Kincaid asintió:
– Eso me temo. ¿Podría usted ir al despacho y llamar a la policía local? Y luego esperarlos para acompañarlos hasta aquí.
– Pero… ¿y los niños?
– Ya han visto lo peor. No creo que unos minutos los perjudiquen todavía más. Alguien tiene que quedarse con el cadáver. Si los mando subir solos sus padres bajarán inmediatamente, y es mejor que haya el menor lío posible antes de que llegue la policía.
Emma reflexionó un momento, con aire, ausente, abrazando la toalla doblada contra su cuerpo.
– De acuerdo -dijo, recuperando la eficiencia. Salió, acompañada por el ruido de sus chancletas sobre las baldosas.
Ella había aceptado su autoridad sin cuestionarla, pensó Kincaid, pero no todo iba a resultarle tan fácil. Había sido un estúpido al fingir no ser quien era, y ahora tendría que apechugar. Tenía un instinto de policía demasiado desarrollado para sofocarlo. Sentía ya que sus sentidos se aguzaban, como al principio de cada caso. Pero éste no era suyo, se recordó con determinación. No estaba en su jurisdicción, y sus colegas de la zona lo verían como un estorbo: Scotland Yard metiendo las narices donde no la llaman. No conocía a ninguna de aquellas personas, tal vez sólo a Hannah. No quería tener más que una relación casual con ellos y no debía implicarse por nada del mundo. Sintió un aguijonazo en la conciencia. Sebastian le caía bien. De pronto, se notó agotado. Se le ocurrió, en el breve remanso entre el descubrimiento y la actuación oficial, que estaba sufriendo cierto grado de conmoción. Siempre sentía un acceso de lástima y rabia al encontrarse con un cadáver, aunque había aprendido a distanciarse, a categorizarlo. Pero nunca antes se había encontrado con el cuerpo de alguien a quien había conocido, tocado, con quien había hablado horas antes. Sintió la necesidad de hacer un gesto especial, de reconocimiento. Se arrodilló y tocó por un instante el hombro desnudo de Sebastian.
Se estremeció. Tenía la piel mojada y fría ahora que el acceso de adrenalina había bajado. Por bien que le hubiera caído Sebastian, él no era responsable de su muerte, no tenía otro poder oficial que el de un testigo inocente. Y como no podía hacer nada más por Sebastian Wade, volvió al lado de los niños.
El policía de guardia no tardó en llegar, abotonándose todavía la chaqueta del uniforme. Era un hombre joven y grueso, de cara redonda y rubicunda y expresión ligeramente bovina.
– A ver, ¿qué es eso de que se ha ahogado un hombre en la piscina?
– No se ha ahogado -dijo Kincaid. Le hizo una señal a Emma, que le pisaba los talones al policía, para que se quedara con los niños-. Se ha electrocutado. Con un aparato pequeño, supongo. Lo he desenchufado desde arriba, antes de sacarlo del agua, pero no he comprobado qué era.
– ¿Ha tocado el cadáver, señor?
Observó con calma a Sebastian que yacía como una ballena varada en el borde de la piscina, aunque a Kincaid le pareció que perdía algo de su color rosado.
– Pues claro que lo he movido. Tenía que comprobar que estaba muerto.
La exasperación de Kincaid hizo que el policía se afirmara en su dignidad oficial. Se irguió en toda su altura, nada despreciable, sacó cuaderno y lápiz y se balanceó sobre los talones.
– ¿Y usted quién es, señor?
Por desgracia, chupó el lápiz antes de llevarlo al cuaderno, y eso le hizo perder algo de la imagen de competencia y autoridad que pretendía darse.
– Me llamo Kincaid. Soy detective. Comisario de Scotland Yard. Estoy aquí de vacaciones y casualmente he sido el primero en bajar, aparte de los niños. Y, gracias a Dios, ellos no han tocado nada.
Había averiguado que los niños se llamaban Bethany y Brian, y que se habían escabullido de la habitación mientras sus padres dormían.
