—¿Ocurre algo? —inquirió el Regente.
—¿Por casualidad es usted Elidath de Morvole, caballero?
—Lo soy, sí.
El joven se echó a reír.
—Eso me ha parecido, en cuanto he podido verle bien. ¡Vaya, precisamente le estaba buscando! Me dijeron que podía encontrarle en la Mansión de Pinitor. Traigo un mensaje para usted.
Mirigant y Divvis ya habían entrado en el vestíbulo. Se colocaron junto a Elidath y éste dedujo de sus miradas que debía tener un aspecto horrible, sofocado, sudoroso y medio loco como estaba después de su lunática carrera. Se esforzó en no pensar en ello cuando señaló al joven y se explicó.
—Al parecer he chocado con este mensajero por culpa de mi precipitación, y el muchacho trae algo para mí. ¿Quién lo envía, joven?
—Lord Valentine, caballero. Elidath le miró fijamente.
—¿Se trata de una broma? La Corona está realizando el gran desfile, en algún lugar al oeste del Laberinto.
—Es cierto. Yo estuve con él en el Laberinto y después de enviarme al Monte me rogó localizar de inmediato a Elidath de Morvole y decirle que…
Miró con aire inquieto a Divvis y Mirigant.
—Creo que el mensaje sólo debe escucharlo usted, mi señor.
—Éstos son los caballeros Mirigant y Divvis, del mismo linaje que la Corona. Puedes hablar delante de ellos.
—Muy bien, caballero. Lord Valentine me ordenó decir a Elidath de Morvole… Tengo que aclarar, caballero, que soy el Caballero Iniciado Hissune, hijo de Elsinome… Lord Valentine me ordenó decir a Elidath de Morvole que ha cambiado los planes previstos, que llevará el gran desfile al continente de Zimroel y que además visitará a su madre, la Dama de la Isla, antes de regresar, y que por tanto se le ruega a usted actúe como Regente durante la ausencia de la Corona. Ausencia que él estima durará…
—¡Que el Divino se apiade de mí! —musitó roncamente Elidath.
—…un año o tal vez año y medio más del tiempo previsto —dijo Hissune.
11
La segunda señal del trastorno que Etowan Elacca advirtió fue la caída de las hojas de los nikos, cinco días después de la lluvia púrpura.
La lluvia púrpura no fue el primer aviso de dificultades. No había nada raro en que ese hecho se produjera en la pendiente oriental de la Fractura de Dulorn, zona donde existían importantes afloramientos de arena de eskuva suave y esponjosa, de color azul claro con tintes rojizos. En determinadas épocas el viento del norte, denominado Excoriador, arrancaba la arena y la lanzaba al aire, de forma que las nubes quedaban teñidas durante varios días y la lluvia tenía el tono claro de la lusavándula. Pero las tierras de Etowan Elacca se hallaban a casi dos mil kilómetros al oeste de esa zona, al otro lado de la pendiente de la Fractura y a poca distancia de Falkynkip. Y no era normal que en un punto tan occidental soplaran vientos cargados de arena de eskuva. No obstante, Etowan Elacca sabía que los vientos solían alterar su rumbo, y quizás el Excoriador había decidido visitar el otro lado de la Fractura ese año. En cualquier caso, una lluvia púrpura no era preocupante de por sí: tan sólo dejaba una capa muy fina de arena en los lugares donde caía, únicamente eso, y la siguiente lluvia normal limpiaba el terreno. No, la primera señal preocupante no fue la lluvia púrpura sino el agostamiento de los sensitivos del jardín de Etowan Elacca. Y eso ocurrió dos tres días antes que la lluvia.
