Durante los meses transcurridos desde que Valentine le entregara la corona en el Templo Interior, Hissune siempre había aguardado con recelo su primer encuentro en calidad de Corona con el hombre al que había derrotado en la pugna por ese título real. Si mostraba cualquier síntoma de debilidad, sin duda Divvis lo consideraría una invitación a deshacerse del joven monarca, en cuanto ganaran la guerra, y arrebatarle el trono que ansiaba. A pesar de que jamás había tenido indicios claros de que Divvis fuera a cometer ese delito de traición, Hissune no tenía motivos para depositar excesiva fe en la buena voluntad del otro hombre.
Sin embargo, mientras se preparaba para acudir a Vista de la Ribera para recibir al príncipe, Hissune se notó dominado por una extraña tranquilidad. Al fin y al cabo él era la Corona, el sucesor legal, la opción tomada libremente por el hombre que actualmente era Pontífice: le gustara o no, Divvis tenía que aceptarlo, y lo aceptaría.
Al llegar al barrio de Vista de la Ribera la Corona se asombró a causa de la inmensidad de la armada organizada por Divvis. Al parecer había requisado todas las embarcaciones fluviales que navegaban entre Piliplok y Ni-moya y el Zimr se hallaba atestado de barcos hasta los límites de la vista: una flota enorme se extendía hacia la distante confluencia, el colosal mar de agua dulce donde el río Steiche fluía en dirección sur apartándose del Zimr.
El único barco que había amarrado hasta el momento en el muelle, comunicó Stimion, era la nave capitana de Divvis. Y éste en persona aguardaba a bordo la llegada de la Corona.
—¿Debo decirle que desembarque y os salude aquí, mi señor? —inquirió Stimion. Hissune sonrió.
—Iré yo —dijo.
Tras apearse del flotador, la Corona caminó de forma solemne hacia la arcada que cerraba la terminal de pasajeros y entró en el muelle. Vestía las galas reales y también sus consejeros iban ataviados con suma formalidad, igual que los componentes de la guardia. Y una decena de arqueros le flanqueaban, por temor a que las aves mortíferas eligieran ese momento para reaparecer. Aunque había decidido ir al encuentro de Divvis, detalle que quizá iba contra el protocolo, Hissune sabía que proyectaba una imagen majestuosa, la de un rey que se digna a conceder un honor desacostumbrado a un súbdito leal.
Divvis se hallaba en la entrada del barco. También él se había preocupado de tener un aspecto majestuoso, ya que pese al calor del día iba ataviado con una magnífica vestidura negra hecha con finas pieles de haigus y un espléndido yelmo que casi parecía una corona. Cuando Hissune empezó a subir hacia cubierta, el recién llegado descollaba como un gigante.
Pero finalmente estuvieron cara a cara y, aunque Divvis era con mucho el hombre más robusto, Hissune lo miró con una frialdad y una fijeza que minimizaron en gran parte la diferencia de estatura. Ninguno de los dos habló durante un prolongado instante.
Después el príncipe, como Hissune sabía que debía hacer, o de lo contrario estaría desafiándole abiertamente, hizo el gesto del estallido estelar, hincó una rodilla y ofreció sus respetos a la nueva Corona.
—¡Hissune! ¡Lord Hissune! ¡Larga vida a lord Hissune!
—Y larga vida a usted, Divvis, puesto que vamos a necesitar su valor en la lucha que nos aguarda. Levántese, caballero. ¡Levántese!
Divvis obedeció. Sus ojos toparon vacilantemente con los de Hissune y en las facciones del príncipe apareció tal sucesión de emociones que la Corona tuvo dificultad para interpretarlas, aunque creyó ver envidia, ira, amargura… pero además cierto grado de respeto, hasta admiración reacia y algo similar a un tono de diversión, como si Divvis no pudiera menos que reírse de las extrañas permutaciones del destino que los habían reunido en ese lugar con distintos cargos.
—¿Os he traído suficientes tropas, mi señor? —dijo Divvis, mientras movía una mano hacia el río.
—Una fuerza inmensa, cierto. Un logro brillante, reclutar un ejército de esta magnitud. ¿Pero quién sabe qué será suficiente, Divvis, para combatir contra un ejército de fantasmas? Los cambiaspectos nos depararán sorpresas más desagradables todavía.
Divvis se rió brevemente.
—He tenido noticia, mi señor, de las aves que os han enviado esta mañana.
