—Cierto. —Durante unos instantes los ojos de la Corona perdieron de nuevo el brillo. Después, tras recobrarse una vez más, lord Valentine añadió—: Manos a la obra. Lo primero es darte las gracias. Habría sufrido una lesión importante si no llegas a estar allí para cogerme. Debías haberte lanzado ya cuando empecé a caer, ¿verdad? ¿Tan obvio era que yo estaba a punto de caer?
—Lo era, majestad —dijo Hissune, tras ruborizarse ligeramente—. Para mí, al menos.
—Ah.
—Es posible que yo estuviera observándoos con más atención que los otros.
—Sí. Me atrevo a decir que es posible.
—Espero que su majestad no padezca en exceso los efectos de… de…
Una tenue sonrisa apareció en los labios de la Corona.
—No estaba borracho, Hissune.
—No pretendía dar a entender que… es decir… o sea…
—Nada de borrachera, no. Un encantamiento, un envío… ¿quién sabe? El vino es una cosa y la magia otra muy distinta, y creo que todavía distingo la diferencia. Fue una visión siniestra, muchacho, no la primera que he tenido últimamente. Los augurios son fastidiosos. Hay aires de guerra.
—¿Guerra? —tartamudeó Hissune. La palabra era poco familiar, extraña, horrible: quedó suspendida en el ambiente como un sucio insecto desagradable en busca de presa.
¿Guerra? ¿Guerra? En la mente de Hissune apareció de pronto una imagen de hacía ocho mil años, surgida del escondrijo de los recuerdos hurtados en el Registro de Almas: las montañas resecas del noroeste, en llamas, el cielo, negro a causa de las espesas espirales del humo que se elevaba, durante los espasmos agónicos, espantosos, de la larga guerra sostenida por lord Stiamot contra los metamorfos. Pero eso era historia antigua. No había estallado otra guerra en los siglos siguientes, aparte de la guerra de restauración. Y pocas vidas se habían perdido en aquel conflicto, gracias a lord Valentine, para el que la violencia era abominable.
—¿Cómo puede haber guerra? —preguntó Hissune—. ¡En Majipur no hay guerras!
—¡La guerra está próxima! —intervino ásperamente Sleet—. ¡Y cuando llegue, por la Dama, será imposible esconderse de ella!
—Pero ¿guerra con quién? Este planeta es el más pacífico del universo. ¿Qué enemigo podemos tener?
—Existe uno —dijo Sleet—. Vosotros, los pobladores del Laberinto… ¿tan apartados estáis del mundo real que os resulta imposible entender eso?
Hissune frunció el ceño.
—¿Los metamorfos, se refiere a eso?
—¡Claro, los metamorfos! —exclamó Sleet—. ¡Los inmundos cambiaspectos, chico! ¿Pensabas que podíamos tenerlos encerrados para siempre? ¡Por la Dama, dentro de poco habrá tumultos!
Hissune, perplejo y asombrado, contempló al hombrecillo del rostro de cicatrices. Los ojos de Sleet brillaban. Casi parecía contento por la perspectiva.
—Con todos mis respectos, Sleet, Consejero Supremo —dijo Hissune, tras sacudir lentamente la cabeza—, esto me parece absurdo. Unos cuantos millones de metamorfos… ¿contra veinte mil millones que somos nosotros? Declararon esa guerra una vez, y la perdieron, y por mucho que nos odien no creo que lo intenten otra vez.
Sleet señaló a la Corona, que al parecer no prestaba excesiva atención.
—¿Y la vez que colocaron a su títere en el trono de lord Valentine? ¿Qué fue eso sino una declaración de guerra? ¡Ah, muchacho, muchacho, no sabes nada! Los cambiaspectos llevan siglos tramando contra nosotros y su hora está próxima. ¡Los sueños de la Corona lo auguran! ¡Por la Dama, la misma Corona sueña con guerra!
—Por la Dama, ciertamente, Sleet —dijo la Corona con voz de infinita fatiga—, no habrá guerra si yo puedo evitarla, y tú lo sabes.
—¿Y si no podéis evitarla, mi señor? —replicó Sleet.
