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– ¿Y su ayudante también vive en el lugar? Parece una persona encantadora.

Cassie se puso rígida. Su voz, al pronunciar la condena social de Sebastian Wade, tenía la misma punta venenosa que antes.

– No, vive en el pueblo, con su madre, que tiene el estanco. -Se frotó las manos, como si se sacudiera las migas-. Y ahora perdone, pero tengo cosas que hacer. Si necesita algo, llámeme. Si no, nos veremos más tarde.

Esta vez su sonrisa fue breve, nada invitante. Cassie salió sigilosa y lo dejó solo en el balcón.

2

Penelope Mackenzie echó una mirada furtiva al saloncito de la suite, donde su hermana Emma estaba absorta comparando una lista de pájaros con las notas del día que había tomado. Penny se acomodó delante de la ventana de la habitación, con un rápido suspiro de alivio. Todavía disponía de unos minutos más sin preguntas, una pequeña evasión del atento control de su hermana.

Las cosas eran diferentes antes de que muriera su padre. En realidad, Penny entonces no era tan olvidadiza; sólo un poco despistada a veces. Pero después de aquellos largos meses del final de la enfermedad de su padre, algunas de las frágiles relaciones entre pensamiento y acción parecían haberse disipado.

Sin ir más lejos, la semana pasada puso una cazuela con agua a hervir y fue a buscar un libro al salón. Cuando se acordó de la cazuela, el agua se había evaporado y la capa del fondo de la cazuela se había derretido y fluía por la encimera como un río plateado. Y también metió los restos del estofado del domingo en el homo en lugar de en la nevera. Emma se había puesto furiosa al encontrarlo al día siguiente, y tuvo que tirarlo.

Pero aquellos eran despistes menores. En cambio a Penny no le gustaba recordar el día que salió de tiendas por el pueblo, hizo sus compras y luego no pudo recordar cómo volver a casa. En su mente, en el lugar del cuidado sendero que cruzaba el pueblo de Dedham y subía por la colina hasta Ivy Cottage, había un vacío.

Se precipitó, horrorizada, al acogedor salón de té de su amiga Mary. Se sentó, jadeante, charlando y se tomó un té caliente y dulce, fingiendo que no se había abierto un agujero en su universo, hasta que vio pasar a un vecino. Lo alcanzó y le preguntó, sin aliento: «¿Va para casa? Voy con usted, si no le importa, George». Mientras caminaba, fue recordando el entorno, llenando los espacios en blanco; pero el miedo se instaló definitivamente en su interior. No se lo dijo a nadie, y desde luego no se lo dijo a Emma.

Tal vez lo que necesitaba eran unas vacaciones, quince días sin responsabilidades. Le había costado lo suyo convencer a Emma de que se lo merecían después de aquellos años junto a su padre. A fin de cuentas, habían heredado su dinero y podían hacer lo que quisieran. Vio un folleto de la multipropiedad en la agencia de viajes del pueblo. Followdale era precioso, cada rincón tan bonito como lo había imaginado.

– ¿Ya estás soñando despierta, para variar, Pen? -La voz de su hermana la sobresaltó-. Vamos, espabila. Más vale que salgamos a la compra ya, si tenemos que volver para arreglarnos para el cóctel.

Emma sacó del armario el impermeable y empezó a ponérselo con su absurda prisa habitual.

– Sí, Emma, ya voy -respondió Penny. Más valía no hacerla enfadar, o peor, causar que le hablara con su raro tono cargado de paciencia. Penny se frotó la frente con las yemas de los dedos, como si al suavizarse las arrugas, su rostro pudiera recuperar la habitual pátina de alegría, y sonrió abiertamente cuando Emma se volvió hacia ella.

* * *

Veintiocho… veintinueve… treinta… Hannah Alcock, sentada delante del espejo, contaba los movimientos suaves y circulares del cepillo de pelo. Qué raro, pensó, cómo conservamos los hábitos de la infancia. No sabía de ninguna razón lógica por la cual tuviera que cepillarse el pelo cien veces al día, pero si cerraba los ojos un momento, se veía sentada en su antiguo tocador, en camisón, mirando como el arco del cepillo descendía por su cabello largo y castaño, y oía la voz de su madre desde el distribuidor: «Hannah, cariño, acuérdate de cepillarte el pelo».

