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La lluvia empezó a caer otra vez y borró las líneas del mapa que Faraataa había trazado en el húmedo barro de la orilla del río. Pero eso tenía poca importancia para él. Todo el día había estado dibujando y volviendo a dibujar el mismo mapa y de hecho no tenía necesidad de hacerlo, porque todos los detalles estaban grabados en los huecos y contornos de su cerebro. Ilirivoyne aquí, Avendroyne allí, Nueva Velalisier en tal sitio. Los ríos, las montañas. Las posiciones de los dos ejércitos invasores…
Las posiciones de los dos ejércitos invasores…
Faraataa no lo había previsto. Ése era el único y grave fallo de su plan: los Invariables habían invadido Piurifayne. Lord Valentine, aquel cobarde enclenque, jamás habrá hecho algo parecido. No, Valentine se habría presentado ante la Danipiur con la nariz pegada al barro y le habría suplicado humildemente la firma de un tratado de amistad. Pero Valentine ya no era el rey. Mejor dicho, ahora era el otro rey, el que tenía más rango pero menos poderes… ¿Cómo entender las normas dementes de los Invariables? Y había un nuevo rey, el joven, lord Hissune, que al parecer era un hombre muy distinto…
—¡Aarisiim! —gritó Faraataa—. ¿Qué noticias hay?
—Muy pocas, oh Rey Real. Esperamos informes del frente occidental, pero aún tardarán en llegar.
—¿Y la batalla del Steiche?
—Sé que los hermanos del bosque continúan mostrándose poco cooperadores, pero que finalmente hemos logrado obligarlos a que nos ayuden para tender las enredaderas cazapájaros.
—Perfecto. Perfecto. ¿Pero estará todo listo a tiempo de frenar el avance de lord Hissune?
—Es lo más probable, oh Rey Real.
—¿Y lo dices —preguntó Faraataa— porque es cierto o porque crees que es lo que me gusta oír?
Aarisiim quedó confuso y boquiabierto y, a causa del desconcierto, su aspecto empezó a variar: durante unos instantes se convirtió en una frágil estructura de lianas que flotaban con la brisa y en una maraña de tallos rígidos hinchados por ambos extremos. Y finalmente volvió a ser Aarisiim.
—¡Me haces una gran injusticia, oh Faraataa!
—Tal vez.
—No te cuento falsedades.
—Si eso es cierto, entonces todo lo demás es cierto y aceptaré que lo sea —respondió fríamente Faraataa. La lluvia se hizo más clamorosa, estaba batiendo contra la bóveda de la jungla—. Vete y vuelve cuando tengas noticias del oeste.
Aarissim desapareció entre la oscuridad de los árboles. Faraataa, muy serio e inquieto, empezó a trazar su mapa una vez más.
Había un ejército en el oeste, incalculables millones de Invariables conducidos por el caballero de la cara peluda que se llamaba Divvis, hijo de la ex Corona lord Voriax. Nosotros matamos a tu padre cuando estaba de caza en el bosque, ¿lo sabías, Divvis? El cazador que disparó el dardo mortal era un piurivar, aunque tenia la cara de un caballero del Castillo. ¡Ya ves, los despreciables cambiaspectos son capaces de matar a una Corona! También podemos acabar contigo, Divvis. Acabaremos también contigo si no tienes cuidado, como no lo tuvo tu padre.
Pero Divvis no estaba siendo descuidado, pensó amargamente Faraataa, y seguramente no tenía la menor idea de cómo había muerto su padre (no había secreto mejor guardado entre los piurivares). La vivienda del humano estaba protegidísima por devotos caballeros y era imposible introducir un asesino a través de esa línea, por muy astutamente que fuera disfrazado. Con coléricos movimientos de su daga de madera hábilmente afilada, el metamorfo trazó con líneas cada vez más hundidas en el barro la ruta que seguía Divvis. Al sur de Khyntor y a lo largo del muro más próximo de las grandes montañas occidentales, el humano abría caminos por un terreno agreste que era intransitable desde el principio de los tiempos, arrasaba todo cuanto se le ponía por delante, estaba llenando Piurifayne con sus innumerables soldados, los había dejado incomunicados de la campiña, había corrompido las corrientes sagradas, había pisoteado las arboledas inviolables…
Para hacer frente a esa horda de guerreros, Faraataa se había visto obligado a usar su ejército de piligrigormos. Lamentaba haberlo hecho, porque prácticamente se trataba de su arma biológica más aviesa y la tenía reservada para Ni-moya o Khyntor en una fase más avanzada de la guerra. Eran crustáceos que moraban en tierra, del tamaño de la punta de un dedo, provistos de caparazones capaces de resistir martillazos y una miríada de patas de enorme movilidad que los artistas genéticos del metamorfo habían alterado para que fueran tan afiladas como sierras. El apetito de un piligrigormo era insaciable, a diario precisaba cincuenta veces su peso en carne. Y el método que empleaban para satisfacer dicho apetito consistía en abrir agujeros en cualquier animal de sangre caliente que se pusiera en su camino, para devorar la carne de dentro hacia afuera.
Cincuenta mil piligrigormos, pensó Faraataa en un principio, podían llevar al caos total en cinco días a una ciudad de la magnitud de Khyntor. Pero puesto que los Invariables habían decidido invadir Piurifayne, se había visto forzado a soltar los crustáceos no en una ciudad, sino en el mismo territorio de Piurifayne, con la esperanza de que provocaran la confusión y posterior retirada del inmenso ejército de Divvis. Todavía no habían llegado informes, empero, sobre el éxito de dicha táctica.
Al otro lado de la jungla, donde la Corona lord Hissune comandaba un segundo ejército hacia el sur, siguiendo otra ruta increíble a lo largo de la orilla oeste del Steiche, Faraataa planeaba tender una red infinitamente pegajosa e impenetrable con enredaderas cazapájaros, una red de cientos de kilómetros obstruyendo el paso del invasor, de modo que el enemigo se viera obligado a dar rodeos cada vez más amplios y finalmente quedara irremediablemente perdido. La única dificultad de tal estratagema era que nadie podía manejar eficazmente las enredaderas cazapájaros salvo los hermanos del bosque, aquellos monos irritantes que en su sudor segregaban una enzima que los hacía inmunes a la viscosidad de las plantas. Pero los hermanos del bosque tenían escasos motivos para querer a los piurivares, que los habían cazado durante siglos a causa del rico sabor de su carne: obtener su ayuda en esta maniobra no estaba siendo fácil, al parecer.
Faraataa notó que la rabia crecía y bullía en su interior.
Al principio todo fue bien. Crearon plagas y epidemias en las tierras de cultivo, produjeron el caos agrícola en una amplia región, ocasionaron hambre, pánico, migraciones masivas… Sí, todo iba de acuerdo con el plan. Y la suelta de animales especialmente engendrados también había dado buenos resultados, a menor escala: los temores del populacho se habían intensificado y la vida era más difícil para los moradores de las ciudades…
Pero el impacto no era tan fuerte como esperaba Faraataa. Suponía que las miluftas gigantes sedientas de sangre aterrorizarían Ni-moya entera, que anteriormente ya había pasado por una situación de caos… Mas no contaba con que el ejército de lord Hissune iba a estar en Ni-moya cuando los monstruos llegaran a la urbe, ni con que los arqueros pudieran eliminar a las miluftas con tanta facilidad. Y ahora no tenía más miluftas y serían precisos cinco años a fin de criar el número suficiente para causar un impacto mínimo…