Выбрать главу

—Sleet tiene demasiada sed de sangre. Y un miedo irracional a los cambiaspectos desde su adolescencia. Tú lo sabes.

—Cuando recobramos el Castillo hace ocho años y lo encontramos lleno de metamorfos disfrazados, ¿fue simplemente una ilusión?

—Lo que intentaron hacer por entonces acabó fracasando, ¿no es verdad?

—¿Y jamás volverán a intentarlo?

—Si tus directrices triunfan, Valentine…

—¡Mis directrices! ¿Qué directrices? ¡Extiendo las manos hacia los metamorfos y ellos se escabullen fuera de mi alcance! Sabes que confiaba en tener junto a mí algunos caciques metamorfos para el recorrido de Velalisier la semana pasada. Para que vieran cómo restaurábamos su ciudad sagrada, y examinaran los tesoros hallados y tal vez se llevaran los objetos más venerados a Piurifayne. Pero no obtuve respuesta de ellos, ni siquiera una negativa, Carabella.

—Sabías que las excavaciones de Velalisier podían crear complicaciones. Es posible que ellos lamenten el mismo hecho de que hayamos entrado en el lugar, y mucho más el que intentemos restaurarlo. ¿No asegura cierta leyenda, que ellos mismos planean reconstruir la ciudad algún día?

—Sí —dijo sombríamente Valentine—. En cuanto recuperen el control de Majipur y nos expulsen de su mundo. Eso me dijo Ermanar una vez. De acuerdo, es posible que invitarlos a Velalisier haya sido un error. Pero también han ignorado el resto de mis ofertas. Escribo a Ilirivoyne, a su reina, la Danipiur y, si me responde, lo hace con cartas de tres frases, frías, formales, vacías… —Respiró profundamente—. ¡Basta ya de penas, Carabella! No habrá guerra. Encontraré un medio de abrir brecha en el odio que los cambiaspectos nos tienen y me ganaré su apoyo. Y en cuanto a los señores del Monte que te desairan, si realmente hacen eso… te lo ruego, no les prestes atención. ¡Desáiralos tú misma! ¿Qué es un Divvis comparado contigo, o un duque de Halanx? Necios, simplemente eso. —Valentine sonrió—. ¡Pronto les daré temas de preocupación, cariño, más importantes que la ascendencia de mi consorte!

—¿A qué te refieres?

—Si desaprueban que una plebeya sea consorte de la Corona —repuso Valentine—, ¿qué pensarán cuando tengan un plebeyo como Corona?

Carabella le miró, perpleja.

—No entiendo nada, Valentine.

—Lo entenderás. A su debido tiempo, lo entenderás. Es mi intención hacer grandes cambios en el mundo… Oh, cariño, cuando escriban la historia de mi reinado, si Majipur sobrevive el tiempo suficiente para que se escriba esa historia, hará falta más de un volumen, ¡te lo prometo! Haré cosas tan… cosas tan importantísimas… —Se echó a reír—. ¿Qué te parece, Carabella? ¡Fíjate cómo desvarío! El buen lord Valentine, el del alma gentil, ¡pone el mundo patas arriba! ¿Puede hacerlo? ¿Realmente puede redimirlo?

—Mi señor, me desconciertas. Hablas enigmáticamente.

—Tal vez sí.

—No me das pistas para averiguar la respuesta.

—La respuesta del enigma, Carabella —dijo Valentine tras hacer una pausa—, es Hissune.

—¿Hissune? ¿Tu golfillo del Laberinto?

—Ya no es un golfillo. Ahora es un arma, un arma que he arrojado hacia el Castillo. Carabella suspiró.

—¡Enigmas y más enigmas!

—Hablar enigmáticamente es un privilegio real. —Valentine hizo un guiño, atrajo hacia sí a Carabella y le rozó suavemente los labios con los suyos—. Concédeme este pequeño capricho. Y…

El vehículo flotante se detuvo de pronto.

—¡Hey, mira! ¡Hemos llegado! —exclamó Valentine—. ¡Ahí está Nascimonte! Y… ¡por la Dama, creo que ha congregado media provincia para darnos la bienvenida!

