El yort siguió, recorrió lo que aparentemente podían ser dos kilómetros, e Hissune fue detrás de él, cruzó el océano de diversión deseando tener un centímetro de estatura. Pero al cabo de unos instantes comprendió que los comensales no se reían de él sino de un grupo de acróbatas enanos que trataba de formar una pirámide humana con el propósito deliberado de hacer reír, y su nerviosismo disminuyó. Finalmente pudo ver el estrado, y allí estaba el mismo lord Valentine llamándole por señas, sonriente, indicándole que había una silla libre junto a la suya. Hissune pensó que iba a echarse a llorar de alivio. A pesar de todo, todo iba a ir bien.
—¡Majestad! —resonó la voz de Vonorkis—. ¡El Iniciado Hissune!
El joven se dejó caer en la silla con aire de cansancio y agradecimiento, en el mismo momento que un aplauso estruendoso resonaba en el salón para premiar la actuación de los acróbatas una vez finalizado su número. Un camarero le entregó un vaso hasta el borde de reluciente vino dorado y, mientras se lo llevaba a los labios, otros comensales situados cerca alzaron sus copas a modo de saludo. La mañana del día anterior, durante la conversación tan breve como asombrosa que sostuvo con lord Valentine y en la que la Corona le había ofrecido entrar a formar parte de su grupo de allegados en el Monte del Castillo, Hissune vio de lejos a algunos de los invitados, pero no hubo tiempo para presentaciones. Sin embargo en ese momento estaban saludándole, ¡a él!, y presentándose. Pero no precisaban presentación, ya que se trataba de héroes de la gloriosa guerra de restauración de lord Valentine y todo el mundo los conocía.
La corpulenta guerrera sentada junto a él debía ser Lisamon Hultin, guardaespaldas personal de la Corona que, así se aseguraba, liberó a lord Valentine de la panza de un dragón marino después de que éste hubiera engullido a la Corona. Y el hombrecillo de piel asombrosamente blanca, el de las canas y el rostro lleno de cicatrices, era, sin lugar a dudas, el famoso Sleet, maestro malabarista de lord Valentine en los días del exilio. Y el hombre de mirada penetrante y gruesas cejas era Tunigorn, el maestro arquero del Monte del Castillo. Y también estaba el menudo vroon de numerosos tentáculos, el mago Deliamber; un hombre casi tan joven como el mismo Hissune, el de las pecas, que seguramente era Shanamir, pastor en otros tiempos; el yort delgado y majestuoso que era gran almirante, Asenhart… Sí, los más famosos… E Hissune, que hasta entonces se había considerado inmune a cualquier clase de admiración, sintió enorme admiración por el hecho de hallarse en tal compañía.
¿Inmune a la admiración? Caramba, en cierta ocasión había abordado a lord Valentine para arrancarle descaradamente medio real a cambio de una visita al Laberinto, y otras tres coronas por encontrarle alojamiento en el anillo exterior. Entonces no sentía admiración. Coronas y pontífices eran simples hombres con más poder y dinero que la gente normal y obtenían sus cargos por la buena suerte de haber nacido entre la aristocracia del Monte del Castillo para ascender con los accidentes afortunados precisos que los llevaban a la cumbre. Para ser Corona no había que poseer una inteligencia especial, o así lo había comprendido Hissune hacía años. Al fin y al cabo, lord Malibor salió un día a cazar dragones marinos y se dejó devorar estúpidamente por uno de ellos. Lord Voriax murió de forma igualmente necia por culpa de una flecha perdida que le alcanzó mientras cazaba en el bosque. Y su hermano lord Valentine, con fama de ser muy inteligente, tuvo el poco sentido común de beber y divertirse con el Rey de los Sueños, acabando drogado, despojado de su memoria y alejado del trono. ¿Sentir admiración por esas cosas? Bien, en el Laberinto cualquier niño de siete años que mostrara tanto desprecio por su bienestar sería considerado tonto de remate.
