El tono falso había desaparecido; hablaba con amargura.
Kincaid tuvo la impresión de que se había asomado bajo el cascarón por segunda vez en aquella tarde. Un atisbo, sin embargo, que no iba a pasar de eso, pues Sebastian emprendió el descenso por las amplias escaleras hasta la entrada y continuó su monólogo.
– Nos queda la planta baja. La suite de delante está vacía esta semana. Se llama la Herriot, * por cierto. Una suerte que no haya también la Siegfried o la Tristán. Nos encanta echar mano de nuestras celebridades locales en cuanto podemos. Ya le he hablado de los Rennie; y la suite trasera del otro lado tiene la joya de la semana, las hermanas MacKenzie, de Dedham Vale. Las dos ancianitas se lo han pasado en grande durante la primera semana, son conmovedoras. -Al ver la sonrisa de entendimiento de Kincaid, continuó-. Veo que ya las conoce. Pero no se deje engañar por las apariencias. Tal vez a Emma le haya parecido más Munnings * que Constable, pero no creo que sea tan masculina como quiere hacer creer, ni Penny tan tonta.
Habían llegado a la entrada e hicieron una pausa.
– ¿Y los chalets? -preguntó Kincaid.
– Están vacíos. Aparte del de Cassie. -Otro asunto zanjado, pensó Kincaid ante la brusquedad de Sebastian-. La recepción ya la ha visto. Al otro lado está la sala, que lleva al bar White Rose. Eso anima a que los propietarios se reúnan. Se supone que se fundamenta en la honradez, pero siempre hay quien no paga: cuando se han servido la bebida miran furtivamente por la sala por si los ven poner o no el dinero en el bol.
Sebastian se miró al espejo del vestíbulo, se peinó un mechón de pelo con los dedos y se arregló los pantalones a la altura de la estrecha cintura.
– Bueno, es hora del teatro y la diversión. ¿Puedo acompañarle a la batalla?
Lo miró con tanta complicidad como si le guiñara el ojo, dejando en Kincaid la sensación de ser tan transparente a ojos de Sebastian Wade como el resto de los tontos del mundo.
En la sala, el ambiente estaba cargado de humo y la mala ventilación, que producía picor de garganta, se sumaba al rojo de las barras eléctricas que brillaba en la chimenea. Los huéspedes formaban grupitos como para protegerse sobre la alfombra de estampado rojo y verde, y sus voces se mezclaban como en un coro.
Sebastian lo acompañó por la sala hasta la barra y le sirvió una cerveza. Mientras esperaba, Kincaid se fijó en una habitación detrás de la barra a la que Sebastián no había hecho referencia. A diferencia de la pulcra y ordenada recepción donde Cassie lo recibiera, ésta era un verdadero despacho: un escritorio gris metálico y un armario, una resistente silla de secretaría y una percha de madera dentada sustituía la elegancia estilo Reina Ana. Los papeles cubrían en parte la calculadora, desparramados sobre la mesa hasta la máquina de escribir. Aquel debía de ser el dominio de Cassie, el centro neurálgico de la casa. No era de extrañar que Sebastian hubiera decidido pasarlo por alto.
Volvieron a cruzar la sala con sus bebidas hasta un lugar privilegiado junto a la puerta. Sebastian se apoyó contra la pared apuntalando un pie y repasó la sala con vivo interés.
– A ver -dijo-, es el momento de las adivinanzas. Veamos si sitúa al resto del grupo.
Cuatro personas estaban reunidas frente a la barra, con bebidas en la mano, en parte atentas a la conversación y en parte a la sala, con aires de estar acostumbradas a los cócteles.
– Están pegando un buen repaso, no vayan a perderse algo interesante -Sebastian dio un sorbo a su jarra y esperó a que Kincaid relacionara caras y descripciones.
– Hum -dijo Kincaid, aceptando el reto-, el señor alto e impecable con traje Savile Row… ¿es el político?
Esbelto, con el cabello brillante y bien cortado, era un hombre de pómulos prominentes que daban distinción a su rostro. Le relucían hasta las uñas de la mano con que sostenía el vaso. Sebastian asintió y Kincaid continuó:
– No es sólo por la pinta. Parece que esté en un escaparate, para que lo miren. A ver, la mujer de pelo crespo y el vestido tejano holgado. No es su esposa… Es la propietaria del centro de salud. Maureen, ¿no?
