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—¿Y además mató a los sensitivos, tres días antes de caer?

—Los sensitivos son muy delicados, señor. Tal vez percibieron el veneno en el aire cuando la lluvia se acercaba.

Etowan Elacca se encogió de hombros. Quizá. Quizá. Y quizá los cambiaspectos han salido de Piurifayne por la noche, volando en escobas o en máquinas mágicas, y han hecho algún encantamiento maléfico a la tierra. Quizá. En el mundo de la suposición, cualquier cosa era posible.

—¿De qué sirve especular? —inquirió con amargura—. No sabemos nada. Aparte de que los sensitivos han muerto, igual que los nikos. ¿Qué pasará ahora, Simoost? ¿Qué pasará ahora?

12

Carabella, que había pasado el día entero mirando por la ventana del vehículo flotante como si esperara acelerar el recorrido del desolado paraje mediante la fuerza de sus ojos, tuvo una repentina alegría.

—¡Mira, Valentine! —exclamó—. ¡Creo que estamos saliendo del desierto!

—Creo que aún no —dijo él—. Creo que no hasta dentro de otros tres o cuatro días. O cinco, o seis, o siete…

—¿Quieres hacer el favor de mirar?

Dejó el manojo de despachos que estaba hojeando, se irguió y miró más allá de Carabella. ¡Sí! ¡Por el Divino, había verdor allí! Y no el verdor apagado de las plantas del desierto, siempre retorcidas, zarrapastrosas, pertinaces y patéticas, no, sino el verdor magnífico y vibrante de la auténtica vegetación de Majipur, palpitante gracias a la energía del crecimiento y la fertilidad. De modo que por fin se hallaban fuera del hechizo maligno del Laberinto. La caravana real estaba saliendo de la altiplanicie reseca donde se hallaba la capital subterránea. El territorio del duque de Nascimonte no debía estar muy lejos… El lago Marfil, el monte Ebersinul, los campos de zuyol y milaile, la gran mansión de la que Valentine había oído hablar tanto…

Posó suavemente la mano en los esbeltos hombros de Carabella y deslizó los dedos por la espalda, y los hundió blandamente en las firmes franjas musculares en parte como masaje, en parte como caricia. ¡Qué estupendo era tenerla al lado otra vez! Carabella se había reunido con él hacía una semana para participar en el desfile, en las ruinas de Velalisier, lugar donde ambos inspeccionaron los progresos hechos por los arqueólogos en las excavaciones de la enorme ciudad pétrea abandonada por los metamorfos hacía quince o veinte mil años. La llegada de su esposa había contribuido mucho a levantar el ánimo débil y triste de la Corona.

—Ah, mujer, estuve muy solitario sin ti en el Laberinto —dijo en voz baja.

—Ojalá hubiera podido ir allí. Sé cuánto odias ese lugar. Y cuando me dijeron que estabas enfermo… oh, me sentí tan culpable y tan avergonzada, sabiendo que estaba lejos de ti cuando tú… cuando tú… —Carabella sacudió la cabeza—. Te hubiera acompañado de haber sido posible. Tú ya lo sabes, Valentine. Pero prometí a la ciudad de Stee que asistiría a la inauguración del nuevo museo y…

—Sí. Muy lógico. La consorte de la Corona tiene responsabilidades.

—A mí me sigue pareciendo muy raro. «La consorte de la Corona»… La insignificante malabarista de Til-omon va por el Monte del Castillo pronunciando discursos e inaugurando museos…

—¿La insignificante malabarista de Til-omon, todavía eso después de tantos años, Carabella?

Ella se encogió de hombros y pasó las manos por su cabello moreno, espléndido, muy corto.

—Mi vida ha sido simplemente una cadena de incidentes extraños y ¿cómo voy a olvidarlo? De no haber estado en aquella posada con la compañía de Zalzan Kavol cuando te presentaste como un vagabundo… y si no te hubieran privado de tus recuerdos, si no te hubieran abandonado en Pidruid sin más guía que un pecoso vendedor de blaves…

—O si tú hubieras nacido en los tiempos de lord Havilbone o en otro planeta…

—No me tomes el pelo, Valentine.

