—La alegría que esta gente me proporciona está poco relacionada con su habilidad, Sleet. El hecho de verlos, aviva en mi interior recuerdos de otros días, de una vida más sencilla, de compañeros desaparecidos.
—Ah, comprendo —dijo Sleet—. ¡Eso es otra cosa, mi señor! Sensibilidad. Yo hablo del oficio.
—Hablamos de cosas distintas, en ese caso.
Los malabaristas se despidieron entre un torbellino de lanzamientos furiosos y recogidas torpes y Valentine se recostó, risueño, gozoso. Pero la diversión ha concluido, pensó. Llega la lora de los discursos.
No obstante, incluso los discursos resultaron bastante tolerables, Shinaam pronunció el primero. Se trataba del ministro pontificio de asuntos internos, miembro de la raza gayrog dotado de relucientes escamas de reptil y una lengua bifurcada, roja e inquieta. Con elegancia y brevedad dio la bienvenida formal a lord Valentine y su séquito.
El asistente Ermanar replicó en nombre de la Corona. Cuando terminó, llegó el turno del anciano y arrugado Dilifon, secretario personal del Pontífice, que transmitió los saludos personales del monarca supremo. Un simple fraude, y Valentine lo sabía, puesto que todo el mundo se hallaba al corriente de que el viejo Tyeveras no había pronunciado una palabra racional a nadie desde hacía más de una década. Pero la Corona aceptó cortésmente las temblorosas invenciones de Dilifon y eligió a Tunigorn para ofrecer respuesta.
Después hablo Hornkast: el portavoz principal del pontificado, un hombre rollizo, solemne, el auténtico gobernante del Laberinto durante los años de senilidad del Pontífice Tyeveras. Su tema, declaró, iba a ser el gran desfile. Valentine prestó una suma atención desde el primer momento: durante el último año en pocas cosas más había pensado aparte del desfile, el viaje ceremonial de enorme trascendencia que obligaba a la Corona a recorrer Majipur y dejar que el pueblo lo viera, recibiendo de los habitantes homenaje, fidelidad, cariño.
—A algunos puede parecerles —dijo Hornkast—, un simple viaje de placer, un reposo trivial y sin importancia de las exigencias del cargo. ¡Falso! ¡Falso! Es la persona de la Corona, la persona real, física, no un estandarte, no una bandera, no un retrato, la que une en lealtad común todas las provincias diseminadas por el mundo. Y sólo mediante un contacto periódico con la presencia cierta de ese personaje real se renueva dicha lealtad.
Valentine frunció el ceño y desvió la mirada. En su mente brotó de pronto una imagen inquietante: el paisaje de Majipur se quebraba y se agitaba y un hombre solitario luchaba desesperadamente con el terreno quebrado, se esforzaba en devolver todo a su lugar.
—Porque la Corona —prosiguió Hornkast— es la personificación de Majipur. La Corona es Majipur personificado. Él es el mundo, el mundo es la Corona. Por lo tanto, cuando la Corona inicia el gran desfile, tal como vos, lord Valentine, haréis por primera vez desde vuestra gloriosa recuperación del trono, no sólo visita el mundo, sino que visita también su interior: es un viaje al alma misma de la Corona, un encuentro con las raíces más profundas de su identidad…
¿Realmente era así? Desde luego. Desde luego. Valentine no tenía duda alguna de que Hornkast estaba vertiendo frases retóricas rutinarias, ruidos oratorios del tipo que él debía soportar con tanta frecuencia. Y sin embargo, en esa ocasión, las palabras parecieron dar vida a algo en su interior, abrir un túnel enorme y oscuro repleto de misterios. Aquel sueño, el viento frío que soplaba en el Monte del Castillo, los gemidos de la tierra, el paisaje quebrado… La Corona es la personificación de Majipur… Él es el mundo…
Durante su reinado, la unidad se había roto ya una vez, cuando Valentine, apartado del poder por medios traicioneros, despojado de sus recuerdos e incluso de su cuerpo, se vio abocado al exilio. ¿Iba a repetirse el mismo hecho? ¿Un segundo destronamiento, otro desastre? ¿O se trataba de algo más terrible, más inminente, algo mucho más grave que el destino de un solo hombre?
