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Aunque la Corona se había mantenido en frío silencio, era evidente que él, Hissune, le había causado gran descontento. Presentarse tarde, hacer el comentario más estúpido posible la primera vez que abría la boca… ¡Qué principio tan espantoso! ¿Podría enmendarlo alguna vez? Hissune siguió meditando en ello durante la actuación de unos malabaristas espantosos y durante los aburridos discursos que siguieron y se habría atormentado la noche entera de no haber acontecido algo mucho peor.

El turno de hablar correspondía a lord Valentine. Pero la Corona tenía un aire extrañamente distante y preocupado cuando se puso en pie. Era casi un sonámbulo, su mirada era esquiva y vaga, sus gestos, inciertos. Los comensales de la mesa principal empezaron a murmurar. Tras un terrible momento de silencio lord Valentine inició su discurso, aunque al parecer su forma de hablar era incorrecta y, además, muy confusa. ¿Estaba enfermo? ¿Ebrio? ¿Bajo el efecto repentino de un encantamiento maligno? A Hissune le preocupó verlo tan aturdido. El viejo Hornkast acababa de decir que la Corona no sólo gobernaba Majipur sino que además, hasta cierto punto, era Majipur: y allí estaba la Corona momentos después, tambaleante, incoherente, como al borde del desmayo…

Alguien debería cogerlo del brazo, pensó Hissune, y ayudarlo a sentarse antes de que caiga. Pero nadie se movió. Nadie osó hacerlo. Por favor, rogó en silencio Hissune mientras miraba a Sleet, a Tunigorn, a Ermanar. Impedidle que siga, alguno de vosotros. Impedidle que siga. Y todos siguieron inmóviles.

—¡Majestad! —chilló roncamente alguien.

Hissune se dio cuenta de que aquella voz le pertenecía. Y se lanzó hacia un lado para agarrar a la Corona antes de que cayera de bruces en el reluciente suelo de madera.

6

Éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:

Aquí, en los dominios que habito ahora, nada tiene color, sonido o movimiento. Las alabandinas son negras, las frondas brillantes de los semotanes son blancas y del pájaro que no vuela brota un canto que nadie puede oír. Yazgo en un lecho de musgo elástico, blando y suave con la mirada fija en las gotas de lluvia que no caen. Cuando el viento sopla en el claro, ni una sola hoja se agita. El nombre de este lugar es muerte, las alabandinas y los semotanes están muertos, el pájaro está muerto y el viento y la lluvia están muertos. Y yo también estoy muerto.

Entran y me rodean.

—¿Eres Tyeveras, el que fue Corona de Majipur y Pontífice de Majipur? —me dicen.

—He muerto —respondo yo.

—¿Eres Tyeveras? —repiten.

—Soy Tyeveras muerto —digo—, el que fue vuestro rey y emperador. ¿Lo veis? No tengo color. ¿Lo veis? No hago ruido. Estoy muerto.

—No estás muerto.

—Aquí, en mi mano derecha, está lord Malibor, mi primera Corona. Está muerto, ¿verdad? Aquí, en mi mano izquierda, está lord Voriax, que fue mi segunda Corona. ¿Acaso no está muerto? Yazgo entre dos muertos. Yo también he muerto.

—Levántate y anda, Tyeveras que fue Corona. Tyeveras que es Pontífice.

—No estoy obligado a ello tengo una excusa, porque estoy muerto.

—Escucha nuestras voces.

—Vuestras voces no suenan.

—¡Escucha, Tyeveras, escucha, escucha, escucha!

—Las alabandinas están negras. El cielo es blanco. Estoy en el reino de la muerte.

—Levántate y anda, Emperador de Majipur.

—¿Quién eres?

—Valentine, tu tercera Corona.

—¡Te saludo, Valentine, Pontífice de Majipur!

—Ese título no es mío todavía. Levántate y anda.

Y yo digo:

—No me corresponde esa obligación, porque estoy muerto.

Pero ellos contestan:

—No te oímos, rey que fue, emperador que es.

Y después vuelve a sonar la voz de Valentine, «Levántate y anda».

