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– Siéntese, por favor. ¿Le apetece un té?

– Me encantaría. He conducido mucho para llegar aquí -dijo Gemma, pensando que en esta casa no podía ofrecerse a ayudar en la cocina. Una vez sola, examinó la estancia. Como el resto de la casa, era de una elegancia deteriorada: objetos caros y usados; la alfombra oriental tenía trozos raídos, las sillas y el sofá tapizados de chintz estaban deformados. Había libros, mapas y objetos que pensó que debían de venir del Lejano Oriente. Y la habitación, con su ajada finura que evocaba la buena lana y zapatos prácticos, incomodó profundamente a Gemma.

Notó el olor mezclado de flores, muebles encerados y encuadernaciones de libros polvorientas, y pensó en su casita adosada, donde el olor a grasa y col hervida de la vecina se colaba por las paredes, y por mucho que abriera la ventana y ventilara no se iba nunca del todo. Pensó en su comedor beige, de tela basta y barata, y acarició el suave chintz de aquel sofá. Bueno, hacía lo que podía, con su sueldo y la guardería de Toby… Y Rob que no era muy fiable a la hora de pagar la manutención del niño.

Un ruido de cacharros en la cocina la sacó de sus pensamientos. Suspiró y apoyó la espalda en el blando sofá. La señora Rennie empujó la puerta de dos batientes con el hombro e hizo pasar la bandeja de té. Cuando Gemma se levantó para ayudar, la señora Rennie la detuvo con un rápido gesto.

– No, no se levante. Puedo hacerlo sola.

Gemma tomó la taza que le ofrecía y la puso en equilibrio sobre sus rodillas.

– Señora Rennie -preguntó, mientras removía el té-, ¿su hijo y su nuera llevan yendo a Followdale mucho tiempo?

– Unos dos o tres años. Al principio Marta estaba muy ilusionada, e iban encantados.

– ¿Y ahora no? -Gemma sorbió un poco de té. Era Earl Grey, que no le gustaba, pero su aroma de flores resultaba apropiado para el lugar.

– Bueno, supongo que se ha convertido en algo rutinario, como pasa en todo. Y Patrick está tan ocupado con sus compromisos políticos… Pero fíjese -la señora Rennie frunció un poco las cejas-, ha sido Marta quien ha propuesto vender su parte e ir a otro lugar.

– ¿Pero no lo han hecho?

– No. Patrick no mostró mucho entusiasmo.

– Estará orgullosa de su hijo, señora Rennie. Sé que le está yendo muy bien…

– Sí, mejor de lo que esperábamos. Ha tenido un ascenso meteórico en el partido.

Sonrió orgullosa, pero Gemma notó cierta reserva en su voz, como si la vida de Patrick no fuera lo que quería que fuera.

– ¿Su hijo o su nuera han comentado alguna vez que hubiera algo raro en Followdale House? A veces -prosiguió Gemma en tono confidencial-, la gente comenta una cosa y luego la olvida completamente.

La señora Rennie reflexionó un momento.

– Que yo recuerde, no. Patrick no suele decir cosas desagradables de la gente o repetir habladurías.

Aunque el tono había sido muy amable, Gemma percibió que, muy sutilmente, la habían puesto en su lugar.

Gemma se acabó el té y dejó con cuidado la taza y el platito en la bandeja de madera.

– Gracias, señora Rennie. Ha sido usted muy amable y no quiero robarle más tiempo. -Se levantaron, y Gemma tuvo un momento de vacilación cuando se dirigían ya hacia la puerta-. ¿Le importaría que me lavara las manos y me refrescara un momento antes de irme?

– Por supuesto. -La señora Rennie la llevó al vestíbulo-. Arriba, a su izquierda.

– Gracias.

Gemma se detuvo delante del primer retrato. Un chico la miraba inquisitivo. Parecía que el cabello claro se fuera a liberar de un momento a otro de su peinado, y los ojos azules en el rostro delgado parecían amables y curiosos. Unos doce o trece años, dedujo Gemma, con corbata de uniforme escolar asomando por el cuello de un jersey azul. Se preguntó si Toby estaría tan guapo algún día.

– Qué precioso retrato. ¿Es su hijo, señora Rennie?

