La doctora Percy cerró su maletín, se levantó y fue a hablar con el inspector jefe Nash. Al levantar la vista, vio a Kincaid en el sendero y le dedicó una breve y luminosa sonrisa. Kincaid pensó que esta vez tenía un aspecto más profesional y estaba más atractiva que cuando la vio por primera vez, vestida con un jersey y pantalones de color verdoso.
Se acercó por el sendero, balanceando su maletín negro.
– Al final me acostumbraré a sustituir al médico de la policía -dijo a modo de saludo-. Ya he certificado la muerte, poco más puedo hacer.
– ¿Esperará al patólogo? -preguntó Kincaid.
– Sí. Tengo entendido que la señorita MacKenzie tiene una hermana. ¿Cree que debería visitarla?
– ¿No le importa? -preguntó Kincaid-. Aunque no estoy muy seguro de que la reciba bien.
Anne Percy sonrió:
– No importa. Estoy acostumbrada a esas situaciones.
La furgoneta de la funeraria estaba aparcada con las puertas de atrás abiertas y Kincaid se dispuso a esperar también. Le pareció raro no estar dirigiendo el remolino de actividad que lo rodeaba, ni siquiera llevando a cabo alguna tarea asignada, como había hecho tantas otras veces.
La puerta de la casa se abrió suavemente a sus espaldas y se volvió: Emma MacKenzie se paró vacilante en el umbral. Parecía encogida, su dinamismo y su pragmatismo se habían evaporado. Las arrugas entre la nariz y la boca marcaban profundamente su rostro.
– ¿Está usted bien? -preguntó Kincaid.
– Ha venido a verme la doctora Percy de parte de usted. Amable, pero innecesaria.
Kincaid se sintió aliviado al oír su voz tan ronca y hosca como siempre; percibió que, a su manera áspera, ella reconocía sus atenciones. La mujer miraba la furgoneta, sin verle a él, empezó a hablar y levantó la mano en un gesto suplicante.
– No falta mucho -dijo él suavemente-, creo que casi han terminado.
Emma fijó la vista en el rostro de Kincaid.
– Parecía tan decidida esta mañana… Llena de buenos propósitos. Ya sabe cómo Penny a veces va… iba de una cosa a otra. Pero estaba tranquila. Cuando le he preguntado, me ha sonreído. Y yo he pensado: qué tontorrona, con sus secretitos…
La voz le falló.
– No, señorita MacKenzie, no se torture. Los dos tenemos culpa por no haberle hecho caso.
Del jardín llegó un ruido de pisadas. Los encargados de la funeraria transportaban la camilla por la parte alta del sendero y cruzaban el césped, seguidos de cerca por el inspector Raskin. Penny yacía envuelta en polietileno negro precintado, con la precisión de un regalo de Navidad.
Kincaid cogió a Emma por el brazo.
– ¿De verdad se ve con ánimos? -Emma asintió bruscamente, pero no apartó la mano de Kincaid cuando bajaron las escaleras.
La parte final de la funda de plástico se había dejado abierta, y Raskin apartó los bordes con delicadeza para descubrir la cara de Penny. Emma la miró durante un buen rato, luego asintió de nuevo. Raskin cerró el envoltorio y lo selló con el rollo de cinta que llevaba en la mano. Los ayudantes dejaron la camilla en la furgoneta y cerraron las puertas con movimientos rápidos y fluidos, fruto de su larga experiencia, y cuando el conductor ocupó su asiento, Kincaid le oyó decir:
– Vamos, deprisa, llegamos tarde a comer.
Las luces de freno soltaron un destello cuando salió a la carretera, y Kincaid se fijó en que el cielo estaba encapotado.
– Esta mañana ha dicho algo -Emma salió de su ensimismamiento-, mientras recogía sus cosas. Era casi… Creerá usted que estoy loca.
– No, siga.
– Era casi como una letanía que se repetía para sí misma. «Uno u otro, uno u otro»… Era algo que nos decía mi padre de pequeñas cuando nos costaba tomar una decisión. Uno u otro.