—Perdona, cariño. —Cogió una mano de Carabella, menuda y fría, entre las suyas—. ¿Pero cuánto tiempo seguirás recordando lo que fuiste en tiempos? ¿Cuándo aceptarás realmente la vida que disfrutas ahora?

—Creo que jamás aceptaré eso —dijo ella con aire distante.

—Dama de mi vida, ¿cómo puedes decir…?

—Tú sabes el motivo, Valentine.

La Corona cerró los ojos un momento.

—Te lo repito, Carabella, en el Monte te adora hasta el último caballero, todos los príncipes, todos los señores… Gozas de su devoción, su admiración, su respeto, su…

—Tengo el de Elidath, cierto. Y el respeto de Tunigorn, de Stasilaine y otros como ellos. Los que te quieren de verdad me quieren también. Pero muchos de los otros siguen considerándome una advenediza, una plebeya, una intrusa, un accidente… una concubina…

—¿Qué otros?

—Tú los conoces, Valentine.

—¿Qué otros?

—Divvis —repuso ella no sin vacilación—. Y los señores y caballeros menores de la facción de Divvis. Y otros. El duque de Halanx se burló de mí ante una de mis damas… ¡Halanx, Valentine, tu ciudad natal! El Príncipe Manganot de Banglecode. Y hay más. —Volvió la cabeza hacia el monarca, y éste captó angustia en los ojos oscuros—. ¿Son imaginaciones mías? ¿Oigo murmullos cuando simplemente son los susurros de las hojas? Oh, Valentine, a veces pienso que ellos tienen razón, que la Corona no debería haberse casado con una plebeya. No soy como ellos. Jamás lo seré. Mi señor, debo ser una gran desgracia para ti…

—Eres alegría para mí, y nada más que alegría. Pregunta a Sleet de qué humor estaba yo cuando llegué al Laberinto, y cómo he estado desde que te reuniste conmigo en este viaje. Pregunta a Shanamir… a Tunigorn… A cualquiera, a cualquier persona…

—Lo sé, amor mío. Estabas muy triste, muy apagado el día que llegué. Apenas te reconocí, con aquel gesto ceñudo, aquellos ojos coléricos…

—Unos cuantos días contigo me curan de cualquier cosa.

—Y de todas formas sigues sin ser el mismo. ¿Acaso continúas llevando el Laberinto metido en la cabeza? ¿O es el desierto lo que te deprime? ¿O las ruinas?

—No, creo que no.

—¿Qué, pues?

Valentine contempló el paisaje por la ventana del vehículo flotante, percibió el verdor creciente, la intromisión gradual de árboles y hierba conforme el terreno se hacía más empinado. Eso debería haberle alegrado más. Pero en su alma había un peso del que no podía librarse.

—Ese sueño, Carabella —dijo al cabo de unos instantes—, esa visión, ese augurio… Imposible apartar mis pensamientos de eso. ¡Ah, vaya página que ocuparé en la historia! La Corona que perdió su trono y se convirtió en malabarista, recuperó el trono, después gobernó neciamente y permitió que el mundo cayera en el caos y en la locura… Ah, Carabella, Carabella, ¿es eso lo que estoy haciendo? Después de catorce mil años, ¿voy a ser la última Corona? ¿Habrá alguien que se preocupe siquiera en escribir mi vida, lo crees?

—Nunca has gobernado neciamente, Valentine.

—¿No soy demasiado blando, demasiado plácido, demasiado ansioso por ver las dos caras de la moneda?

—Eso no es un defecto.

—Sleet opina lo contrario. Sleet cree que mi temor a la guerra, a cualquier clase de violencia, me lleva por el mal camino. Así me lo ha dicho, casi con las mismas palabras.

—Pero no habrá guerra, mi señor.

—Ese sueño…

—Creo que juzgas demasiado literalmente ese sueño.

—No —dijo Valentine—. Esas palabras tan sólo me proporcionan un alivio inútil. Tisana y Deliamber están de acuerdo conmigo en que nos hallamos próximos a una gran calamidad, tal vez una guerra. Y Sleet… Sleet está convencido de ello. Tiene muy claro que son los metamorfos los que están a punto de rebelarse contra nosotros, con la guerra santa que han estado planeando, opina él, desde hace siete mil años.