión -dijo Peter pensativo-. Pero en ningún caso tenía mucho que perder. Sebastian no lo vio. A Penny podía golpearla de nuevo si hubiera caído inconsciente. ¿Cree que ha esperado a comprobar? -Peter miró a Kincaid por debajo de las cejas levantadas-. No creo que haya muerto enseguida. Ha sangrado mucho.