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– ¿Les ha dicho eso? ¿Cassie? Pero si fue ella quien insistió… -Quedó en silencio y añadió, bajito-. Sabía que estaba tramando algo, la muy zorra.

– ¿Está diciendo que no fue usted quien insistió en mentir sobre su actividad de esa noche?

Raskin había perdido algo de su afabilidad formal.

– Sí. Es decir, no. No fue idea mía. ¿Qué tiene que ver eso con la maldita vista sobre la custodia? Y aunque así fuera, no me importaría tanto… Empiezo a creer que Marjorie se saldrá mejor de todo ello. No, era Cassie quien estaba preocupada por su «reputación». Me suplicó que no la pusiera en apuros. -Frazer soltó un bufido de despecho-. Es ella quien ha conseguido hacerme pasar por imbécil.

* * *

Edward Lyle entró antes que su esposa, y sólo se acordó de ofrecerle la silla cuando Raskin la saludó. Kincaid cogió discretamente otro taburete y adoptó su posición de espectador. Lyle estaba muy callado, menos indignado por sus derechos que en otras ocasiones.

– No sé qué puedo decirle yo, inspector. -Lyle se pasó una mano por el cabello ralo-. Qué mala suerte, qué mala suerte la de la pobre señorita MacKenzie.

¿Mala suerte? A Kincaid le pareció una expresión extraña. Aquella mañana había tenido algo más que mala suerte. Raskin dejó que el comentario se desvaneciera antes de hablar.

– Me bastará que me digan qué han hecho ustedes esta mañana, señor y señora Lyle.

– Bueno, hemos desayunado como siempre; a mí me gusta desayunar bien. Luego he ido al pueblo andando a por un periódico y he dejado a Janet escribiendo unas cartas en la suite. Al volver he echado un vistazo al periódico y luego nos hemos puesto a mirar los mapas, para planear la excursión de la tarde, y entonces ha empezado toda la conmoción. Y ya está, inspector. Tengo que decir… -empezó, adoptando un tono más recriminatorio, pero Raskin lo interrumpió:

– ¿Es correcto, señora Lyle? -Lyle tomó aliento para protestar, pero su esposa empezó a hablar.

– Sí… por supuesto. Yo estaba escribiendo a Chloe, nuestra hija, que está en un pensionado. Es una lástima que no pudiéramos venir cuando ella estaba de vacaciones. A ella le habría… -Vislumbró la cara de desaprobación de su marido-. Perdón. Qué tonta. Me alegro de que no esté aquí. -Frunció las cejas mientras tomaba aire, como si tratara de dominarse antes de hablar-. Inspector, lo que ha ocurrido es espantoso. Pero nosotros no tenemos nada que ver.

Se volvió hacia Kincaid, incluyéndole a él en la petición. Algunas hebras grises suavizaban la severidad de su cabello oscuro y espeso. Su piel clara contrastaba con sus ojos negros y expresivos.

De repente, Kincaid pensó que era una mujer muy atractiva, o lo sería, si no estuviera siempre nerviosa y con cara de desconfianza. Recordó su sorprendente vivacidad cuando estaba en el salón de té con Maureen y se preguntó cómo sería si no se hubiera casado con Edward Lyle. ¿Y por qué se habría casado con él? Ésa era la verdadera cuestión, se dijo Kincaid. Hacía quince o veinte años, ¿habría visto una promesa, ahora disipada, en aquel hombre débil y engreído?

– Señora Lyle -respondió Raskin, interrumpiendo las meditaciones de Kincaid-, tenemos que hacer las mismas preguntas a todo el mundo, por si han visto u oído algo importante. Estoy seguro de que lo entiende.

– No hemos visto nada fuera de lo normal -dijo Lyle-. Nada en absoluto.

* * *

Patrick Rennie, siempre tan caballeroso, dejó sentar a su mujer en la silla, solícito. Marta parecía necesitar toda la ayuda posible (evidentemente, no era de los pocos afortunados que no sufren resacas). Llevaba el liso cabello castaño apartado de la cara por una cinta elástica.

– Marta se ha pasado la noche en la cama -refirió Patrick-, porque no se encontraba bien.

Tenía una expresión sincera y complaciente, y no miraba a su esposa al hablar. Dijo que había bajado al salón a preparar un discurso para no molestarla.

