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– Maldito bastardo. -La contención que Kincaid se había impuesto ante su rabia se resquebrajó. Inspiró hondo, esforzándose por contenerla-. Lo dudo. Demasiado arriesgado, incluso para nuestro hombre. Estamos los dos hablando de un hombre. Pero no tenemos indicio de que así sea.

– Es una manera de generalizar -respondió Peter-. No, nada descarta a una mujer, en ninguno de los dos casos. Si es que se trata de la misma persona.

– Yo creo que sí. Lo juraría. La misma persona, y las dos veces por la misma razón. Penny vio algo relacionado con la muerte de Sebastian, de eso estoy seguro. Empezó a contármelo, pero nos interrumpieron y nunca he sabido de qué se trataba. Pero Sebastian… ¿qué vio Sebastian? ¿Qué averiguó? Ésa es la cuestión. ¿Qué hay detrás de todo esto? Y, sobre todo, -Kincaid se levantó y estiró las rodillas entumecidas mirando hacia la verja- ¿dónde diablos está su jefe? Se lo está tomando con calma.

– Bueno, ya conoce al inspector jefe Nash -dijo Raskin, sardónico-, le gusta delegar.

– Entonces que delegue a alguien para tomar declaración a la señorita Alcock más tarde. La voy a acompañar a la casa. Que se mosquee todo lo que quiera. -Pero Kincaid se quedó un momento más, mirando fijamente la raqueta de tenis. Gran parte del barniz había desaparecido hacía mucho tiempo de su perímetro de madera. Algunas de las cuerdas habían saltado y el mango estaba manchado y desgastado. Su estado no era precisamente perfecto-. ¿De dónde sacaría el asesino la raqueta? No creo que la trajera sólo por si acaso se encontraba a alguien a quien sacudir.

– De ahí -señaló Raskin-, detrás de la verja.

La caja de madera se confundía con los arbustos que había detrás de la cerca por el verde gastado de su pintura que era como un camuflaje. Del tamaño de un ataúd de niño, la caja tenía un simple pestillo metálico.

– Supongo que es para uso de los huéspedes.

– Bien -Kincaid pensaba en voz alta-, imaginemos que ve a Penny salir sola y la sigue… Ella se pone de espaldas a él, concentrada en algún pájaro… Él sabe dónde se guardan las raquetas… pero no la habrá cogido con las manos desnudas, no, nuestro hombre no. ¿Qué habrá usado? ¿Un guante? ¿Una bolsa de plástico? Probablemente, se habrá tenido que deshacer de ello. Les pediré a los investigadores técnicos que echen un vistazo.

– Se lo sugeriré yo -sonrió Raskin-, como si fuera idea mía, claro.

* * *

Hannah estaba sentada con los ojos cerrados y la mejilla apoyada en las rodillas dobladas. Cuando Kincaid se inclinó sobre ella, abrió los ojos y le sonrió, somnolienta.

– Creo que me he dormido de verdad. Es extraño. Me siento tan frágil como un gatito.

– Es el shock -Kincaid le tendió una mano-, a veces causa efectos raros en el organismo. Lo que necesita es una taza del mejor reconstituyente inglés: té calentito. La acompaño a la casa. Que Nash mande a alguien más tarde a tomarle declaración.

– Muy bien, Duncan -Hannah miró hacia la cancha, donde Peter Raskin esperaba pacientemente-. Alguien se lo tendrá que decir a Emma. Y si yo…

– No, no, ni hablar de eso. Si nos encontramos con alguien, diremos que no se encuentra bien. -Y añadió, con voz afligida-. Creo que a Emma se lo debo decir yo.

* * *

La llamada de Kincaid a la puerta de la suite de las MacKenzie sonó hueca. Había acompañado a Hannah por la puerta trasera; los gritos de los niños en la piscina les llegaron claramente a través de las puertas de vidrio. El resto de la casa parecía vacío, y ya se alejaba de la puerta de Emma cuando ésta se abrió a sus espaldas.

– Perdone -dijo Emma-, estaba empapada. He estado en la piscina con los monstruitos.

Seguía frotándose el cabello con la toalla, que quedó tieso en oscuras puntas, dándole un extraño aspecto juvenil que por un momento le recordó a Angela. Sin embargo el traje de baño era de la cosecha de la postguerra, negro, con una faldita que ocultaba discretamente la parte alta de los muslos. Emma le dirigió una de sus sonrisas raras y sorprendentes.

