La agricultura hacía que Towan Elacca se sintiera útil, aunque no satisfacía por completo su amor a la belleza. Por dicho motivo había creado en su propiedad un jardín botánico privado en el que había reunido un conjunto ornamental prodigioso, tras adquirir en todos los lugares del mundo cualquier planta fascinante capaz de medrar en el clima cálido y húmedo de la Fractura.
Había allí alabandinas de Zimroel y Alhanroel, con todos los colores naturales y gran parte de los híbridos. Había allí tanigales, zuales, árboles de flores nocturnas procedentes de las selvas metamorfas que a medianoche, tan sólo el Día del Invierno, hacían su breve e impresionante exhibición de brillo. Había allí pinninas y androdragmas, arbustos espumosos y musgo de caucho, halatingas crecidas de esquejes obtenidos en el Monte del Castillo, caramangos, muornas, enredaderas sihornish, setitongales, eldirones… Etowan experimentaba también con plantas tan problemáticas como las palmeras flamígeras de Pidruid, que a veces vivían durante seis o siete temporadas en su jardín, pero que jamás florecían en un lugar tan alejado del mar, árboles aguja de las tierras altas, que languidecían con rapidez faltos del frío que precisaban, y los extraños y espectrales cactus lunares del Desierto de Velalisier, que él se esforzaba en vano en proteger de las frecuentes lluvias. Etowan Elacca tampoco olvidaba las plantas nativas de su región zimroeliana simplemente porque fueran menos exóticas: criaba los raros árboles globa de forma abultada que se bamboleaban, ligeros como su nombre, sobre sus hinchados tallos, las siniestras plantas boca de las selvas de Mazadone, carnívoras, helechos cantarines, árboles col, un par de duikos enormes, media docena de árboles helecho de apariencia prehistórica… Como adorno del suelo, Etowan utilizaba grupitos de sensitivos en cualquier lugar que le pareciera adecuado, ya que su naturaleza tímida y delicada era un contraste satisfactorio con las plantas más raras y agresivas que constituían la parte central de su colección.
El día en el que descubrió el marchitamiento de los sensitivos había empezado con un esplendor más que normal. La noche anterior llovió un poco, pero Etowan creyó que las nubes se habían alejado mientras emprendía su acostumbrado paseo matutino por el jardín. Y el cielo estaba despejado y anormalmente claro, de tal modo que el sol naciente arrancó sorprendentes llamas verdes de las montañas graníticas del oeste. Las flores de los alabandinos fulguraban. Las plantas boca, recién despertadas y hambrientas, hacían chocar las hojas y dientes medio escondidos en los profundos cálices que ocupaban el centro de los descomunales rosetones. Menudos picolargos de alas carmesíes revoloteaban como chispas de luz cegadora entre las ramas de los androdragmas. Pero a pesar de todo ello Etowan tuvo un presentimiento extraño… La pasada noche había tenido sueños horribles, escorpiones, diíms y otras sabandijas que se amadrigaban en sus tierras, y prácticamente no se sorprendió al topar con los pobres sensitivos, aplastados y arrugados a causa de alguna tormenta durante las horas nocturnas.
Durante la hora anterior al desayuno estuvo trabajando, arrancando las plantas dañadas con aire sombrío. Algunas seguían vivas debajo de las ramas afectadas, aunque no había salvación para ellas puesto que el follaje marchito no podía regenerarse y, en caso de podarlo, las partes más bajas morirían. Así pues Etowan arrancó montones de plantas, sin dejar de estremecerse al notar como se arrugaban al tocarlas, e hizo una hoguera con ellas. Más tarde reunió al jefe de jardineros y a los peones en el cuadro de sensitivos y preguntó si alguien sabía qué hecho había afectado tanto a las plantas. Pero nadie tenía la menor idea.
El incidente le dejó melancólico durante la mañana entera, pero era incapaz por naturaleza de permanecer abatido mucho tiempo y por la tarde ya había adquirido cien bolsas de semillas de sensitivo en el vivero local. Naturalmente no podía comprar las plantas ya crecidas, puesto que jamás sobrevivían a un trasplante. Pasó el día siguiente plantando las semillas. Al cabo de seis u ocho semanas no quedaría rastro de lo sucedido. Etowan consideró el contratiempo como un simple misterio de poca importancia que tal vez podría resolver algún día, o seguramente nunca. Y apartó el problema de su mente.