El rostro del hombrecillo, blanco como la creta, rebosaba excitación en ese momento. Sus ojos brillaban, sus manos no cesaban de hacer gestos rápidos y obsesivos, como si estuvieran haciendo malabarismos con mazas invisibles. Hissune jamás había pensado que alguien, aunque fuera un Primer Consejero, pudiera hablar tan rudamente a la Corona. Y quizás ello no sucedía a menudo, puesto que el joven estaba observando algo muy similar a enojo en el semblante de lord Valentine. Lord Valentine, famoso por no haber conocido nunca la ira, el hombre que con tanta afabilidad y benevolencia había intentado ganarse la comprensión de nada menos que su enemigo, el usurpador Dominin Barjazid, en los últimos momentos de la guerra de restauración. Después ese enojo cedió su lugar de nuevo a la terrible fatiga, lo que hizo que la Corona aparentara tener setenta u ochenta años en lugar de los cuarenta del hombre joven y vigoroso que Hissune conocía.
Se produjo un momento interminable de silencio tenso. Por fin intervino lord Valentine, en tono despacioso, ponderativo y dirigiendo sus palabras a Hissune como si no hubiera otra persona en la habitación.
—No quiero volver a oír hablar de guerra mientras subsistan esperanzas de paz. Pero los augurios han sido siniestros, de eso no hay duda: si no hay guerra, habrá ciertamente una u otra calamidad. No haré caso omiso de estas advertencias. Hemos cambiado en parte nuestros planes esta noche, Hissune.
—¿Vais a anular el gran desfile, mi señor?
—Eso no, debo hacerlo. Lo he pospuesto una y otra vez, argumentando que tenía mucho que hacer en el Monte del Castillo, que no tenía tiempo para ir de excursión por el mundo. Tal vez lo haya pospuesto demasiado tiempo. El desfile debe celebrarse cada siete u ocho años.
—¿Y ha pasado más tiempo, majestad?
—Casi diez años. Y tampoco completé el viaje la otra vez, porque en Til-omon, ¿sabes?, se produjo una pequeña interrupción, alguien me liberó de mis tareas durante un tiempo, sin mi conocimiento.
La Corona dirigió su mirada más allá de Hissune, hacia un punto situado a una distancia infinitamente remota. Durante unos instantes fue como si estuviera atisbando los nebulosos abismos del tiempo: tal vez pensaba en la extraña usurpación tramada contra él por el Barjazid, y en los meses o años que había estado vagando por Majipur privado de su mente y de su poder. Lord Valentine sacudió la cabeza.
—No —prosiguió—, hay que celebrar el gran desfile. Habrá que ampliarlo, de hecho. Pensaba viajar únicamente por Alhanroel, pero creo que deberemos visitar ambos continentes. También los habitantes de Zimroel deben ver que existe la Corona. Y si Sleet no se equivoca en cuanto a que debemos temer a los metamorfos… bien, en ese caso Zimroel es el lugar al que debemos ir, ya que allí habitan los metamorfos.
Hissune no esperaba ese cambio. En su interior brotó una oleada de excitación. ¡También Zimroel! El lugar increíblemente distante, lleno de selvas, ríos enormes, grandes ciudades, un paraje más que legendario para el joven… ciudades mágicas con nombres mágicos…
—¡Ah, si ése es el nuevo plan, qué espléndido me parece, mi señor! —dijo, esbozando una amplia sonrisa—. ¡Nunca había pensado ver esa tierra, excepto en sueños! ¿Iremos a Ni-moya? ¿A Pidruid, a Til-omon, a Narabal…?
—Es muy probable que yo vaya —contestó la Corona con una voz extrañamente categórica que fue como un garrotazo en la orejas para el joven Hissune.
—¿Yo, mi señor? —dijo Hissune repentinamente alarmado.
—Otro cambio en los planes —replicó lord Valentine en voz baja—. Tú no me acompañarás en el gran desfile.
Un escalofrío terrible recorrió el cuerpo de Hissune en ese momento, como si el viento que sopla entre las estrellas hubiera descendido y estuviera recorriendo los lugares más hondos del Laberinto. Empezó a temblar, su ánimo se encogió con la frialdad de la ráfaga e Hissune creyó que había encogido hasta quedar reducido a un pellejo.
—¿He dejado de estar a vuestro servicio, majestad?
—¿Cómo? ¡En absoluto! ¡Seguramente sabrás que tengo proyectos importantes para ti!