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—Todos ellos descubiertos y eliminados. Y el trono fue valientemente recobrado por el monarca legítimo, Divvis.

—Cierto. Cierto. ¿Y piensas que los metamorfos, tan corteses ellos, se han retirado a sus junglas? Te lo aseguro, en estos mismos instantes están planeando destruir Majipur y recobrar todo cuanto quede, cosa que sabemos desde que Valentine recobró el trono. ¿Y qué ha hecho él al respecto? ¿Qué ha hecho, Elidath? Extender hacia ellos sus brazos amorosos. Prometerles que reparará errores del pasado y remediará viejas injusticias. ¡Sí, y ellos siguen tramando contra nosotros!

—Correré sin ti —dijo Elidath—. Quédate aquí, siéntate ante el escritorio de la Corona, firma esos montones de decretos. Eso es lo que deseas, ¿no es cierto, Divvis? ¿Sentarte ahí dentro? —Dio media vuelta, colérico, y salió de la sala.

—Aguarda —dijo Divvis—. Vamos contigo. —Salió corriendo detrás de Elidath, lo alcanzó, lo cogió por el codo. Y en tono vivo, muy distinto al burlón tan habitual en él, afirmó—: No he hablado de sucesión, sólo he dicho que es necesario que Valentine se encargue del Pontificado. ¿Crees que intentaría arrebatarte la corona?

—No soy candidato a la corona —repuso Elidath.

—Nunca hay candidatos a la corona —replicó Divvis—.Pero hasta un niño sabe que tú eres el más probable. ¡Elidath, Elidath…!

—Déjale en paz —intervino Mirigant—. Pensaba que habíamos venido para correr.

—Sí. Corramos, y finalicemos esta conversación por el momento —dijo Divvis.

—Gracias sean dadas al Divino —murmuró Elidath.

Inició el descenso de los tramos de amplios escalones de piedra, alisados por siglos de uso, y los tres hombres pasaron junto a las garitas de los guardianes del Refugio de Vildivar, la avenida de rosados bloques de granito que conectaba el Castillo interno, las primitivas dependencias de trabajo de la Corona, con el laberinto prácticamente incomprensible formado por los edificios exteriores que rodeaban todo lo anterior en la cima del Monte. Elidath se sentía igual que si le hubieran puesto una cinta de acero fundido en la frente. Después de firmar una miríada de documentos estúpidos, tener que escuchar la traicionera perorata de Divvis…

No obstante, el Regente sabía que Divvis estaba en lo cierto. El mundo no podía continuar mucho tiempo de aquella forma. Cuando era preciso realizar acciones importantes, Pontífice y Corona debían consultarse a fin de que su sabiduría compartida impidiera cualquier insensatez. Pero no existía Pontífice, en ningún sentido práctico. Y Valentine, que se esforzaba en actuar a solas, estaba fracasando. Ni siquiera las coronas más famosas, Confalume, Prestimion, Dekkeret, ninguno de esos monarcas había osado gobernar Majipur a solas. Y los desafíos que habían afrontado eran nada comparados con los que Valentine debía afrontar. ¿Quién podía imaginar, en tiempos de lord Confalume, que los humildes y subyugados metamorfos volverían a alzarse en busca de desagravios por la pérdida de su planeta? Sin embargo, la rebelión estaba muy avanzada en lugares secretos. Era improbable que Elidath pudiera olvidar las últimas horas de la guerra de restauración. Tuvo que abrirse paso hasta los subterráneos donde se hallaban las máquinas que controlaban el clima del Monte del Castillo, y para ello fue preciso matar a soldados ataviados con el uniforme de la guardia personal de la Corona… que al morir cambiaban de forma y se convertían en seres con estrechísimas bocas, desprovistos de nariz, con los ojos rasgados: cambiaspectos. Eso ocurrió hacía ocho años, y Valentine aún esperaba que su amor impresionara a esa nación de descontentos, hallar algún medio pacífico y honroso de curar la ira de los metamorfos. Pero después de ocho años no había logros concretos que exponer. ¿Y quién sabía qué nueva infiltración habrían efectuado ya los metamorfos?

