– Probablemente bastará con que firme la declaración de usted -respondió Raskin con diplomacia.
– Para los niños ha sido terrible. Primero Sebastian y ahora esto. ¿Qué podemos decirles, que tenga sentido? Esta mañana hemos pensado que si se divertían en la piscina olvidarían lo que había pasado allí, pero ahora… -Maureen estaba de nuevo al borde de las lágrimas-. Ojalá no hubiéramos venido.
– Entiendo cómo se siente, pero tenemos que pedirles que se queden un poco más, al menos hasta completar las formalidades. -Raskin le habló con amabilidad y comprensión, y Maureen se relajó un poco en su asiento-. Ahora, ¿le importaría contarme qué ha hecho esta mañana?
– Los niños nos han despertado. Hemos desayunado y al cabo de un rato hemos bajado a la piscina. Ha venido también Emma…
– ¿Cuánto tiempo ha estado?
– Pues… una hora, creo. Ha dicho que ya tenía bastante, y al cabo de un rato los niños han empezado a tener hambre y hemos subido nosotros también. Nos estábamos cambiando cuando Janet Lyle ha venido a decimos que pasaba algo, pero que no sabía qué. -Maureen se echó hacia delante, suplicante-. Por favor, dígame qué ha pasado exactamente. Ya sé que Penny… ha muerto, nos lo ha dicho el policía. Pero ¿qué le ha ocurrido? ¿Lo mismo que a… Sebastian?
Raskin adoptó un tono formal, la mejor defensa frente a las emociones para un policía, pensó Kincaid, sarcástico.
– La señorita MacKenzie ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Por ahora no podemos decirle nada más.
Maureen se hundió en el asiento y Kincaid tuvo la impresión de que, al confirmarse sus peores miedos, toda la tensión emocional se liberaba. Se levantó en silencio, pero cuando cruzaba el umbral se volvió y dijo:
– Voy a ocuparme de Emma. Alguien tiene que hacerlo. No se la puede dejar sola ahora.
La determinación de su gesto no permitía discusión.
Entraron y salieron en una rápida sucesión, unos más cooperadores que otros.
Cassie ocupó la silla de las visitas, se quitó las zapatillas de tenis y se sentó sobre sus piernas dobladas. Era una demostración deliberada de propiedad, pensó Kincaid, como nunca había visto antes. Cassie miró furiosa el montón ordenado de papeles en su mesa.
– ¿Sabe cuánto tiempo me va a llevar volver a ponerlo bien?
Peter Raskin se permitió un asomo de sonrisa.
– Y yo que creía haberle hecho un favor…
– ¿Dónde está el inspector jefe Nash? -Cassie miró enseguida a Kincaid.
– Esperando la autopsia -dijo Raskin-. El rango da ciertos privilegios. Ahora, si no le importa…
– He pasado la mañana aquí. Trabajando.
– ¿Ha…?
– Bueno, he ido al baño de abajo un par de veces, si le importa saberlo. He ordenado el salón y el bar. Patrick Rennie estaba trabajando en el escritorio del salón. Y Eddie Lyle ha entrado en algún momento. No he visto a nadie más.
– Admirablemente sucinta, señorita Whitlake -dijo Raskin, imperturbable en su papel de interrogador.
– Llámeme Cassie.
Cassie apretó el acelerador de su capacidad de seducción y Kincaid observó con interés la reacción de Raskin. De pronto, ella se levantó y se inclinó sobre el escritorio, obligando a Raskin a retroceder, para abrir el cajón central.
– Perdón.
Tras revolver por unos instantes, sacó un arrugado paquete de cigarrillos y unas cerillas.
– Un vicio secreto. No molesta a los clientes.
Le temblaba la mano cuando encendió la cerilla, y Kincaid pensó que por mucho aplomo que mostrara, los nervios la traicionaban.
– El comisario aquí presente -de nuevo miró de reojo a Kincaid- cree que tengo que ser franca. Y prefiero mil veces confesarme a usted, inspector, que al inspector jefe Nash.
Regaló a Raskin una sonrisa de dentífrico.
– Siga.
– Dije que había pasado sola el domingo por la noche en mi chalet. Pues bien, no es verdad. No estaba sola ni estaba en mi chalet. Me encontré con Graham Frazer en la suite vacía… a eso de las diez, diría yo, y estuvimos allí hasta casi medianoche.
