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—¡Protocolo! ¡Protocolo! ¡Ese sueño ha sido casi como un envío! ¿No lo entendéis? Tal visión de desastre…

—La Corona no recibe envíos, majestad —dijo en voz baja Sleet—. Y el banquete empezará dentro de pocos minutos, y tenemos que vestiros y acompañaros. Más tarde dispondréis de Tisana y sus pociones, si así lo deseáis, mi señor. Pero de momento…

—¡Debo investigar ese sueño!

—Lo comprendo. Pero no hay tiempo. Vamos, mi señor.

Valentine sabía que Sleet y Tunigorn tenían razón: le gustara o no, debía presentarse inmediatamente en el salón. Era más que un simple acontecimiento social, era un rito de cortesía, la muestra de honor por parte del monarca principal al rey más joven que era su hijo adoptivo y sucesor consagrado, y aunque el Pontífice fuera un hombre senil o estuviera completamente loco, la Corona no podía juzgar a la ligera el acto. Debía acudir, y el sueño tenía que aguardar. Ningún sueño tan potente, tan cargado de augurios, podía dejarse de lado. Valentine precisaría un oráculo, y seguramente tendría que conversar con el mago Deliamber… pero tiempo habría más tarde para ocuparse de todo ello.

—Vamos, majestad —repitió Sleet mientras sostenía ante la Corona la túnica de armiño característica del cargo.

El fuerte hechizo de la visión seguía aferrado al espíritu de Valentine cuando éste hizo su entrada en el Gran Salón del Pontífice diez minutos más tarde. Pero era impropio de la Corona de Majipur mostrarse hosco o preocupado en un acto de aquella índole, y por ello Valentine adoptó la expresión más afable de que era capaz mientras se dirigía a la mesa de honor.

Y ésa era realmente la forma en que se había comportado durante la interminable semana de la visita oficiaclass="underline" la sonrisa forzada, la amabilidad fingida. Entre todas las ciudades del gigantesco planeta Majipur, el Laberinto era la menos querida por lord Valentine. Para él se trataba de un lugar tétrico y deprimente al que acudía únicamente cuando lo exigían las ineludibles responsabilidades de su cargo. Se sentía mucho más vivo bajo el cordial sol del estío y la gran bóveda del cielo, cabalgando por algún bosque de abundantes hojas, con un viento agradable y fresco moviendo su cabello rubio, y por lo mismo se sentía enterrado antes de que llegara su hora en cuanto entraba en aquella ciudad triste y subterránea. Odiaba las depresivas espirales de descenso, la infinidad de niveles sombríos, el ambiente claustrofóbico…

Y sobre todo odiaba conocer el destino inevitable que le aguardaba allí, cuando tuviera que acceder al cargo de Pontífice y renunciar a los dulces placeres de la vida en el Monte del Castillo y establecer su residencia el resto de sus días en aquella tumba viviente espantosa.

Esa noche en especial, aquel banquete en el Gran Salón, en el nivel más hondo de la triste ciudad subterránea… ¡Cuánto había temido ese momento! El mismo salón, horrible, repleto de ángulos pronunciados, luces destellantes y reflejos que rebotaban extrañamente, los pomposos miembros del personal del Pontífice con sus máscaras tan tradicionales como ridículas, los ampulosos discursos, el aburrimiento y, más que ninguna otra cosa, la onerosa sensación de que el Laberinto entero caía sobre él como una masa colosal de piedra… Pensar en todo ello había bastado para llenar de horror a Valentine. Tal vez ese sueño horripilante, pensó, era un simple presagio del nerviosismo que sentía por lo que tendría que soportar esa noche.

No obstante, para su sorpresa, Valentine notó que se tranquilizaba, que se relajaba… y no porque fuera a divertirse en el banquete, no, ni mucho menos, sino porque como mínimo le parecía que el acto no superaba los límites de su tolerancia.

Habían adornado especialmente el salón. Eso era un alivio. Brillantes banderas verdes y doradas, los colores emblemáticos de la Corona, colgaban por todas partes y confundían y camuflaban los rasgos curiosamente perturbados de la enorme sala. También la iluminación había variado desde la última visita de Valentine: suaves luces flotantes se desplazaron placenteramente por el aire en ese momento.

