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Cassie apareció junto a Hannah con su acostumbrada y callada eficiencia, anunciada por la fragancia penetrante y fresca que usaba. A Hannah le recordó el olor de las hojas cuando queman.

– Según tengo entendido, se ha encontrado esta mañana con la señorita MacKenzie. Permita que le presente a los demás huéspedes.

Cassie ejecutó su papel de anfitriona con impecable profesionalidad, tal como Hannah esperaba. El encuentro que tan fervientemente deseaba se cumpliría sin esfuerzo, con la facilidad de un encuentro casual. Tenía que evitar traicionarse con un tartamudeo o un gesto incontrolado, pero contrajo tan fuertemente los músculos abdominales que le costaba respirar. Se obligó a relajarse e inspiró hondo, diciendo, con una sonrisa tan leve como la de Cassie:

– Desde luego, será un placer.

3

El aire olía a humo de leña y a comida. Kincaid olisqueó con placer, mientras recorría el corto camino que iba desde el aparcamiento del Carpenter’s Arms, y su estómago respondió con un gorjeo. El discurso de Maureen Hunsinger sobre los beneficios de las algas y del tofu le habían provocado visiones traicioneras de empanada humeante de carne, patatas fritas y compota de manzana. Cassie le había recomendado aquél como el restaurante favorito de los entendidos y cuando Kincaid empujó la pesada puerta entendió por qué. El lugar podía ser recargado, pero el fuego encendido en el hogar, en el extremo de la barra, lo invitaba con su parpadeo. Pidió una caña de cerveza local y se fue a calentar la espalda junto al fuego, sin prisas ya por comer.

La noche de los domingos no había mucha clientela, y la sala estaba tranquila. Kincaid bebía cerveza mirando a su alrededor con interés. Unos cuantos parroquianos charlaban con el camarero sobre la carrera del día siguiente en Catterick.

Al fondo de la sala, había una mujer sentada junto una mesita, estudiando la carta con unas gafas de leer puestas sobre la punta de la nariz. Reconoció a Hannah Alcock, aunque en el cóctel no se la presentaron. Cassie había conseguido presentarle a casi todos, pero Hannah se retiró pronto, sola. Ahora estaba concentrada en la carta y, pensando que no encontraría momento mejor para remediar la falta, se dirigió hacia ella.

Hannah Alcock pareció sorprendida cuando él se detuvo delante y se presentó. A Kincaid le pareció percibir una punta de decepción pintada en su cara antes de que le sonriera, pero la impresión fue tan rápida que la achacó a su imaginación. Ella se quitó las gafas y las guardó rápidamente en su bolso.

– Una pequeña vanidad -se disculpó-. Las gafas son una necesidad de la edad, pero no me he acostumbrado. ¿Se sienta conmigo?

– Gracias. Dicen que se empieza viendo mal de cerca, y que antes de darnos cuenta llevamos gafas bifocales. Qué alegría, ¿no?

– Dios no lo quiera -rió ella-. En ese caso mi vanidad podría resultar un inconveniente. Le reconozco del cóctel. Penny MacKenzie estaba muy impresionada.

– Yo también por ella. Penny es encantadora, pero a su hermana no creo caerle tan bien. Me hace sentirme como si hubiera olvidado la lección, o como si llevara la corbata torcida.

Hannah se echó a reír.

– Ya le entiendo. ¿Es la primera vez que viene?

– Sí, y sólo gracias a la generosidad de mi primo. ¿Y usted?

– También. He llegado esta mañana. Me pareció buena idea -hizo una pausa y Kincaid tuvo la sensación de que estaba a punto de decir algo- probar unas vacaciones diferentes. Siempre he…

– Perdone, señora. Su mesa está preparada. -La camarera vaciló, mirando a Kincaid-. ¿El señor…?

Kincaid se levantó, sintiéndose repentinamente fuera de lugar.

– No quiero entretenerla…

Hannah hizo un gesto con la mano, rozándole la muñeca.

– No, no, sería una tontería cenar cada uno por su cuenta. Cenemos juntos. Me apetece su compañía.

