—Ya puedes dejarme —dijo, sintiéndose inmensamente ridículo
—Estáis muy débil, majestad —gruñó Lisamon.
—No tan débil, creo. Déjame.
Con cuidado, como si Valentine tuviera novecientos años, Lisamon le dejó en el suelo. De inmediato, enormes oleadas de mareo le hicieron estremecerse y Valentine extendió una mano para apoyarse en la giganta, que continuaba cerca de él con aire protector. Los dientes le rechinaban. Su pesada vestimenta se aferraba a su piel, húmeda y fría, igual que una mortaja. Temió que, si cerraba los ojos aunque sólo fuera un instante, aquella charca de oscuridad volvería a surgir y le engulliría. Pero hizo un esfuerzo para encontrar estabilidad, por más que fuera simple fingimiento. Sus viejas normas se impusieron: no podía tolerar que le vieran confundido y débil, fuera cuales fuesen los terrores irracionales que bramaban en su cabeza.
Al cabo de unos segundos notó que su calma crecía y miró alrededor. Le habían sacado del gran salón. Se hallaba en un pasillo brillantemente iluminado, con un millar de incrustaciones, emblemas pontificios entrelazados y solapados entre los que surgía constantemente el asombroso símbolo del Laberinto. Un numeroso grupo de personas se apiñaba junto a él, con expresiones de ansiedad y consternación: Tunigorn, Sleet, Hissune, Hornkast, el viejo Dilifon y detrás de éstos más cabezas inclinadas con máscaras amarillas.
—¿Dónde estoy? —preguntó Valentine.
—Unos segundos más y estaremos en vuestros aposentos, majestad —dijo Sleet.
—¿He estado sin conocimiento mucho rato?
—Dos o tres minutos, sólo eso. Os caísteis mientras pronunciabais el discurso. Pero Hissune os agarró, y también Lisamon.
—Ha sido el vino —dijo Valentine—. Supongo que he abusado, una copa de esto, otra copa de aquello…
—Ahora estáis totalmente sobrio —observó Deliamber—, y sólo han pasado unos minutos…
—Déjame creer que ha sido el vino —repuso Valentine—, al menos durante un rato.
El pasillo describió una curva a la izquierda y apareció ante Valentine la gran puerta tallada de sus aposentos, engastada con taraceas doradas que representaban el emblema del estallido estelar y sobre ellas el grabado del monograma de la Corona, LVC.
—¿Dónde está Tisana? —preguntó.
—Aquí, mi señor —contestó la oráculo un poco alejada.
—Perfecto. Quiero que me acompañes. También Deliamber y Sleet. Nadie más. ¿Queda claro?
—¿Puedo entrar yo también? —sonó una voz entre el grupo de funcionarios pontificios.
Pertenecía a un hombre macilento y de finos labios con una piel curiosamente cenicienta al que Valentine reconoció por fin como Sepulthrove, médico del Pontífice Tyeveras. La Corona sacudió la cabeza.
—Agradezco tu preocupación. Pero creo que no te necesito.
—Un desvanecimiento tan repentino, mi señor… exige diagnosis…
—Esas palabras son sensatas —comentó en voz baja Tunigorn.
Valentine se encogió de hombros.
—Después, en todo caso. Antes déjame hablar con mis consejeros, buen Sepulthrove. Luego podrás palparme un poco la rótula, si opinas que es preciso. Vamos… Tisana, Deliamber…
Entró resueltamente en sus aposentos tras hacer el último esfuerzo por aparentar donaire real y experimentó gran alivio cuando la pesada puerta cerró el paso a la bulliciosa muchedumbre del pasillo. Dejó que el aire saliera lentamente de sus pulmones y se dejó caer, temblando a causa de la tensión liberada, sobre los brocados del sofá.
—¿Majestad? —dijo suavemente Sleet.
—Aguarda. Aguarda. No me molestes.
