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Durante casi todo el año los liis tenían Gihorna para ellos solos. Pero no en verano, ya que el verano era la estación del dragón.

A principios del estío las tiendas de campaña de los buscadores de rarezas empezaban a brotar como calimbotes amarillos tras una lluvia cálida, por toda la costa de Zimroel desde un punto situado al sur de Piliplok hasta el borde de la impenetrable Marisma del Zimr. Se trataba de la temporada en la que las manadas de dragones marinos efectuaban su recorrido anual por el lado oriental del continente, dirigiéndose hacia las aguas que separaban Piliplok de la Isla del Sueño a fin de que las hembras pudieran parir. La costa del sur de Piliplok era el único paraje de Majipur donde era posible ver bien a los dragones sin hacerse a la mar, puesto que allí las hembras grávidas solían acercarse a la ribera y se alimentaban con las pequeñas criaturas que moraban en las densas marañas de algas doradas tan abundantes en aquellas aguas. De este modo, todos los años en la época de paso de los dragones, los curiosos llegaban a miles procedentes del mundo entero y montaban sus tiendas. Algunas de estas moradas pasajeras eran magníficas estructuras, prácticamente palacios de postes finos y altos y tejidos brillantes, ocupadas por miembros de la nobleza que hacían viajes de turismo. Otras eran las tiendas recias y eficaces de prósperos comerciantes y sus familias. Y otras eran los sencillos cobertizos de gente normal que había ahorrado durante años para hacer esa excursión.

Los aristócratas acudían a Gihorna en la estación de los dragones debido a que les parecía entretenido observar a las enormes bestias mientras se deslizaban por el agua y porque era un placer poco usual pasar las vacaciones en un lugar tan horriblemente deslucido. Los comerciantes ricos hacían lo propio porque la realización de un viaje tan costoso por fuerza debía mejorar su posición en la comunidad y por cuanto sus hijos podían adquirir conocimientos útiles sobre la historia natural de Majipur, conocimientos que quizá les fueran de provecho en la escuela. La gente normal iba allí por su creencia en que observar el paso de los dragones les daría una vida entera de suerte, si bien nadie estaba completamente seguro del motivo.

Y estaban los liis, para los que la época de los dragones no era motivo de diversión ni de prestigio ni de confiar en la amabilidad de la fortuna, sino que se trataba de una cuestión de profundo significado: un medio de redención, un medio de salvación.

Nadie podía predecir con exactitud cuándo iban a presentarse los dragones en la costa de Gihorna. Aunque siempre acudían en verano, algunas veces lo hacían antes y otras después. Y ese año estaba retrasándose. Los cinco liis, una vez situados en el pequeño promontorio todas las mañanas, habían pasado días y más días sin ver nada aparte del mar plomizo, la espuma y las masas oscuras de algas. Pero no era gente impaciente. Tarde o temprano, los dragones llegarían.

El día en que por fin los animales se dejaron ver era cálido y bochornoso y soplaba viento del oeste muy húmedo. Durante toda la mañana pelotones, falanges y regimientos de cangrejos marcharon sin descanso playa arriba y playa abajo, como si se adiestraran para expulsar a invasores desconocidos. Ese detalle siempre era una señal.

Hacia el mediodía hubo otra señaclass="underline" sobre el inquieto oleaje pareció alzarse un pastel enorme, un sapo de las olas, todo él panza, boca y dientes de filo mellado. Se adentró algunos metros en la playa, tambaleante, y quedó acurrucado en la arena, jadeante, tembloroso, sin dejar de abrir y cerrar sus ojazos de color lechoso. Un segundo sapo salió del agua momentos después, no muy lejos del primero, y miró con malicia al anterior. Después hubo un pequeño desfile de langostas de grandes patas, una decenas de llamativas criaturas azules y purpúreas con abultadas ancas de color anaranjado; salieron del agua con gran determinación y rápidamente se enterraron en el barro. Acto seguido llegaron moluscos de ojos rojos que brincaban sobre sus delgadísimas patas amarillas, anguilas cuchillo angulosas y blanquecinas e incluso algunos peces que se agitaron indefensos en la playa mientras los cangrejos iban engulléndolos.

Los liis se hicieron gestos de asentimiento cada vez más excitados. Sólo un motivo podía hacer que criaturas de aguas poco profundas se desviaran hacia tierra firme de aquel modo. El olor almizcleño de los dragones marinos, que precedía corto trecho a las mismas bestias, debía haber empezado a impregnar el agua.

—Mirad —dijo el varón de más edad.

Procedente del sur llegaba la vanguardia de los dragones, dos o tres decenas de bestias inmensas con las correosas alas negras bien extendidas hacia lo alto y los alargados cuellos curvados hacia arriba y hacia afuera como arcos enormes. Se adentraron serenamente en la masa de algas e iniciaron la cosecha: azotaron con las alas la superficie de mar, causaron una barahúnda entre las criaturas de las algas, atacaron con brusca ferocidad, engulleron algas, bogavantes, sapos marinos v todo lo que encontraron, sin discriminación. Aquellos gigantes eran machos. Detrás de ellos nadaba un grupito de hembras que se bamboleaban a la manera de vacas grávidas exhibiendo sus abultados costados. Y tras éstas, solo, el rey de la manada, un dragón tan colosal que semejaba el casco vuelto hacia arriba de un navío zozobrado; y era únicamente la mitad de su cuerpo, puesto que el monstruo mantenía ancas y colas suspendidos debajo del agua.

—Arrodillaos y dad gracias —dijo el varón de más edad, y se arrodilló.

Con los siete dedos largos y huesudos de su mano izquierda hizo varias veces el signo del dragón marino: el batido de las alas, el cuello en plena acometida. El lii se agachó y frotó su frente en la arena húmeda y fría. Alzó la cabeza y miró al rey de los dragones, que se hallaba en ese momento a poco más de doscientos metros mar adentro, y por mera fuerza de voluntad intentó atraer hacia tierra a la descomunal bestia.

—Ven hacia nosotros… ven… ven…

—Ahora es el momento. Hemos esperado mucho tiempo. Ven… sálvanos… guíanos… sálvanos…

—¡Ven!

10

Con un gesto ceremonioso rutinario, Elidath añadió su firma al documento que parecía el número diez mil de la jornada: Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente. Garabateó la fecha junto a su nombre y un secretario de Valentine eligió otro manojo de papeles y lo puso ante Elidath.

Era el día de firmar papeles. Al parecer se trataba de una dura prueba semanal obligatoria. Siempre que llegaba la tarde de un Día Segundo, desde la partida de lord Valentine, Elidath abandonaba sus aposentos en el Atrio de Pinitor, iba a las dependencias oficiales de la Corona en la zona interna del Castillo y tomaba asiento ante el magnífico escritorio de lord Valentine, una gran plancha pulida de madera de palisandro, de color rojo oscuro y con un grano vívido que semejaba el emblema del estallido estelar, y durante horas los secretarios hacían turnos para entregarle documentos recién llegados de los diversos ministerios para obtener la aprobación definitiva. Incluso con la Corona lejos de allí en el gran desfile, las ruedas seguían girando, continuaba llegando el interminable vómito de decretos, revisión de decretos y abrogación de decretos. Y todos tenía que firmarlo la Corona o el regente designado, por razones que sólo el Divino conocía. Otro más: Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente. Y la Fecha. Listo.