Y su mano está en la mía en este reino donde nada se mueve, y me levanta, y floto, ligero cual aire que flota en el aire, y sigo moviéndome sin movimiento, respiro sin inhalar aire. Juntos cruzamos un puente que se curva igual que el arco iris sobre un abismo tan hondo como ancho es el mundo y su rielante armazón metálico emite un sonido a cada paso que doy, un sonido como cuando cantan mujeres jóvenes. El otro lado está inundado de color: ámbar, turquesa, coral, lila, esmeralda, castaño rojizo, índigo, carmesí… La bóveda del cielo es verde jade y las afiladas hebras de sol que taladran el aire son de color bronce. Todo flota, todo se ondula: no hay firmeza, no hay estabilidad. Las voces dicen, «¡Esto es la vida, Tyeveras! ¡Éste es el reino que te conviene!» A lo que yo no respondo, ya que al fin y al cabo estoy muerto, simplemente sueño que vivo. Pero me echo a llorar y mis lágrimas tienen todos los colores de las estrellas.

Y también éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:

Ocupo el trono en una máquina dentro de una máquina y alrededor de mí hay un muro de vidrio azul. Oigo burbujeos y la suave vibración de complejos mecánicos. Mi corazón late lentamente, percibo hasta la última corriente del denso fluido que recorre sus cámaras, pero ese fluido, así lo creo, no debe ser sangre. En cualquier caso, sea lo que sea, se mueve en mi interior y lo percibo. Por lo tanto debo estar vivo. ¿Cómo es posible? Soy muy viejo, ¿acaso he sobrevivido a la misma muerte? Soy Tyeveras, el que fue Corona a las órdenes de Ossier y una vez toqué la mano de lord Kinniken cuando el Castillo le pertenecía y Ossier era tan sólo un príncipe y el segundo Pontífice Thimin ocupaba el Laberinto. Y si ello es cierto, creo que debo ser el único hombre de la época de Thimin que aún sigue vivo, si es que vivo, y creo que sí. Pero estoy dormido. Y sueño. Me envuelve una quietud impresionante. El colorido se escabulle del mundo. Todo es negro, todo es blanco, nada se mueve, no hay un solo ruido. Así imagino yo que es el reino de la muerte. ¡Fijaos, allí está el Pontífice Confalume, y Prestimion, y Dekkeret! Todos esos grandes emperadores yacen con la mirada fija hacia arriba, hacia la lluvia que no cae, y con palabras que no suenan dicen, Bienvenido, Tyeveras que fue, bienvenido, rey viejo y fatigado, ven a tenderte junto a nosotros puesto que ya has muerto como nosotros. Sí. Sí. ¡Ah, qué hermoso es este lugar! Mirad, allí está lord Malibor, aquel hombre de Bombifale en el que tanto y tan erróneamente confié, y está muerto, y aquel es lord Voriax, el de la barba negra y las mejillas sonrosadas, aunque sus mejillas ya no tienen ese color. Y al menos me está permitido acompañarles. Todo está silencioso. Todo está inmóvil. ¡Al menos, al menos, al menos! Al menos me dejan morir, aunque sólo sea cuando sueño.

Y de este modo el Pontífice Tyeveras flota a medio camino entre dos mundos, ni muerto ni vivo, sueña en el mundo de los vivos cuando cree que está muerto, sueña en el reino de los muertos cuando recuerda que vive.

7

—Un poco de vino, si eres tan amable —dijo Valentine. Sleet le puso el vaso en una mano y la Corona casi lo apuró—. Sólo era una cabezada —murmuró—. Una siestecilla antes del banquete… ¡y vaya sueño, Sleet! ¡Vaya sueño! Tráeme a Tisana, por favor. Necesito una interpretación de ese sueño.

—Respetuosamente, majestad, no hay tiempo para eso ahora —repuso Sleet.

—Hemos venido en vuestra busca —comentó Tunigorn—.

El banquete está a punto de empezar. El protocolo exige que vos estéis en la mesa de honor cuando los delegados pontificios…