—Así lo habéis dicho, varias veces, mi señor. Pero el desfile…
—No es la preparación conveniente para las tareas que un día deberás hacer. No, Hissune, no puedo consentir que pases el próximo año o los dos próximos años yendo de provincia en provincia junto a mí. Debes partir hacia el Monte del Castillo tan pronto como sea posible.
—¿El Monte del Castillo, mi señor?
—Para empezar la instrucción que conviene a un aprendiz de caballero.
—¿Mi señor? —contestó Hissune, atónito.
—Tienes… ¿cuántos años, dieciocho? Los demás te llevan años de ventaja. Pero eres rápido: recuperarás el tiempo perdido, ascenderás muy pronto a tu verdadero nivel. Debes hacerlo, Hissune. No tenemos la menor idea acerca de qué mal está a punto de caer sobre nuestro mundo, pero ahora sé que debo esperar lo peor y prepararme para ello aprestando a otros que estarán junto a mí cuando llegue lo peor. No habrá gran desfile para ti, Hissune.
—Lo comprendo, mi señor.
—¿Sí? Sí, creo que lo comprendes. Más tarde habrá tiempo para que veas Piliplok, Ni-moya y Pidruid, ¿no te parece? Pero ahora… ahora…
Hissune asintió, aunque en realidad apenas se atrevía a pensar que comprendía lo que lord Valentine estaba diciéndole. Durante un largo momento la Corona le miró fijamente. E Hissune sostuvo la mirada de aquellos ojos azules y fatigosos, a pesar de que empezaba a sentir un agotamiento que jamás había experimentado. La audiencia, comprendió el joven, había llegado a su fin, aunque nadie había pronunciado palabras de despedida. Hizo el gesto del estallido estelar en silencio y salió de la habitación.
En esos momentos no deseaba otra cosa aparte de dormir, una semana durmiendo, un mes. Aquella noche increíble le había despojado de toda su fuerza. Tan sólo hacía dos días el mismo lord Valentine le había citado en aquella habitación para explicarle que se dispusiera a partir inmediatamente del Laberinto, ya que iba a formar parte de la comitiva que recorrería Alhanroel con motivo del gran desfile. Y el día anterior había sido nombrado asistente de la Corona y había ocupado una silla en la mesa de honor del banquete. Y el banquete había pasado y concluido con un caos misterioso. Había visto a la Corona con semblante demacrado y totalmente humano dada su confusión, le habían arrebatado el don de participar en el gran desfile y le esperaba… ¿El Monte del Castillo? ¿Iniciarse como caballero? ¿Recuperar el tiempo perdido? ¿Recuperar qué? La vida se había convertido en un sueño, pensó Hissune. Y nadie puede interpretármelo.
En el pasillo, junto a los aposentos de la Corona, Sleet le cogió de pronto por la muñeca y le obligó a acercarse. Hissune notó la extraña fuerza de aquel hombre, percibió las tensas energías retorcidas en su interior.
—Sólo para que lo sepas, muchacho… No pretendía enemistarme contigo cuando te he hablado con tanta brusquedad ahí dentro.
—Ni por un momento lo he considerado así.
—Magnífico. Magnífico. No deseo enemistarme contigo.
—Ni yo con usted, Sleet.
—Creo que deberemos hacer muchas cosas juntos, tú y yo, cuando llegue la guerra.
—Suponiendo que llegue. Sleet sonrió tristemente.
—No hay duda de ello. Pero de momento no voy a librar contigo esa batalla. Dentro de poco acabarás pensando igual que yo. Valentine no ve los problemas hasta que los problemas le mordisquean las botas… Es su forma de ser, es un hombre demasiado dulce, tiene demasiada fe en la buena voluntad del prójimo, eso opino… Pero tú eres distinto, ¿eh, chico? Caminas con los ojos abiertos. Creo que eso es lo que más valora de ti la Corona. ¿Comprendes lo que te digo?
—La noche ha sido larga, Sleet.
—Es cierto. Ve a dormir un poco, muchacho. Si es que puedes.
9
Los primeros rayos del sol matutino alcanzaron el lodo grisáceo de la irregular costa del sureste de Zimroel e iluminaron el sombrío litoral con un fulgor verde claro. La llegada del alba despertó de inmediato a los cinco liis acampados en el flanco de una duna, a varios centenares de metros del mar, en una tienda de campaña desgarrada y con numerosos remiendos. Sin pronunciar palabra se levantaron, cogieron puñados de húmeda arena y frotaron con ésta la piel áspera y llena de hoyuelos de sus brazos y pecho hasta completar la ablución matinal. Tras salir de la tienda se volvieron hacia el oeste, donde algunas estrellas débiles relucían todavía en el oscuro cielo, y los cinco liis ofrecieron su saludo.