Se frotó su ardorosa frente y sus doloridos ojos. La tensión de tener que fingir, estando afuera, que se había recobrado rápida y totalmente del mal que le había sobrecogido en el salón de banquetes había resultado onerosa para su espíritu. Pero poco a poco fue recuperando parte de su fuerza real. Dirigió la mirada hacia la oráculo. La robusta anciana, gruesa y fuerte, le parecía en ese momento el manantial de la tranquilidad total.
—Ven, Tisana, siéntate a mi lado —dijo Valentine.
La mujer se acomodó junto a él y le rodeó los hombros con un brazo. Sí, pensó Valentine. ¡Ah, sí, maravilloso! El calor volvió a su alma congelada y la oscuridad se alejó. De su interior fluyó un gran torrente de amor por Tisana, vigorosa, digna de confianza, sabia, la mujer que en su época de exilio fue la primera en aclamarle sinceramente como lord Valentine, cuando él aún se conformaba considerándose como Valentine el malabarista. Cuántas veces, después de que recuperara la corona, había compartido con ella el vino onírico que abría la mente y se había puesto en sus manos para que le extrajera los secretos de las turbulentas imágenes que brotaban mientras dormía.¡Cuántas veces le había aliviado de la carga del trono!
—Me he asustado muchísimo al veros caer, lord Valentine —dijo Tisana—, y ya sabéis que yo no me asusto con facilidad. ¿Afirmáis que la culpa es del vino?
—Eso he dicho, ahí afuera.
—Pero no ha sido el vino, creo.
—No. Deliamber opina que se trata de un conjuro.
—¿Obra de quién? —preguntó Tisana. Valentine miró al vroon.
—¿Y bien?
Deliamber reflejaba una tensión que Valentine había visto en contadas ocasiones en el semblante del pequeño ser: un brillo extraño en sus ojazos amarillos, movimientos trituradores de su pico de pájaro…
—No encuentro respuesta alguna —dijo por fin Deliamber—. Del mismo modo que no todos los sueños son envíos, no todos los hechizos tienen autor.
—Ciertos hechizos surgen por ellos mismos, ¿estás diciendo eso? —inquirió Valentine.
—No exactamente. Pero hay hechizos que surgen espontáneamente… de dentro, mi señor, del interior de la persona, engendrados en los lugares vacíos del alma.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que yo mismo me he encantado, Deliamber?
—Sueños… conjuros… —dijo en voz baja Tisana—. Todo es lo mismo, lord Valentine. Ciertos augurios están dándose a conocer a través de vos. Presagios que surgen a la luz por la fuerza. Tormentas que se forman, y se trata únicamente de heraldos.
—¿Ves tanto tan pronto? Tuve el sueño muy agitado, ¿sabes?, antes del banquete, y ciertamente estuvo lleno de presagios de tormenta, augurios y heraldos. Pero si no he hablado en sueños, todavía no te he explicado un solo detalle, ¿no es cierto?
—Creo que soñasteis en caos, mi señor. Valentine la miró fijamente.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque ha de llegar el caos —repuso Tisana, no sin esfuerzo—. Todos sabemos que eso es cierto. Hay tareas inacabadas en el mundo, y exigen ser acabadas.
—Los cambiaspectos, te refieres a eso —murmuró Valentine.
—No puedo atreverme —dijo la anciana— a daros consejos sobre asuntos de estado…
—No actúes con tanto tacto. De mis consejeros espero consejos, no tacto.
—Mi reino es solamente el reino de los sueños —contestó Tisana.
—Soñé con nieve en el Monte del Castillo, y con un gran terremoto que partiría el mundo.
—¿Debo interpretar ese sueño, mi señor?
—¿Cómo puedes interpretarlo, si aún no hemos bebido el vino onírico?
—Una interpretación no es buena idea en estos momentos —aseguró Deliamber—. La Corona ya ha tenido visiones suficientes la noche pasada. No se le serviría bien haciéndole beber vino onírico ahora. Creo que eso puede aguardar hasta…
—Ese sueño no precisa vino —dijo Tisana—. Un niño podría interpretarlo. ¿Terremotos? ¿La destrucción del mundo? Bien, debéis prepararos para tiempos difíciles, mi señor.