Pero Hissune había observado que parte de su irreverencia anterior iba suavizándose con el paso del tiempo. Cuando se tienen diez años y se ha vivido del ingenio en la calle desde los cinco o seis, es muy fácil burlarse del poder. Pero Hissune ya no tenía diez años y tampoco vagaba por las calles. Sus perspectivas eran más profundas, sabía que ser Corona de Majipur no era una tontería, no era una tarea fácil. Por ello, cuando miró al hombre rubio de anchos hombros y aspecto regio y apacible al mismo tiempo, el hombre que lucía la casaca verde y la túnica armiñada propia del segundo cargo más importante del mundo, y cuando consideró que aquel hombre, situado a menos de tres metros de él, era la Corona, lord Valentine, el que le había elegido entre todos los habitantes de Majipur para entrar a formar parte de su grupo de allegados esa noche, Hissune notó que algo similar a un escalofrío recorría su espalda y por fin tuvo que admitir que ese temblor era admiración: por la dignidad real y por la persona de lord Valentine, por la cadena misteriosa de circunstancias fortuitas que había llevado a un niño del Laberinto a tan augusta compañía.
Sorbió un poco de vino y notó que un calorcillo muy agradable inundaba su alma. ¿Qué importancia tenían los problemas de horas antes? Ya estaba allí y había sido bien recibido. ¡Que Vanimoon, Heulan y Ghisnet se murieran de envidia! Allí estaba él, entre los grandes, iniciando el ascenso hacia la cumbre del mundo, y pronto alcanzaría cotas en las que los Vanimoon de su infancia serían totalmente invisibles.
Al cabo de unos instantes, sin embargo, la sensación de bienestar le abandonó por completo y notó que había vuelto a caer en la confusión y el desmayo.
El primer contratiempo fue tan sólo un disparate, absurdo pero excusable, del que difícilmente podía culpársele. Sleet había subrayado la ansiedad evidente que reflejaban los delegados pontificios siempre que miraban hacia la mesa de la Corona: evidentemente temían que lord Valentine no se divirtiera lo bastante. E Hissune, radiante por los efectos del vino y muy feliz por estar al fin en el banquete, tuvo la osadía de hacer una observación espontánea.
—¡Con razón están preocupados! ¡Saben que han de causar buena impresión o les dejarán en la estacada en cuanto lord Valentine ascienda a Pontífice!
Hubo bocas abiertas por toda la mesa. Todos le miraron fijamente como si el joven hubiera pronunciado una blasfemia monstruosa… todos excepto la Corona, que apretó los labios igual que alguien que de improviso encuentra un sapo en la sopa y desvió la mirada.
—¿He dicho alguna tontería? —preguntó Hissune.
—¡Silencio! —musitó furiosamente Lisamon Hultin, y la gigantesca amazona le dio un brusco codazo en las costillas.
—¿No es cierto que lord Valentine acabará siendo Pontífice algún día? Y cuando eso suceda, ¿acaso no querrá tener colaboradores elegidos por él?
Lisamon le dio otro codazo, tan fuerte que estuvo a punto de hacerle caer de la silla. Sleet lanzó una mirada beligerante al joven.
—¡Ya basta! —musitó mordazmente Shanamir—. Vas de mal en peor.
Hissune meneó la cabeza.
—No entiendo nada —contestó, y su tono reflejó cierto enojo además de confusión.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Shanamir.
—¿Pero qué he dicho? —inquirió el obstinado Hissune—. ¿Que lord Valentine será Pontífice algún día y que…?
—Lord Valentine no desea considerar la necesidad de ser Pontífice en estos momentos —repuso Shanamir con hielo en la voz—. En especial no desea hacerlo durante la cena. Es un tema prohibido en su presencia. ¿Lo entiendes ahora?
—Ah. Comprendo —dijo Hissune, apesadumbrado.
Tal era la vergüenza que sentía que pensó en esconderse debajo de la mesa. ¿Cómo iba él a saber que a la Corona le irritaba tener que ser Pontífice algún día? Era un hecho lógico, ¿no? Cuando moría el Pontífice, la Corona ocupaba su lugar automáticamente y nombraba Corona a otro hombre que también acabaría morando en el Laberinto. Ese método, el mismo método empleado durante milenios. Si tan poco le gustaba la idea de ser Pontífice, lord Valentine habría hecho mejor rechazando la Corona, pero era absurdo que cerrara los ojos a la ley de sucesión con la esperanza de verla abolida.