Un par de días después se produjo otro hecho raro: la lluvia de color púrpura. Un hecho extraño, si bien inofensivo. Todos opinaban iguaclass="underline" «¡Los vientos deben estar cambiando, para arrastrar tan lejos la eskuva!» Las manchas duraron menos de un día; otra lluvia, más normal, dejó todo limpio. Etowan Elacca también olvidó rápidamente ese hecho.
Pero los nikos…
Estaba supervisando la recogida de gleinos, varios días después de la lluvia púrpura, cuando el capataz, un gayrog de aspecto correoso y poco excitable, Simoost, se acercó a Etowan con una agitación que, tratándose de él, era increíble. Su cabello serpentino se enmarañaba frenéticamente y su lengua bifurcada fluctuaba como si quisiera huir de la boca.
—¡Los nikos! ¡Los nikos! —exclamó.
Las hojas blancuzcas de los nikos tienen forma afilada y se yerguen formando grupos poco densos en los extremos de tallos negros de cinco centímetros, como si una descarga eléctrica repentina las hubiera empujado hacia arriba. Dado que el árbol es muy delgado y sus ramas escasas y angulosas, las hojas erguidas le confieren un aspecto espinoso muy llamativo, de tal modo que un niko es inconfundible incluso visto a gran distancia. Cuando Etowan y Simoost echaron a correr hacia los árboles, el primero, pese a encontrarse a varios centenares de metros, vio que algo raro ocurría, algo que él jamás habría creído posible: las hojas de todos los nikos estaban orientadas hacia abajo, como si no se tratara de esos árboles sino de tanigales o halatingas…
—Ayer estaban perfectamente —dijo Simoost—. ¡Esta misma mañana estaban bien! Pero ahora… ahora…
Etowan Elacca llegó al primer grupo de cinco nikos y aproximó la mano al tronco más cercano. Tenía un tacto extrañamente ligero. Etowan empujó y el árbol cedió y las secas raíces salieron del suelo con facilidad. Hizo lo mismo con el segundo árbol, y con el tercero.
—Muertos —dijo.
—Las hojas… —dijo Simoost—. Hasta un niko muerto conserva las hojas levantadas. Pero éstas… En mi vida he visto algo parecido…
—No es una muerte natural —murmuró Etowan Elacca—. Es algo nuevo, Simoost.
Corrió de grupo en grupo, sin dejar de abatir árboles. Y cuando llegó al tercer grupo dejó de correr, y al acercarse al quinto lo hizo caminando con gran lentitud y la cabeza gacha.
—Muertos… todos muertos… mis hermosos nikos…
Todos los árboles habían muerto. Y lo habían hecho tal como mueren los nikos, con enorme rapidez, como si la humedad hubiera huido de sus esponjosos tallos. No obstante, toda una arboleda de nikos, plantados escalonadamente a lo largo de un ciclo de diez años, no podía desaparecer de repente, y la conducta extraña de las hojas era inexplicable.
—Tendremos que informar al delegado agrícola —dijo Etowan Elacca—. Y además habrá que enviar mensajeros, Simoost, a la plantación de Hagidawn, a la de Nismayne y a la de todos, por el lago… Y también averiguar si han tenido problemas con sus nikos. ¿Es una plaga, me pregunto? Pero si los nikos no tienen enfermedades… ¿Una plaga nueva, Simoost, que nos llega como un envío del Rey de los Sueños?
—La lluvia púrpura, señor…
—¿Arena con un poco de color? ¿Cómo puede causar daño a una planta? Al otro lado de la Fractura tienen lluvias púrpuras diez veces por año, y no afectan a las cosechas. ¡Oh, Simoost, mis nikos, mis nikos!
—Fue la lluvia púrpura —afirmó Simoost—. No fue como la lluvia de las tierras del este. Fue algo distinto, señor: lluvia venenosa, ¡y mató a los nikos!