11
Gemma asomó la cabeza por la ventanilla del Ford Escort y llamó al empleado de la gasolinera.
– ¿Me puede decir dónde está Grove House?
– La próxima a la izquierda, al doblar la esquina. Es la vieja casa señorial, la verá enseguida.
Era joven y guapo, y su amable respuesta la animó, aunque probablemente había pasado de largo de la maldita casa… Había dado tres vueltas al pueblo y ya no sabía dónde había estado y dónde no había estado.
Los pueblos la ponían de malhumor, y aquél no era una excepción. Situado en el interior de Wiltshire, completamente rodeado por canteras de grava, parecía una isla. Nada de calle de cuento con tiendecitas encantadoras. Era un batiburrillo de casas nuevas apiñadas que parecían dobladas unas sobre otras, y alguna que otra vieja mansión metida en medio.
Pero ninguna era la que buscaba: el número dos de Grove House. Calles sin nombre ni número. ¿Cómo se supone que la iba a encontrar?
Gemma dobló a la izquierda en el pub y, antes de darse cuenta, se encontró en una calle de casas nuevas sin salida. Dejarse vencer por la frustración no serviría de nada, pensó. Respiró hondo, hizo marcha atrás y siguió la acera despacio.
A unos metros del pub de la esquina, encontró una abertura en el seto. Había una pequeña placa metálica en una puerta de hierro forjado, abierta. Grove House, leyó Emma. Metió el coche en el camino, frenó y los neumáticos chirriaron sobre la grava. El ruido de la calle llegaba amortiguado por los altos setos, y por la ventanilla del coche notó el olor de tierra removida. Había una carretilla y una pala al lado de un montón de abono en la hierba. Suponía que era abono. Su práctica con los jardines consistía en cortar la hierba de los dos metros cuadrados de césped que el anuncio de su casa había llamado «un espacioso jardín posterior».
Lo que se veía de la casa era el estuco gris, la pizarra y una enredadera verde, con un seto tupido que se proyectaba en ángulo recto desde el centro, marcando la división entre el número uno y el número dos. Se preguntó qué aspecto habría tenido la casa cuando era nueva, y por un momento se imaginó que se había mantenido intacta, como amurallada, mientras el pueblo crecía a su alrededor.
– Demasiado romántica para ti, cariño -se dijo en voz alta. Luego se puso en movimiento y salió del coche.
El número dos resultó que estaba en el lado izquierdo, medio escondido por el seto central. Gemma se arregló el pelo con las manos y se colocó bien el bolso en el hombre antes de llamar al timbre. Se oyeron unos pasos rápidos sobre las baldosas y una mujer abrió la puerta. Era esbelta, de una belleza marchita y una sonrisa indecisa.
– ¿Señora Rennie? -preguntó Gemma, tendiéndole su carnet de identificación-. Soy Gemma James, de la policía de Londres, y me gustaría hablar un momento con usted.
– Por supuesto. -La señora Rennie parecía asombrada-. ¿En qué puedo servirla? -Su expresión se volvió algo aprensiva-. ¿No será por ese feo asunto de Yorkshire? Patrick me ha llamado para contarnos algo… -Gemma vio la aprensión convertirse en alarma-. ¿No será Patrick? ¿Le ha pasado algo a Patrick?
– No, no -Gemma se apresuró a tranquilizarla-. Su hijo está perfectamente, señora Rennie. Es que tenemos que hacer una investigación de rutina sobre todos los huéspedes de Followdale House.
Esbozó la mejor de sus sonrisas.
– Qué tonta soy. Por un momento… -La señora Rennie se acordó de sus buenos modales e hizo pasar a Gemma al vestíbulo-. Entre. No he debido tenerla en la puerta.
En una mesa estrecha había un enorme jarrón de flores cuidadosamente dispuestas. Junto con los retratos al óleo suavemente iluminados a lo largo del pasillo, fue lo único que vislumbró antes de que la señora Rennie la llevara al salón.