Un detalle asombroso, aunque no extraordinario. No era difícil que los sensitivos se marchitaran. Se trataba de plantas psicosensibles, menudas y doradas con flores verdes poco notables, nativas de las selvas de Mazadone occidental, y cualquier clase de trastorno psíquico ocurrido dentro del radio de acción de sus receptores (gritos de cólera, gruñidos de animales que combatían e incluso, así se aseguraba, la simple cercanía de alguien que hubiera cometido un delito grave) bastaba para que las hojitas se plegaran como manos en postura de rezo y se volvieran negras. Esa respuesta no parecía ejercer efectos biológicos especiales, pensaba a menudo Etowan Elacca. Pero indudablemente el misterio podía resolverse mediante estudio profundo, y Etowan planeaba hacerlo algún día. Mientras tanto cultivaba los sensitivos en su jardín porque le gustaba el alegre tinte amarillo de las hojas. Y dado que sus dominios eran un paraje de orden y concordia, ni una sola vez desde que los cultivaba se habían marchitado los sensitivos… hasta ese día. Ése era el enigma. ¿Quién podía haber intercambiado palabras desagradables cerca de su jardín? ¿Qué animales pendencieros, en una región de apacibles criaturas domesticadas, podía haber alterado el equilibrio en sus tierras?
Equilibrio era lo que Etowan Elacca apreciaba por encima de todo. Él era un campesino aristócrata, contaba sesenta años de edad, era alto, tenía la espalda recta y una cabeza llena de deslumbrantes canas. Su padre fue el tercer hijo del duque de Massissa y dos de sus hermanos habían desempeñado el cargo de alcalde de Falkynkip, pero a él jamás le había interesado el mando: en cuanto obtuvo su parte de la herencia, adquirió una espléndida extensión de terreno en la plácida campiña verde y ondulada del borde occidental de la Fractura de Dulorn y allí edificó un Majipur en miniatura, un mundo notable por su gran belleza y su espíritu tranquilo, sereno, armonioso.
Etowan Elacca cultivaba los productos habituales de la región: nikos y gleynos, hingamortes, estacha… La estacha era su soporte principal, ya que jamás se producían oscilaciones en la demanda del pan dulce y fuerte que se hacía con los tubérculos de esa planta, y los agricultores de la Fractura se veían agobiados para producir lo suficiente a fin de satisfacer las necesidades de Dulorn, Falkynkip y Pidruid, cerca de treinta millones de habitantes en conjunto y muchos más en las poblaciones distantes. Un poco más alta que los campos de estacha se hallaba la plantación de glenos, hilera de arbustos espesos y abovedados de tres metros de altura entre cuyas hojas afiladas y plateadas se cobijaban grandes manojos de glenas, una fruta gruesa, de color azul, pequeña y deliciosa. Estacha y gleno crecían juntos en todas partes: hacía mucho tiempo se había descubierto que las raíces de los glenos rezumaban un fluido nitrogenado en la tierra, un líquido que, desplazado pendiente abajo por las lluvias, aceleraba el crecimiento de los tubérculos de estacha.
Más allá del gleno se encontraba el campo de hingamortes: puntas amarillas, suculentas, con apariencia fungoide y cargadas de un jugo azucarado, brotaban extrañamente de la tierra. Se trataba de órganos buscadores de luz que conducían energía a las plantas, enterradas a gran profundidad. Y por todo el contorno del terreno se extendía el espléndido huerto de nikos de Etowan Elacca, en grupos de cinco que formaban, siguiendo la costumbre, complicadas figuras geométricas. Le encantaba pasear entre los árboles y deslizar amorosamente sus manos por los troncos negros y delgados, no más gruesos que el brazo de un hombre y más lisos que el mejor satén. Un niko vivía únicamente diez años. Durante los tres primeros crecía con sorprendente rapidez hasta la altura habitual de doce metros. En el cuarto año de vida brotaban del tronco por primera vez las asombrosas flores doradas de forma acopada, rojas como la sangre en el centro, y a partir de entonces el niko producía abundantes frutas translúcidas en forma de media luna y de sabor agrio, hasta que le llegaba de pronto el momento de la muerte y en cuestión de horas la magnífica planta quedaba convertida en un pellejo reseco que hasta un niño podía partir. Las nikas, aunque eran venenosas antes de madurar, eran indispensables en las gachas y guisos pungentes y acerbos preferidos por la cocina gayrog. Tan sólo en la Fractura crecían bien los nikos y Etowan Elacca contaba con un mercado firme para su cosecha.