– Sí, es Patrick. Lo encargamos. Se parece mucho.

– Pues el parecido con usted es asombroso.

La señora Rennie se rió.

– Sí, es la broma que hacemos siempre en familia. -La cara de Gemma debió de demostrar su incomprensión, porque la señora Rennie se apresuró a decir-, perdone, veo que no lo sabe.

– ¿Saber qué, señora Rennie?

– Que Patrick es adoptado. -Su expresión se suavizó-. Tenía tres días cuando llegó. Se hizo todo con mucha discreción, nada que ver con las vías oficiales. El abogado de mi marido se ocupó de todo. Por supuesto, se lo explicamos a Patrick en cuanto tuvo edad para entenderlo.

– Pues no, no lo sabía. -Gemma estudió el retrato-. El parecido es asombroso.

– Una pequeña intervención divina -respondió la señora Rennie, y Gemma vio un toque de humor en su sonrisa.

Gemma miró la entrada de la casa desde la ventana del baño. Había oído el ruido de un motor mientras se secaba las manos y vio un coche familiar entrar en el cobertizo que había al lado de la casa. No se atrevió a fisgonear: las tablas del parquet crujían y estaba segura de que desde abajo podían oír cada paso que diera.

Las voces le llegaron claramente mientras bajaba por las escaleras.

– Louise, no tienen ningún derecho. Es completamente…

Cuando ella llegó al último rellano, volvieron las cabezas. El hombre era alto y delgado, con un bigotito sedoso que era casi como una marca del militar retirado.

– Mi marido, el comandante Rennie.

La mujer mantuvo los dedos apoyados levemente en su brazo en un gesto de contención.

– No sé en qué podemos serle útiles. -Se había puesto colorado. No hay duda, pensó Gemma, que su mujer ha tratado de ablandarlo-. Estoy seguro de que ese sórdido asunto no tiene nada que ver con nosotros ni con nuestro hijo. Si tiene más preguntas, puede hablar con mi abogado…

– John, no creo que haga falta…

– Como le acabo de decir a su esposa, señor Rennie, no hay por qué preocuparse. Estas preguntas son rutinarias en una investigación de asesinato.

Aun dicha con suavidad, el poder de la palabra «asesinato» los acalló a los dos, y Gemma leyó en sus rostros el inicio del miedo.

* * *

– He inspeccionado el despacho de Cassie Whitlake -sonrió Peter Raskin-. No puedo decir que nos lo haya cedido encantada. Busque un sitio libre y siéntese.

Miró la estancia desde el umbral.

– Sólo hay una silla a este lado del escritorio. -Volvió al bar y levantó un taburete de la barra con una mano-. ¿Servirá?

– Ya lo creo -contestó Kincaid, y se instaló en un rincón del pequeño despacho-. Encaja con lo precario de mi posición.

Observó cómo Raskin probaba los pivotes de la silla de Cassie y les daba una palmada aprobatoria. Sus hábiles dedos igualaron la temblequeante pirámide de papeles hasta que fueron un montón ordenado en un rincón de la mesa.

– Se va a enfadar -dijo Kincaid señalando la superficie del escritorio, ahora despejada.

– No será la única. Todos los huéspedes están citados ahora, y he oído que el agente los reunirá en la sala. Estarán cansados y quejosos, querrán irse a tomar el té, así que cuando antes los recibamos, mejor.

– Hagamos pasar primero a los Hunsinger y así los quitamos de en medio. Según me ha dicho Emma MacKenzie, han estado toda la mañana en la piscina con los niños.

Raskin salió de detrás del escritorio, fue al bar y volvió al cabo de un momento con una taciturna Maureen Hunsinger.

Maureen sonrió tristemente a Kincaid mientras Raskin le ofrecía la silla. Ella se sentó en el borde, muy tiesa, y el vestido blanco de algodón fruncido se hinchó a su alrededor. Kincaid pensó que podría haber estado ridícula, con el cabello más crespo de lo normal por las horas en la piscina y la cara colorada e hinchada por el llanto, pero vio una cierta dignidad en su postura y en su evidente tristeza. Una madonna voluptuosa y versátil. Contuvo una sonrisa.

– John está con los niños. ¿Lo necesitarán también a él?