—¿Maazmoorn? ¿Maazmoorn?
El tañido de campanas. Las vueltas lentas y pesadas de un cuerpo gigantesco que descansa en frías aguas septentrionales. La suave agitación de unas alas negras y enormes.
—Te escucho, hermano Valentine.
—Ayúdame, Maazmoorn.
—¿Ayudarte? ¿Cómo? ¿Ayudarte yo?
—Permíteme recorrer el mundo con tu espíritu.
—Ven a mí, hermano rey, hermano Valentine.
Fue asombrosamente fácil. Valentine notó que perdía peso, se deslizaba hacia arriba, flotaba, ascendía y volaba. Debajo estaba el gran arco del planeta, perdiéndose en la noche por el este. El rey acuático le transportaba sin esfuerzo, serenamente, como un gigante que lleva un gatito en la palma de su mano. Adelante, adelante, en un mundo que se abría por completo a él mientras lo sobrevolaba. Tuvo la sensación de que él y el planeta eran una sola cosa, que él personificaba a los veinte mil millones de habitantes de Majipur, humanos, skandars, yorts, metamorfos y demás. Todos avanzaban con él igual que los corpúsculos de su sangre. Estaba en todas partes al mismo tiempo, él era la pena del mundo, la alegría, los anhelos, las necesidades. Él era todo. Era un universo que bullía de contradicciones y conflictos. Percibió el calor del desierto, la lluvia cálida de los trópicos y el frío de las altas cumbres. Rió, lloró, murió, hizo el amor, comió, bebió, bailó, luchó, cabalgó frenéticamente por montañas desconocidas, trabajó duramente en los campos y se abrió paso por junglas enmarañadas de lianas. En los océanos de su alma inmensos dragones marinos salieron a la superficie, lanzaron monstruosos gruñidos y se zambulleron de nuevo, hasta las profundidades extremas. Miró hacia abajo y vio los parajes destrozados del mundo, los lugares heridos y arruinados donde la tierra se había alzado y chocado contra sí misma, y comprendió la forma de curarles las heridas, recomponerla y serenarla. Porque todo tendía de nuevo a la serenidad. Todo se agrupaba en torno a lo Real. Todo formaba parte de una armonía inmensa y sin fisuras.
Pero había una discordancia en aquella armonía.
Chilló, dio alaridos, aulló, bramó. Los gritos fustigaron la estructura del mundo igual que un cuchillo y dejaron un rastro de sangre. Se había desgarrado el conjunto.
Incluso aquella disonancia, comprendió Valentine, era un aspecto de lo Real. No obstante ese aspecto, al otro lado del mundo, turbio, agitado, rugiente y demente, era el único aspecto de lo Real que no aceptaba lo Real. Era una fuerza que pronunciaba un potente ¡no! a todas las demás. Se alzaba contra los que deseaban recobrar la armonía, reparar la estructura, hacer total la totalidad.
—¿Faraataa?
—¿Quién eres?
—Soy Valentine el Pontífice.
—Valentine el necio. Valentine el niño.
—No, Faraataa. Valentine el Pontífice.
—Eso no significa nada para mí. ¡Yo soy el Rey Real!
Valentine se echó a reír y su risa roció el planeta como una lluvia formada por gotas de dorada miel. Con las alas del gran rey de los dragones se alzó casi hasta el confín del cielo, desde donde pudo atravesar la oscuridad y ver la punta del Monte del Castillo que taladraba el firmamento en el otro extremo del mundo, y el Gran Océano más allá. Bajó la mirada hacia la jungla de Piurifayne y se echó a reír de nuevo, y contempló al furioso Faraataa, que se retorcía y debatía bajo el torrente de risa.
—¿Faraataa?
—¿Qué quieres?
—No puedes matarla, Faraataa.
—¿Quién eres tú para decirme que no puedo hacerlo?
—Soy Majipur.
—Eres el necio Valentine. ¡Yo soy el Rey Real!
—No, Faraataa.
—¿No?
—Veo el resplandor de la vieja leyenda en tu mente. El Príncipe Venidero, el Rey Reaclass="underline" ¿cómo puedes tener esas pretensiones? No eres ese príncipe. Jamás podrás ser ese rey.