Quizás una de aquellas estrellas era la de procedencia de sus antepasados. Ellos desconocían cuál podía ser. Nadie lo sabía. Siete mil años habían transcurrido desde la llegada a Majipur de los primeros emigrantes liis, y durante ese tiempo se habían perdido muchos datos. Durante sus viajes por el gigantesco planeta, en busca de cualquier lugar en el que hubiera tareas sencillas que realizar, los liis olvidaron el planeta que fue su punto de partida. Pero algún día volverían a saberlo.
El varón de más edad encendió la hoguera. El más joven sacó las brochetas y preparó en ellas la carne. Las dos hembras tomaron en silencio las brochetas y las sostuvieron sobre las llamas hasta oír el ruido de la grasa al gotear. Después, quedamente, repartieron los trozos de carne y los liis acabaron, silenciosos, la que era su única comida del día.
Todavía en silencio, fueron saliendo de la tienda el varón de más edad, después las mujeres, luego los otros dos varones: cinco criaturas delgadas, de espalda amplia, cabezas grandes y achatadas y ojos de brillo intenso, tres pares de ojos en sus rostros inexpresivos. Caminaron hasta el borde del mar y tomaron posición en la estrecha punta de un promontorio, fuera del alcance de la marea, tal como habían hecho todas las mañanas desde hacía semanas.
Allí aguardaron, en silencio, todos con la esperanza de que ese día fuera el de la llegada de los dragones.
La costa sureste de Zimroel, la inmensa provincia denominada Gihorna, es una de las regiones más oscuras de Majipur: una tierra sin ciudades, un lugar olvidado de suelo arenoso y grisáceo y brisas húmedas y violentas, sometido en períodos imprevisibles a tempestades de arena colosales, terriblemente destructivas. No existe un solo puerto natural en centenares de kilómetros de esa costa desafortunada, tan sólo un interminable borde de colinas peladas que acaban en una playa enlodada en la que rompen las olas del Mar Interior produciendo un sonido apagado, triste. En los primeros años de la colonización de Majipur, los exploradores que se aventuraron en esa región olvidada del continente occidental informaron que allí nada valía el esfuerzo de una segunda exploración, y eso, en un planeta tan lleno de prodigios y maravillas, era el peor rechazo imaginable.
De este modo Gihorna quedó abandonada cuando se inició el desarrollo del nuevo continente. Se crearon numerosas colonizaciones: primero Piliplok, en el centro de la costa oriental y junto a la desembocadura del río Zimr, luego Pidruid en el lejano noroeste, Ni-moya en el gran recodo del Zimr, tierra adentro, Til-omon, Narabal, Velathys, la reluciente ciudad gayrog de Dulorn y muchas más. Los puestos avanzados se convirtieron en pueblos, éstos en ciudades y éstas en grandes urbes cuyos zarcillos de expansión reptaban hacía las asombrosas inmensidades de Zimroel. Pero siguió sin existir motivo para adentrarse en Gihorna y nadie lo hizo. Ni siquiera los cambiaspectos, cuando lord Stiamot logró por fin someterlos y arrinconarlos en una reserva selvática separada por el río Steiche de las zonas occidentales de Gihorna, habían osado cruzar el río en dirección a los territorios deprimentes que se extendían al otro lado.
Mucho tiempo después, miles de años más tarde, cuando gran parte de Zimroel empezó a tener el aspecto sumiso de Alhanroel, algunos colonos se adentraron finalmente en Gihorna. Casi todos eran de raza lii, gente sencilla y sin ambiciones que jamás se habían enredado en exceso en el tejido de la vida de Majipur. Por voluntad propia, al parecer, se mantenían aparte de todo, y ganaban algunos pesos acá y allá como vendedores de salchichas a la brasa, pescadores, trabajadores itinerantes… Para este pueblo sin rumbo ni meta, cuya vida era considerada apática e insulsa por las otras razas de Majipur, fue fácil adentrarse en la apática e insulsa Gihorna. Allí construyeron pequeñas aldeas, tendieron redes a poca distancia de la costa para capturar los enormes cangrejos negros de caparazón lustroso y octogonal que recorrían las playas en grupos de varios centenares de animales y para celebrar algún festín salían a cazar dhumkars, criaturas lentas de carne muy tierna que vivían casi enterradas en las dunas.