– Es que queríamos explorar -le había explicado Brian, con un ceceo exagerado por el hueco de un diente-. Parecía que el hombre estaba nadando y podía aguantar mucho sin respirar. Pero no salía y no salía…
– Y estaba muy raro -añadió Bethany-. No sabíamos que era Sebastian, no hemos visto su… y entonces Brian se ha echado a llorar. -La niña había mirado con reprobación a su hermano, con toda la superioridad de una hermana mayor, ahora que el horror se había quedado al otro lado de la puerta-. ¿Hemos hecho algo mal?
Brian hizo un puchero, al borde de las lágrimas, y Kincaid se apresuró a tranquilizarlos:
– Los dos habéis sido muy valientes y muy responsables. Vuestro papá y vuestra mamá estarán orgullosos de vosotros, y en cuanto llegue la policía alguien os acompañará arriba, con ellos.
El policía parecía haber decidido que Kincaid no podía ya causar ningún daño. Después de todo, llevaba solo con el cadáver un buen rato:
– Agente Rob Trumble, señor. Tengo que llamar a la central. Si no le importa…
– Claro. -Kincaid le hizo un gesto de despedida y se quedó ante el cadáver, indeciso. Con qué diablos lo habrían hecho, se preguntaba. Se quitó el albornoz y se introdujo en el agua templada. Se envolvió la mano con un trozo de tela, la metió en el agua y sacó el objeto del fondo con cautela. Era un calentador eléctrico portátil, del tamaño de un bolso de mujer, y si no estaba muy equivocado, lo había visto, o uno muy parecido, bajo el escritorio metálico de Cassie.
El agente Trumble, sonrojado por la excitación e imbuido de autoridad, dio permiso a Kincaid para secarse y vestirse, y Emma fue a acompañar a los niños a su habitación. Kincaid no tenía ganas de que los oficiales de la jefatura de policía de Mid-Yorkshire lo encontraran desnudo, mojado y sin documentación. No tenía sentido ponerse en una posición de desventaja psicológica. Se había friccionado la cabeza con la toalla, se había puesto los tejanos y un gastado jersey de algodón azul. Con zapatillas de deporte y la cartera y las llaves bien guardadas en el bolsillo, se sintió suficientemente armado. Cuando bajaba ya las escaleras de la piscina, un vacío en el estómago le recordó que no había desayunado.
Cuando había vuelto a su habitación le sorprendió que fueran las ocho, y que la mañana avanzara a su paso habitual. La prometedora calma de una hora antes parecía a años luz de distancia. En la casa se iniciaba el revuelo. Oyó las puertas abrirse suavemente y movimientos en las habitaciones vecinas. La policía local tendría que apresurarse a retener a los huéspedes antes de que iniciaran su éxodo diario.
Kincaid volvió junto a Trumble, que vigilaba la piscina en silencio, y cuando llegó el inspector jefe Bill Nash, acompañado del inspector Peter Raskin, Kincaid se alegró de ir vestido. Nash era calvo, corpulento y arrugado, como un elfo jovial con voz campechana de Yorkshire y ojillos negros y opacos como el alquitrán. Nash dio un golpecito a la tarjeta que le mostraba, y Kincaid tuvo la sensación de haber sido valorado y rechazado en cinco segundos.
– Estamos buenos -dijo Nash-, uno de Scotland Yard que no tiene nada mejor que hacer que meterse en los asuntos de los demás. Lo que nos faltaba. ¿Y cómo ha llegado tan rápidamente al escenario, muchacho?
Kincaid disimuló su antipatía y se obligó a mostrarse razonable:
– Mire, inspector, por pura coincidencia. No tengo ninguna intención de meterme por medio, pero me gustaría mirar, si no molesto.
– Pues procure no molestar. -Nash se daba cuenta de que no era conveniente desde un punto de vista político echar del lugar a un oficial de Scotland Yard, pero su voz no era acogedora. Estudió el cadáver con detenimiento-. El señor Sebastian Wade, ¿verdad?, ayudante de dirección. Ex ayudante de dirección, más bien.
Permaneció en un silencio contemplativo por un momento más, luego salió de su abstracción.
– Peter, toma declaración al señor Kincaid, para que pueda irse a sus quehaceres.