—No es motivo de risa, mi señor Divvis. Eran monstruos pavorosos, horripilantes. Cayeron sobre la gente en las calles y devoraron los cadáveres antes de que se enfriaran. Yo mismo vi como hacían eso con un niño, desde la ventana de mi habitación. Pero creo que las hemos matado a todas, o casi todas. Y a su debido tiempo acabaremos también con sus amos.
—Me sorprende veros tan vengativo, mi señor.
—¿Vengativo, yo? —repuso Hissune—. Bien, si usted lo dice, así debe ser. Vivir varias semanas en esta ciudad destrozada puede hacer vengativas a las personas. Ver sabandijas monstruosas lanzadas contra ciudadanos inocentes por nuestros enemigos hace que uno sea vengativo. Piurifayne es como un grano repugnante del que brotan toda clase de putrefacciones que anegan las zonas civilizadas. Mi intención es alancear ese grano y cauterizarlo por completo. Y se lo aseguro, Divvis: con su ayuda impondré una venganza terrible a los que han desencadenado esta guerra.
—Os parecéis muy poco a lord Valentine, mi señor, cuando habláis de venganza como ahora. Creo que él jamás ha usado ese término.
—¿Y existe algún motivo para que yo deba parecerme a lord Valentine, Divvis? Soy Hissune.
—Sois el sucesor elegido por él.
—Cierto, y Valentine dejó de ser Corona como resultado de esa misma elección. Tal vez mi método de hacer frente al enemigo no se parezca demasiado al de lord Valentine.
—En tal caso debéis explicarme cuál es vuestro método.
—Creo que ya lo sabe. Pretendo marchar hacia Piurifayne por el Steiche, mientras sus tropas lo hacen por el lado occidental. Entre los dos estrujaremos a los rebeldes, capturaremos a ese Faraataa y pondremos punto final a la suelta de monstruos y plagas contra nosotros. Posteriormente el Pontífice podrá citar a los rebeldes que sobrevivan y, con su método más bondadoso, negociar una solución para las quejas válidas que los cambiaspectos tengan contra nosotros. Pero antes debemos demostrar fuerza, eso opino. Y si es preciso derramar la sangre de los que derraman la nuestra, bien, así lo haremos. ¿Qué le parece, Divvis?
—Me parece que jamás he oído tanta sensatez en los labios de una Corona desde que mi padre ocupaba el trono. Pero el Pontífice, imagino, hubiera respondido de otra forma si os hubiera oído hablar con tanta beligerancia. ¿Conoce él vuestros planes?
—Todavía no los hemos discutido en detalle.
—¿Y los discutiréis?
—El Pontífice se halla actualmente en Khyntor, o al oeste de aquí —dijo Hissune—. Su tarea le mantendrá ocupado cierto tiempo. Y luego le costará mucho tiempo regresar desde tan lejos. Creo que por entonces ya estaremos bien dentro de Piurifayne y tendremos escasas oportunidades para consultas.
En los ojos de Divvis apareció un brillo de sagacidad.
—Ah, ya veo cómo resolvéis vuestro problema, mi señor.
—¿Y qué problema es ése?
—Ser la Corona mientras vuestro Pontífice va por ahí recorriendo el campo en lugar de ocultarse decentemente en el Laberinto. Creo que ello podría ser un gran estorbo para un monarca joven, y me gustaría muy poco encontrarme yo mismo en dicha situación. Pero si os cuidáis de poner buena distancia entre el Pontífice y vos, y si atribuís a la enorme distancia cualquier diferencia que surja entre vuestra política y la de él, bien, podréis actuar prácticamente como si tuvierais las manos totalmente libres, ¿no, mi señor?
—Creo que estamos pisando terreno peligroso, Divvis.
—Ah. ¿Lo creéis así?
—Ciertamente. Y usted sobrestima las diferencias entre los criterios de Valentine y los míos. Él no es hombre de guerra, como todos podemos apreciar. Pero tal vez sea por eso que se ha alejado del trono de Confalume en mi favor. Creo que nos entendemos, el Pontífice y yo, y no prolonguemos la discusión en esa dirección. Venga, Divvis. Creo que sería correcta una invitación a su camarote para compartir uno o dos vasos de vino. Después tendrá que acompañarme a Vista de Nissimorn para compartir otro vaso. Y luego tomaremos asiento y planearemos el rumbo de la guerra. ¿Qué dice a eso, mi señor Divvis? ¿Qué dice a eso?