– Si quiere ver a Penny, no va a poder. Ha salido temprano a observar pájaros. No sé qué le ha dado, normalmente es muy perezosa.

– No, Emma, en realidad la busco a usted. ¿Podemos sentamos?

Kincaid se preguntó qué fórmula universal requería que una persona recibiera las malas noticias sentada. ¿Sería una mera precaución contra el desmayo o la caída, o se había convertido en una precaución efectiva para suavizar el golpe?

– Claro.

Emma pareció sorprendida, pero lo condujo hasta el sofá sin protestar. Se sentó con cuidado en la butaca, extendiendo la toalla debajo del bañador mojado, y Kincaid se inclinó hacia ella.

– Emma, tengo que darle una mala noticia. -Ella no dijo nada, pero el terror cruzó su rostro-. Es Penny.

Emma se llevó la mano al pecho, con el puño apretado.

– ¿Está muerta? -preguntó en un susurro.

– Sí.

Emma cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo; sólo el suave subir y bajar del pecho aseguraba a Kincaid que seguía respirando. Al cabo de un momento, empezó a preguntarse si se había desmayado, pero entonces ella habló, sin abrir los ojos:

– ¿Qué ha pasado?

– Todavía no lo sabemos muy bien. Hannah la ha encontrado en la cancha de tenis. Tiene una herida en la cabeza.

– ¿Ha podido… ha podido caerse? ¿Golpearse?

– Es… posible.

Emma captó la vacilación de su voz. Abrió los ojos y paralizó a Kincaid con la mirada.

– Pero usted no lo cree.

Kincaid no contestó. Había sido una afirmación más que una pregunta. Emma se incorporó y volvió a hablar, recobrando algo de su aspereza en la voz:

– Quiero verla.

– Bueno… Voy a ver qué puedo hacer. Tendrá que esperar hasta que acaben el médico y el equipo de la policía. Si quiere vestirse y recuperarse un poco, la espero delante de la puerta principal. Emma -Kincaid vaciló. Expresar el pésame no era nunca fácil incluso después de años de experiencia con extraños-. Lo siento.

– Ya lo sé -respondió ella, y Kincaid pensó que nunca había visto tal expresión de desamparo.

* * *

El inspector Raskin recorrió el sendero que llevaba a la cancha y levantó una mano para llamar a Kincaid, que estaba de pie en el patio, indeciso. Se encontraron en el césped, Raskin jadeante por la rápida ascensión.

– Tengo que volver a entrenarme… Empieza a hacer calor. -Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y movió los hombros como si tuviera que quitarse la chaqueta-. ¿Misión cumplida?

– Sí, Peter, y además he ido a ver a la señorita MacKenzie.

La expresión burlona de Raskin desapareció.

– Gracias. Me ha ahorrado que lo hiciera yo. ¿Cómo se lo ha tomado?

– Con calma. No esperaría de ella que se pusiera histérica, ¿no? -Kincaid hizo una pausa-. Pero creo que ha sido muy duro. Quiere ver a su hermana. Le he dicho que intentaría arreglarlo.

Raskin reflexionó un momento.

– La doctora Percy está aquí, pensé que le gustaría saberlo -le sonrió con malicia-. El equipo científico también ha llegado.

– Ya me había parecido…

Kincaid señaló varios coches forasteros aparcados de cualquier manera sobre la grava.

– El patólogo del ministerio de Interior está de camino, y también la furgoneta de la funeraria. Si la señorita MacKenzie la ve antes de que la suban a la furgoneta, se ahorrará tener que ir a hacer una identificación oficial en la funeraria. Es lo mejor. Tomaré las declaraciones en cuanto acaben abajo. ¿Quiere acompañarme? ¿O sigue sin ser ni chicha ni limoná?

– Diría más bien esto, pero le he prometido a Emma que la esperaría aquí.

Kincaid hizo unos pasos por el sendero hasta que pudo ver la actividad en la cancha. Un policía uniformado hacía guardia junto a la verja, y habían marcado con una cinta blanca adhesiva el área en torno al cuerpo de Penny. Anne Percy estaba arrodillada al lado de Penny y Nash estaba cerca en silencio, vigilando la escena como una divinidad maligna.