Sebastian sonrió, aprobador.
Un hombre enclenque de mediana edad, cabello ralo y gafas, monopolizaba la conversación. Los demás rostros expresaban varios grados que iban del desinterés al puro aburrimiento.
– El señor Lyle, de Hertfordshire, ¿verdad? Y la mujer morena con cara de sufrimiento tiene que ser su esposa.
– Bravo. Perfecto. A ver si los remata…
– Ni que fueran toros. -Kincaid repasó la sala, obediente; le divertía poner a prueba su memoria casando nombres y descripciones.
En una mesa junto a la ventana había un hombre voluminoso, con el cabello ralo compensado en cierto modo por una espesa barba castaña que le cubría la barbilla. Estaba jugando con dos niños, y aunque tenían la atención puesta en un tablero, parecía incómodo por la chaqueta y la corbata, se tiraba con los dedos del cuello de la camisa y agitaba los hombros inquieto dentro de la chaqueta.
– El resto de los Hunsinger, sin duda.
Sebastian no lo oyó. Había centrado toda su atención en una jovencita que estaba sola apoyada en la pared. Su cara conservaba una redondez infantil que ablandaba sus rasgos, todavía indefinidos; Kincaid pensó en un púding sin cuajar. Las ojeras oscuras le daban un aire espectral, y el cabello de punta y veteado de violeta parecía una extensión natural de su gesto hosco. Kincaid dio un codazo a Sebastian y dijo bajito:
– ¿Angela? Quizás debería ir a ver si puede animarla. Yo me sé cuidar solo.
– De acuerdo -dijo Sebastian-. Hasta luego.
Kincaid se arrepintió casi de inmediato. La mujer del vestido de tela vaquera se encaminó hacia él esquivando el sofá, con una sonrisa resuelta. Parecía haber estado esperando la oportunidad de escapar. Llamó su atención una mujer que vacilaba en el umbral. Llevaba un conjunto sedoso, color crema, estampado con rosas, contrastando con su aspecto llamativo y anguloso. La que faltaba, la científica, pensó, pero antes de que pudiera dar un paso hacia ella, Maureen Hunsinger lo alcanzó como una marea llena de buenas intenciones.
Hannah encontró la reunión en pleno apogeo, y cuando entró en el salón intentó ostentar una expresión alegre. Se dirigió a la barra y se sirvió un whisky, sin lograr recordar cuándo había necesitado antes algo de alcohol para actuar.
A su lado, sirviéndose una copa de licor de jerez abundante, estaba la más fofa de las hermanas MacKenzie con su suave cabello gris desplegado en forma de halo alrededor de la cara, como si hubiera atravesado un vendaval. Penny hizo una inclinación a Hannah y levantó la copa, susurrando con tono cómplice:
– Un regalo especial -dijo, y prosiguió, con confianza ingenua-, y ¿qué le parece nuestra nueva adquisición, señorita Alcock? Nos hemos encontrado con él esta tarde en la tienda, un hombre encantador, tan educado… Cassie dice que trabaja para el gobierno, lo cual resulta lamentable. Nadie lo diría.
Hannah siguió su mirada hasta el otro lado de la sala, donde un hombre alto estaba apoyado en la pared, clavado como una mariposa con un alfiler por una mujer bien dotada y vestida de forma llamativa. No tenía aspecto de funcionario. Buena presencia, treinta y tantos, o quizás algo más, de cabello castaño claro, revuelto, y una nariz ligeramente irregular. Escuchaba a Maureen con expresión divertida, pero Hannah percibió en él sentido de la observación y una serenidad que lo mantenía a distancia.
– Kincaid -dijo Penny-. Se llama Duncan Kincaid.
Hannah apartó la vista y se reprochó haberse distraído con semejantes tonterías cuando tenía algo más importante en que pensar. Entonces, como si hubiera notado su mirada, Kincaid se volvió y sus miradas se cruzaron. Él sonrió. Con una sonrisa de oreja a oreja, tan maliciosa como amable, y completamente desarmante.