Había pasado mucho tiempo, casi treinta años, desde la noche en que metió las tijeras en su cabellera larga hasta la cintura y se la cortó. Cayó como un manto por su espalda, de un color castaño brillante, con reflejos caoba, el orgullo de su madre, y ella se lo había cortado brutalmente a la altura del cuello.

Aunque desde entonces había llevado el pelo corto, había seguido cepillándoselo por las noches. Un ritual tonto, que tenía que haber rechazado en su remota adolescencia, pero cuando estaba nerviosa, como esa noche, le resultaba extrañamente tranquilizador. Los músculos del estómago se relajaron a medida que respiraba al ritmo del cepillado, y para cuando dejó el cepillo de plata junto al espejo a juego, se sentía algo más capaz de afrontar la noche.

El cóctel había empezado hacía un cuarto de hora. Si no se daba prisa, llegaría más tarde de lo debido. Sin embargo, siguió estudiándose en el espejo. Había acabado por pensar que tenía una cara bonita, al superar el deseo infantil de tener una belleza convencional. Las niñas mofletudas y rubias que tanto envidiara se habían descolorido, su piel se había vuelto fofa y el cabello con reflejos y teñido tapaba el gris invasor. Ella, que ahora llevaba un corte cuidado y caro, tenía sólo unas cuantas canas en las sienes, y la fuerte y marcada estructura ósea que había desdeñado, ahora le daba carácter y la hacía llamativa.

Llevaba años sin preocuparse por la opinión de los demás. Tenía éxito, era segura y serena, pensaba que nada podría alterar su equilibrio, tan cuidadosamente edificado. Hasta que las conmociones, lentas y extrañas, del último año habían crecido en su interior, envolviendo toda su vida, y la habían empujado a actuar de forma decididamente irracional.

Había planeado el encuentro con toda la atención que dedicaría al experimento más complicado, había contratado a un detective privado para enterarse de los detalles de la vida de él, había comprado la multipropiedad para la misma semana… Y allí estaba, vacilando en el último momento, sufriendo el terror escénico como la niña torpe que fue.

¿Tenía algo que perder, al fin y al cabo? Podía pasar la semana recorriendo los pasillos, un saludo, un contacto físico casual, y luego él se marcharía sin recordar su nombre ni su rostro. Aquello no podía hacerle daño.

Pero también podían hacerse amigos. No pensaba en nada más, en lo que le diría, en cómo reaccionaría él. Todo empezaría aquella noche, con una presentación fácil seguida probablemente de un intercambio de nimiedades.

Se levantó, recogió el bolso del saloncito y cerró la puerta tras sí con firmeza.

* * *

Duncan Kincaid se apoyó en la barandilla del balcón, sin ganas de moverse, sin ganas de hacerse el nudo de la corbata y cumplir con los requisitos que dictaban las obligaciones sociales. Su estallido de energía anterior había dado paso a un estado letárgico.

Sería más fácil prepararse algo de cena y echarse en el sofá con el gastado ejemplar de Jane Eyre que había encontrado en el cajón de la mesilla. Los huevos, bacon y la barra de pan recién horneado que había comprado en la tienda del pueblo eran provisiones suficientes para una noche tranquila.

Mientras echaba un vistazo a la sección de galletas de la tienda, había oído una vocecita de niña a sus espaldas: «Usted debe de ser el nuevo huésped. Teníamos muchas ganas de conocerlo». Se volvió y vio a una mujer menuda envuelta en una voluminosa capa escocesa. Tendría unos sesenta años, con un mullido nido de cabello gris en torno a su fino rostro y unos ojos extraordinarios. Por debajo de los pliegues de la capa, asomaban unas botas con lazos, pasadas de moda.