Elidath llenó de aire sus pulmones y emprendió un galope furioso que dejó por detrás a Mirigant y Divvis al cabo de pocos segundos.

—¡Hey! —gritó Divvis—. ¿Eso piensas tú de una carrera suave?

Elidath no prestó atención. Sólo podía acabar con el dolor de su alma sufriendo otra clase de dolor. Y por eso siguió corriendo, frenéticamente, forzando al máximo su resistencia. Sin detenerse pasó junto a la delicada torre de cinco puntas de lord Arioc, la capilla de lord Kinniken, la casa pontificia de huéspedes, la cascada de Guadeloom, la achatada masa negra del tesoro de lord Prankipin, los noventa y nueve escalones… Con el corazón casi tronando en su pecho, el Regente se dirigió hacia el vestíbulo de la Mansión de Pinitor… Siguió corriendo, cruzó locales que atravesaba todos los días desde hacía treinta años, desde que era niño y llegó al pie del Castillo procedente de Morvole a fin de aprender el arte del gobierno. Cuántas veces habían corrido así él y Valentine, o Stasilaine, o Tunigorn… Los cuatro eran como hermanos, cuatro jóvenes alocados que recorrían estruendosamente el Castillo de lord Malibor, tal como se lo llamaba en aquella época… ¡Ah, qué alegre había sido la vida para ellos en aquellos tiempos! Suponían que acabarían siendo consejeros a las órdenes de Voriax cuando éste ocupara el trono, todo el mundo sabía que debía ser así, pero al cabo de muchos años. Y un día lord Malibor falleció mucho antes de lo previsto, igual que su sucesor, Voriax, y Valentine fue coronado y nada había vuelto a ser igual desde entonces.

¿Y el presente? Ya es hora de que Valentine se traslade al Laberinto, acababa de decir Divvis. Sí. Sí. Un poco joven para ser Pontífice, cierto, pero eso era consecuencia de la mala suerte: llegar al trono durante la senectud de Tyeveras. El viejo emperador merecía el sueño de la tumba y Valentine debía ir al Laberinto, y la corona del estallido estelar debía pasar a…¿A mí? ¿Lord Elidath? ¿Será este lugar el Castillo de lord Elidath?

La idea le dejó asombrado y admirado… y también asustado. En los últimos seis meses había comprobado qué significaba ser Corona.

—¡Elidath! ¡Vas a matarme! ¡Corres como un loco!

Era la voz de Mirigant, y procedía de muy abajo, como algo que el viento se lleva de una ciudad lejana. Elidath se hallaba casi al final de los Noventa y Nueve Escalones. Notaba un ruido sordo en el pecho y su vista empezaba a nublarse, pero hizo un esfuerzo para continuar, llegó al último escalón y entró en el estrecho vestíbulo de piedra real color verde oscuro que conducía a las oficinas administrativas de la Mansión de Pinitor. Se dejó caer a ciegas en un rincón y notó un choque entumecedor y oyó un fuerte gruñido. Quedó tendido en el suelo de cualquier forma y respirando con dificultad, casi totalmente aturdido.

Se incorporó, abrió los ojos y vio a un desconocido… un jovencito delgado, de tez oscura, con llamativo cabello negro arreglado caprichosamente según los dictámenes de alguna nueva moda… Y el desconocido se puso en pie con gestos vacilantes y se acercó a Elidath.

—Caballero… caballero, ¿se encuentra bien?

—He chocado contigo, ¿no? Debería haber mirado… por donde iba…

—Le he visto, pero no quedaba tiempo. Usted corría tan deprisa… Bueno, deje que le ayude a levantarse…

—No me pasa nada, muchacho. Sólo me hace falta… recobrar el aliento…

Tras rechazar la ayuda del joven, Elidath se puso en pie, compuso sus ropas (tenía un desgarrón a la altura de la rodilla, y por él se veía piel ensangrentada) y alisó su capa. El corazón seguía latiéndole con fuerza, de forma alarmante, y Elidath se sentía totalmente ridículo. Divvis y Mirigant se aproximaban ya al pie de la escalera. Elidath se volvió hacia el joven con la intención de presentar alguna excusa, pero la extraña expresión del desconocido le contuvo.