Notó el sabor desconocido del miedo. Con banquete o sin él, Valentine pensó que debía haber exigido de inmediato una interpretación de sus sueños. Conocimientos oscuros pugnaban por penetrar en su conciencia, no había duda. Algo iba mal en el interior de la Corona… lo que equivalía a decir que algo iba mal en el mundo…
—¿Mi señor? —Era Autifon Deliamber. El menudo mago vroon dijo—: Es el momento, mi señor, de que propongáis el brindis final.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ahora, mi señor.
—Ah. Cierto —repuso vagamente Valentine—. El último brindis, sí.
Se puso en pie y dejó que su mirada transitara por la enorme sala, en dirección a las profundidades más sombrías. Y una súbita sensación de extrañeza se apoderó de él, al comprender que estaba totalmente falto de preparación. Apenas sabía qué iba a decir, o a quién debía dirigir sus palabras o… En realidad, ¿qué hacía él en aquel lugar? ¿En el Laberinto? ¿Se trataba realmente del Laberinto, el lugar detestable repleto de sombras y moho? ¿Por qué se hallaba allí? ¿Qué esperaban de él aquellas personas? Quizá todo era otro sueño y él jamás había salido del Monte del Castillo. No lo sabía. No comprendía nada.
Algo ocurrirá, pensó. Sólo es preciso aguardar. Pero aguardó y nada ocurrió, aparte de aumentar su sensación de extrañeza. Notó latidos en la frente, un zumbido en sus oídos. Después experimentó la fuerte impresión de hallarse en el Laberinto, como si ocupara un lugar en el centro exacto del mundo, en el núcleo del gigantesco orbe. Pero una fuerza irresistible estaba alejándole de aquel lugar. De improviso su alma le abandonó velozmente igual que si fuera una enorme capa de luz; y su alma ascendió por los numerosos estratos del Laberinto hasta salir a la superficie y continuó volando hasta abarcar la inmensidad de Majipur, incluso las distantes costas de Zimroel y el continente ennegrecido por el sol, Suvrael, y las ignotas extensiones del Gran Océano en la otra cara del planeta. Envolvió el mundo como un velo reluciente. En ese instante de aturdimiento Valentine pensó que él y el planeta eran un todo, que él encarnaba a los veinte mil millones de habitantes de Majipur; humanos, yorts, metamorfos y demás se movían en su interior cual corpúsculos sanguíneos. Él estaba en todas partes al mismo tiempo: era todo el pesar del mundo, y toda la alegría, y todos los anhelos, y todas las necesidades. Él era todo. Era un universo hirviente de contradicciones y conflictos. Captaba el calor del desierto y la lluvia cálida de los trópicos y el frío de las altas cumbres. Reía, lloraba, moría, hacía el amor, comía, bebía, bailaba, luchaba, cabalgaba frenéticamente por montañas desconocidas, trabajaba duramente en los campos y abría una senda en la densa jungla repleta de lianas enmarañadas. En los océanos de su alma inmensos dragones marinos brincaban sobre el agua, emitían rugidos monstruosos y se zambullían de nuevo, en busca de profundidades inconcebibles. Caras sin ojos flotaban ante él, ceñudas, maliciosas. Manos reducidas a huesos se agitaban en el aire. Diversos coros entonaban himnos discordes. Totalmente de improviso, de improviso, de improviso, una terrible simultaneidad lunática.
Valentine se hallaba de pie, silencioso, aturdido, perdido mientras el salón remolineaba alocadamente.
—Proponed el brindis, excelencia. —Al parecer Deliamber estaba pronunciando esa frase una y otra vez—. Primero por el Pontífice, luego por sus asistentes y después…
Contrólate, pensó Valentine. Eres la Corona de Majipur.
Con un esfuerzo desesperado se liberó de su grotesca alucinación.
—El brindis por el Pontífice, excelencia…
—Sí, sí, lo sé.
Las imágenes fantasmales continuaban acosándole. Dedos espectrales y descarnados tocaban su cuerpo. Pugnó por librarse de ellos. Contrólate, contrólate.