La caravana se había detenido en un amplio prado de hierba baja y espesa, de un verde tan deslumbrante que no parecía ser ese color, un tono extrañísimo del punto más remoto del espectro. Bajo el brillante sol del mediodía se estaba celebrando una gran fiesta en una extensión de quizá varios kilómetros: miles y miles de personas en pleno festejo hasta más allá del alcance de la vista. Entre retumbos de cañones y el son agudo y discordante de sistirones y galistones de cuerdas dobles, los fuegos artificiales diurnos ascendían andanada tras andanada y bosquejaban figuras negras y violetas de bordes afilados, asombrosas, en el luminoso cielo. Por entre la multitud jugueteaban personajes subidos en zancos ataviados con enormes máscaras de frentes rojizas e hinchadas y narices gigantescas. Había elevados postes en los que ondeaban alegremente banderas del estallido estelar agitadas por la suave brisa estival. Varias orquestas, colocadas en distintos estrados, interpretaban frenéticamente himnos, marchas y composiciones corales. Y se hallaba allí un verdadero ejército de malabaristas, probablemente todas las personas con las mínimas dotes para el oficio que vivían en seiscientas leguas a la redonda, de tal modo que el ambiente se encontraba repleto de mazas, cuchillos, hachuelas, antorchas llameantes, bolas de llamativos colores y otros muchos objetos que volaban por doquier como tributo al pasatiempo preferido de lord Valentine. Después de la tristeza y la oscuridad del Laberinto, ése era el reinicio más espléndido imaginable del gran desfile: frenético, abrumador, una pizca ridículo, totalmente delicioso.

En medio de toda la algarabía, cerca del lugar donde se había detenido la caravana de vehículos flotantes, aguardaba tranquilamente un hombre alto y delgado, próximo a la vejez, cuyos ojos poseían un brillo de extraña intensidad y cuyas marcadas facciones habían formado una sonrisa de inigualable benevolencia. Era Nascimonte, el hacendado convertido en bandido que volvía a ser hacendado, el hombre que en tiempos se había investido de los títulos de duque del Desfiladero de Vornek y señor de los Lindes Occidentales, y ennoblecido posteriormente de un modo más correcto, mediante proclama de lord Valentine, como duque de Ebersinul.

—¡Oh, fíjate, por favor! —exclamó Carabella, esforzándose en hablar a pesar de la risa—. ¡Se ha puesto ropa de bandido en nuestro honor!

Valentine asintió, sonriente.

La primera vez que había visto a Nascimonte, en las desconocidas ruinas de cierta ciudad metamorfa situada en el desierto al suroeste del Laberinto, el duque bandolero iba ataviado con una llamativa casaca y unos calzones confeccionados con la piel recia y rojiza de alguna criatura del desierto, más bien ratonil, y una gorra de piel amarilla bastante ridícula. En aquella época, arruinado y expulsado de sus posesiones por la destructividad cruel de los partidarios del falso lord Valentine que habían recorrido la zona mientras el usurpador realizaba el gran desfile, Nascimonte se había iniciado en la práctica de asaltar a los viajeros del desierto. En este momento volvía a ser amo de sus tierras y podía vestirse, si así lo deseaba, con sedas y terciopelos y acicalarse con amuletos de plumas y monóculos; pero allí estaba el duque, ataviado con las mismas prendas absurdas y zarrapastrosas que fueron sus favoritas durante los años de exilio. Nascimonte siempre había sido hombre de magnífico estilo y, pensó Valentine, elegir una indumentaria tan nostálgica en un día como aquel era simplemente una muestra de estilo.

Muchos años habían pasado desde la última vez que se habían visto. A diferencia de casi todas las personas que habían combatido junto a Valentine en los últimos días de la guerra de restauración, Nascimonte se había negado a aceptar su nombramiento como consejero de la Corona en el Monte del Castillo; su único deseo había sido regresar a su tierra ancestral en las estribaciones del monte Ebersinul, muy cerca del lago Marfil. Cosa difícil de lograr, ya que el título de propiedad había pasado legítimamente a otras personas después de que Nascimonte lo perdiera ilegítimamente. Sin embargo el gobierno de lord Valentine, en los años siguientes a la restauración de la Corona, había tenido que dedicar mucho tiempo a tales jeroglíficos y finalmente Nascimonte recuperó todo cuanto había sido suyo.