– Si no le importa… -fue todo lo que pudo murmurar, de pronto deprimido ante la idea de cenar solo.

El pastel de carne estaba a la altura de sus mejores expectativas, con su costra dorada y el relleno enriquecido con vino y setas. Un exceso de setas, a decir verdad, pues habían empezado por la especialidad de la casa, champiñones rellenos de paté, empanados y fritos. Maureen Hunsinger, pensó satisfecho, quedaría horrorizada.

Hannah se había comido su trucha en camisa con una delicada precisión y ahora alineaba el cuchillo y el tenedor en el centro del plato, en perfecto paralelismo. Contempló a Kincaid por encima de su copa de vino.

– ¿Está casado?

– Divorciado.

– ¿Con hijos?

Con la boca todavía llena, negó con la cabeza.

– Entonces, ¿hay una buena relación?

– Normal. -Se encogió de hombros y oyó un eco amargo en su voz. Le sorprendió que le escociera aún tanto. Había pasado mucho tiempo, al fin y al cabo, y el tiempo todo lo cura. Entonces él estaba haciendo el curso de inspector en Bramshill, había aceptado una invitación a una fiesta en Oxford, y fue hendido como un arbolito bajo un hacha. Victoria, el nombre le pegaba, tenía los huesos finos y era de una rubio cegador (como la luz del sol sobre el mármol, le había dicho él una vez, en un exceso poético que ahora le mortificaba recordar), con cabello como algodón de azúcar y una expresión grave que lo intrigó.

La felicidad duró menos de dos años. ¿Cómo podía haber estado tan ciego, él, entrenado a descifrar las expresiones y el lenguaje del cuerpo? Ella se saltaba las clases, no acababa la tesina, se ausentaba injustificadamente, y su distanciamiento se convirtió en una barrera impenetrable. Cuando la magnitud del cambio acabó por filtrarse hasta su conciencia, exhausta por el exceso de trabajo, ya era demasiado tarde.

– Lo siento -la voz de Hannah lo sacó de su abstracción-, no debí preguntar eso.

Kincaid sonrió, sacudiéndose la melancolía momentánea.

– Supongo que podría ser peor. ¿Y usted?

– Soy una solterona. Es el término más apropiado.

– Para usted no: «solterona» suena a señorita de pelo gris, y no encaja en la descripción. -Kincaid la observó, preguntándose por qué una mujer tan atractiva no se habría casado.

Hannah se adelantó:

– Me encanta mi trabajo. Y mi independencia. Creía que me bastarían.

Mientras hablaba, jugueteaba con un anillo de su mano derecha. Kincaid se preguntó si el uso del pasado era inconsciente.

– Sebastian me ha dicho que es una científica.

– Biogenética. Dirijo una clínica privada que investiga algunas enfermedades virales raras. La esposa del propietario murió de CJ y él se ha dedicado desde entonces a buscar una cura.

– ¿Qué es CJ? -preguntó Kincaid-. ¿Debería saberlo?

– Perdone. Quiere decir la enfermedad de Cruetzfeld-Jakob. Provoca desorientación, parálisis muscular, demencia prematura. Y es fatal. Se cree que la causa es una partícula viral llamada prion. -Como él la miraba inquisitivo, explicó-: Los priones son subvirus, proteínas puras que no tienen ADN propio. Explotan la proteína de las células que los alojan con el objetivo de reproducirse. El prion parece ser una perversión infecciosa de una proteína normal humana llamada PrP… bueno, da igual. Ya se ha perdido. Pensará que debería estar acostumbrada, a estas alturas, ver esa mirada perdida muy a menudo.

– ¿La clínica está en Londres?

– En Oxford. Es un establecimiento pequeño, en realidad, y Miles vive en el piso más alto de la casa.

– ¿Miles?

– Miles Sterrett. Se llama Clínica Julia Sterrett por su esposa. Era joven cuando la enfermedad la afectó y para él fue terrible. No ha recuperado nunca la salud, y últimamente parece deteriorarse con rapidez. Pequeñas apoplejías, según el médico.