—Estás obstruyendo mi mente con tus estupideces. Déjame en paz o te ahuyentaré por la fuerza.
Valentine captó el empujón, la arremetida. La esquivó.
—El Príncipe Venidero es un ser que carece por completo de odio. ¿Puedes negarlo, Faraataa? Forma parte de la leyenda de tu pueblo. Él no tiene ansia de venganza. No tiene deseos destructivos. Tú no eres más que odio, venganza y destrucción, Faraataa. Si te libraras de todo ello, serias un caparazón, un pellejo.
—Necio.
—Tu pretensión es falsa.
—Necio.
—Permíteme librarte de la cólera y el odio, Faraataa, si es que deseas ser el rey que afirmas ser.
—Hablas como un necio.
—Vamos, Faraataa. Suelta a la Danipiur. Entrégame tu alma para que pueda curarla.
—La Danipiur morirá antes de una hora.
—No.
—¡Fíjate!
Las entrelazadas bóvedas de los árboles de la selva se separaron y Valentine pudo contemplar Nueva Velalisier iluminada por el resplandor de las antorchas. Los templos de troncos entrecruzados, las banderas, el altar, la pira llameante ya. La metamorfa, silenciosa, digna, encadenada al bloque de piedra. Los rostros que la rodeaban, inexpresivos, extraños. La noche, los árboles, los sonidos, los olores. La música. Los cánticos.
—Suéltala, Faraataa. Y luego ven a verme, tú y ella, y hagamos lo que debemos hacer.
—Nunca. La entregaré a los dioses con mis propias manos. Y con su sacrificio expiaremos el crimen de la Profanación, cuando matamos a nuestros dioses y fuimos castigados con vuestra presencia.
—Incluso en eso estás equivocado, Faraataa.
—¿Qué?
—Los dioses se sacrificaron voluntariamente, aquel día en Velalisier. Fue su sacrificio, que tú interpretas mal. Habéis inventado el mito de la Profanación, un mito incorrecto. Faraataa, es un error, es un error total. El rey acuático Niznom y el rey acuático Domsitor se ofrecieron al sacrificio aquel día tan remoto, del mismo modo que los reyes acuáticos se ofrecen a nuestros cazadores cuando bordean la curva de Zimroel. Y tú no lo entiendes. No comprendes nada en absoluto.
—Estupideces. Tonterías.
—Déjala en libertad, Faraataa. Sacrifica tu odio como se sacrificaron los reyes acuáticos.
—La mataré ahora mismo con mis propias manos.
—No puedes hacerlo, Faraataa. Suéltala.
—NO.
La fuerza terrible de ese no fue inesperada: se levantó como el océano con inmensa cólera, ascendió hacia Valentine y golpeó a éste con asombrosa potencia, lo abofeteó, lo zarandeó, lo lanzó al caos durante un momento. Mientras pugnaba por recobrarse, Faraataa lanzó un segundo rayo, y un tercero, y un cuarto, y el Pontífice fue alcanzado con la misma fuerza arrolladora. Pero Valentine percibió el poder del rey acuático que le sustentaba, recobró el aliento y el equilibrio y por segunda vez hizo acopio de fuerzas.
Se proyectó hacia el caudillo rebelde. Recordó la situación aquella otra vez hacía años, en las últimas horas de la guerra de restauración, cuando entró a solas en la sala de audiencias del Castillo y encontró al usurpador, Dominin Barjazid, ardiendo de furia. Valentine le envió amor, amistad, tristeza por todo lo sucedido entre ellos. Le envió la esperanza de un ajuste amistoso de sus diferencias, de perdón por los pecados cometidos, de un salvoconducto para abandonar el Castillo. A lo que el Barjazid replicó con arrogancia, odio, cólera, desprecio, beligerancia, una declaración de guerra perpetua. Valentine no lo había olvidado. Y todo estaba repitiéndose ahora, el enemigo desesperado dominado por el odio, la feroz resistencia, la amarga negativa a apartarse de la senda de la muerte y la destrucción, el aborrecimiento y la abominación, la burla y el desprecio.
No esperaba más de Faraataa que de Dominin Barjazid. Pero él seguía siendo Valentine y continuaba creyendo en la posibilidad de que triunfara el amor.
—¿Faraataa?
—Eres un niño, Valentine.