Y sin lugar a duda los responsables pontificios no habían escatimado costos ni esfuerzos para dar un carácter festivo a la ocasión. De las legendarias bodegas pontificias llegó un asombroso desfile de las mejores cosechas del planeta: el vino dorado de palmera flamígera típico de Pidruid, el blanco seco de Amblemorn y después el delicado rosado de Ni-moya, seguido por un vino purpurino, rico y con mucho cuerpo procedente de Muldemar y curado hacía años, en el reinado de lord Malibor. Con todos los vinos, naturalmente, el plato exquisito apropiado: bayas de zokka heladas, dragón marino ahumado, calimbotes estilo Narabal, pierna de bilantún asada… Y una oleada interminable de diversiones: cantantes, mimos, arpistas, malabaristas… De vez en cuando uno de los hombres fuertes del Pontífice miraba recelosamente hacia la mesa de honor, ocupada por lord Valentine y sus compañeros, como preguntando, ¿Está todo bien? ¿Está satisfecha vuestra majestad?

Y Valentine acogía todas esas miradas de preocupación con una sonrisa cordial y un amistoso gesto de cabeza, y alzaba su copa de vino a modo de respuesta a sus nerviosos anfitriones: Sí, sí, estoy muy complacido por todo lo que habéis hecho por nosotros.

—¡Vaya chacales de poca monta están hechos todos! —exclamó Sleet—. Se puede oler el sudor y la preocupación a seis mesas de distancia.

Hecho que provocó una observación estúpida y deplorable por parte del joven Hissune, que se refirió a la posibilidad de que los funcionarios pontificios intentaran ganarse el favor de lord Valentine previendo el día en el que éste ocupara el cargo de Pontífice. La inesperada falta de tacto produjo en Valentine el efecto de un latigazo hiriente y la Corona desvió la mirada, con el corazón desbocado, la garganta seca de pronto. Se obligó a guardar la calma: dirigió una sonrisa mesas más allá, al sumo portavoz Hornkast, hizo una inclinación de cabeza en dirección al mayordomo pontificio, dedicó sonrientes miradas a diversas personas mientras oía a Shanamir, a espaldas de él, explicando en tono airado a Hissune la naturaleza del craso error que había cometido.

Al cabo de unos instantes la cólera de Valentine menguó. ¿Cómo iba a saber el joven, al fin y al cabo, que aquel tema de discusión estaba prohibido? Pero era imposible hacer algo para acabar con la obvia humillación de Hissune sin reconocer cuán honda era su sensibilidad a ese respecto, por lo que Valentine retornó tranquilamente a la conversación como si nada desagradable hubiera ocurrido.

Después hicieron su aparición cinco malabaristas, tres humanos, un skandar y un yort, y ofrecieron bendita distracción. Iniciaron un lanzamiento brusco y frenético de antorchas, hoces y cuchillos que arrancaron vítores y aplausos de la Corona.

Naturalmente se trataba de simples aficionados, artistas vulgares cuyos defectos, insuficiencias y limitaciones fueron muy evidentes a la mirada experta de Valentine. No importaba: los malabaristas siempre le proporcionaban gozo. De modo inevitable le traían a la mente la época extraña y dichosa, pasada hacía años, en la que él mismo había sido malabarista y errado de ciudad en ciudad junto con una abigarrada compañía ambulante. Valentine había sido entonces una persona sencilla, libre de la carga del poder, un hombre francamente feliz.

El entusiasmo por los malabaristas que mostraba la Corona provocó un gesto ceñudo en Sleet.

—Ah, majestad —dijo agriamente—, ¿pensáis realmente que lo hacen tan bien?

—Demuestran mucho celo, Sleet.

—Igual que el ganado cuando se provee de forraje en tiempo seco. Pero se trata de ganado a pesar de todo. Y estos celosos malabaristas vuestros son poco menos que aficionados, mi señor.

—¡Oh, Sleet, Sleet, ten un poco de compasión!

—Hay ciertas normas en este oficio, mi señor. Cosa que vos deberíais recordar aún. Valentine contuvo la risa.