– ¿Ha pasado allí toda la mañana, señor Rennie? -preguntó Raskin.

– Bueno, he entrado y salido varias veces. He saludado a Cassie, he subido a por un libro: las citas son útiles al escribir discursos. Ha entrado Lyle y hemos charlado un poco, desconcentrándome, cuando estaba en un punto importante… Pero no he visto a nadie más. Ah, inspector -su voz sonó juguetona-, y les he visto llegar a usted y a su jefe, en coche, por la ventana del salón.

Maldito pretencioso, pensó Kincaid.

– ¿Señora Rennie? -preguntó Raskin.

Ella no dejaba de mover las manos, nerviosa no sólo por ganas de tomar un té, pensó Kincaid. Se humedeció los labios antes de hablar:

– He dormido toda la mañana, como ha dicho Patrick. Me encontraba fatal. Como con gripe… Me acababa de levantar y estaba tomando un café cuando entró Patrick y dijo que había mucho jaleo arriba y abajo de las escaleras, puertas que se abrían y cerraban, que algo pasaba. -Rebuscó un cigarrillo en su bolso-. Lo siento por la señorita MacKenzie, parecía buena persona.

El elogio no podía ser peor, pensó Kincaid, pero al menos Marta Rennie había dedicado un pensamiento a Penny.

– La señorita MacKenzie parecía muy afectada cuando se marchó anoche. ¿No ha podido…?

– No, señor Rennie -respondió Raskin a su pregunta inacabada-. No existe posibilidad de que las heridas hieran autoinfligidas.

12

– Pues esto es todo.

Peter Raskin bostezó y se estiró.

– Tan inútil como la otra vez -dijo Kincaid, disgustado-. No se habrían necesitado más de cinco minutos. Cualquiera ha podido bajar a la cancha de tenis y subir de nuevo. Aparte de los Hunsinger, claro -se corrigió-, nunca los he tomado muy en cuenta.

Raskin se incorporó en la silla giratoria y observó a Kincaid.

– ¿Y qué hay de la señorita Emma MacKenzie? ¿Y de Hannah Alcock?

– Sí, entran en el abanico de posibilidades. Emma ha podido seguir a su hermana a la cancha de tenis…

– Un auténtico crimen familiar -interrumpió Raskin-. Ya se sabe que a veces todos esos años de vida en común estallan…

– ¿Por qué motivo? ¿Las cabras? Ya se sabe que la violencia familiar casi siempre se ve precipitada por el alcohol y se da en un impulso repentino. -El tono de Kincaid fue más vivo de lo que pretendía-. De todas formas, no lo creo. Emma quería mucho a Penny. Se encontrará perdida sin tener que cuidar a Penny y preocuparse por ella -levantó la mano cuando Raskin iba a hablar-, y no me venga ahora con eutanasias, al menos con una raqueta de tenis.

– De acuerdo -admitió Raskin-. Reconozco que es improbable. ¿Qué me dice de la señorita Alcock?

Kincaid se agitó incómodo en el taburete.

– No me convence, Peter. No creo que el patólogo nos dé una hora más exacta de muerte de la que nos dan las circunstancias. Según Emma, Penny salió de la suite a eso de las ocho y media. La señorita Alcock vino a verme a esa misma hora, se quedó… -pensó un momento- una media hora. Mi sargento me ha llamado muy poco después de que saliera, y he mirado el reloj. Eran las nueve y cinco. Usted se ha topado con la señorita Alcock en el aparcamiento, cuando venía a buscarnos, a las…

– Nueve y media. Acababan de terminar las noticias de la media en la radio del coche.

– Pues…

– Ha tenido tiempo -dijo Raskin con calma-. Justo. Y yo la he visto llegar atravesando el césped desde la cancha de tenis. Lo más sensato hubiera sido que me dijera que acababa de encontrar el cuerpo de Penny.

– Pero no lo creo. -Kincaid se levantó y se puso a medir el minúsculo despacho con sus pasos-. No me convence. ¿Qué motivo podía tener?

– ¿Qué motivo podían tener todos? Ninguno tiene sentido -dijo Raskin exasperado-. Y el inspector jefe Nash no va a dejar pasar nada, ya lo sabe.