Kincaid se maravilló de su habilidad en convertir una situación aparentemente embarazosa en un flirteo provocador.
– ¿Ocurre a menudo? -preguntó Raskin, luego se sonrojó ligeramente al darse cuenta de cómo había sonado-. Es decir, que se encuentren los dos…
No ha mejorado mucho las cosas, pensó Kincaid, divertido al ver la grieta en la compostura impecable de Raskin.
– Bueno, hemos tenido una relación, se podría decir, de un año más o menos. -Cassie dio una calada y se inclinó hacia delante, confidente-. Graham no quería que nadie lo supiera. Problemas de custodia. Desde luego, yo lo habría contado enseguida, de saber que era tan importante. Espero -su voz se hizo más intensa- que no salga de aquí.
Raskin se levantó y se dirigió a la puerta.
– Por supuesto, no puedo prometerle nada, señorita Whitlake. -Su tono era de prudencia-. Gracias por cooperar de esta forma, señorita Whitlake.
Raskin puso énfasis en el apellido. Después de todo, había dicho la última palabra.
– ¿Cómo le sonsacaste esa información tan sustanciosa? -le preguntó Raskin a Kincaid tras cerrar la puerta.
– Mi encanto irresistible -sonrió Kincaid-. Bueno, esto, y que además lo acerté. Le dije que sabía que habían estado juntos, pero que no comprendía por qué tenían que esconderlo. Pensé que no tenía nada que perder.
– Aparentemente no. Hagamos pasar al señor Frazer, a ver qué dice.
Graham Frazer se mostró intratable desde el principio hasta el final, dirigiendo a Kincaid para empezar una mirada de bulldog.
– ¿Ya no mira desde la barrera? Le debía doler el trasero…
Angela, que entró detrás de él, parecía mortificada.
– Papá… -Frazer hizo caso omiso de ella y se sentó en la silla, dejando a su hija en pie, incómoda e indecisa. Kincaid se levantó y le ofreció su taburete con una reverencia. Ella sonrió.
– He pasado la mañana trabajando en la suite. Tenía que ponerme al día con el trabajo burocrático -dijo Frazer en respuesta a la pregunta de Raskin-. Angie dormía. Eso es lo que hacen las adolescentes, ¿no?
Angela reaccionó con rabia.
– Papá, eso no…
– No es justo -acabó Raskin por ella, y sonrió-. ¿A qué se dedica, señor Frazer?
– A los seguros. Aburridísimo, pero sirve para pagar las facturas.
– Ya. -Raskin puso en orden sus notas con cuidado-. ¿Y no ha salido de su suite por ninguna razón antes de las diez de la mañana?
– No. -Frazer había perdido hasta su tono intimidatorio, y ya no ofrecía nada más-. Ahora si son tan…
– Angie -interrumpió Kincaid-, ¿a qué hora te has despertado esta mañana?
Ella miró a su padre antes de volverse a Kincaid:
– A las diez, más o menos.
– Angie -dijo Raskin-, tú puedes salir, si no tienes nada que añadir a la declaración de tu padre. -Frazer empezó a levantarse-. Señor Frazer, si no le importa, querría hacerle algunas preguntas más.
– Claro que me importa. Pero no tengo elección.
Raskin aguardó a que Angela hubiera salido y hubiese cerrado la puerta tras de sí.
– Puede llamar a un abogado, señor Frazer, pero se trata de preguntas muy informales. No le estamos acusando de nada. -Frazer se lo pensó e hizo un gesto de consentimiento. Kincaid pensó que había decidido no armar jaleo a estas alturas.
– Señor Frazer, la señorita Whitlake nos ha informado de que pasaron juntos la noche del domingo, desde más o menos las diez hasta las doce. Anteriormente habían ustedes hecho declaraciones que silenciaban esta circunstancia. Según la señorita Whitlake usted le pidió que no lo mencionara porque estaba preocupado por el juicio sobre la custodia.
Graham Frazer, duro e impenetrable, no mostraba fácilmente las emociones, pero Kincaid pensó que su profundo silencio indicaba el alcance de su sorpresa. Al cabo de un rato, balbuceó: