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Valentine no deseaba otra cosa más que salir corriendo del vehículo flotante y abrazar a su viejo compañero de armas. Pero lógicamente el protocolo lo impedía. No podía meterse en medio de aquel gentío alocado como si fuera un simple ciudadano normal.

Tenía que aguardar mientras se desarrollaba la pesada ceremonia de disponer la guardia de la Corona. El skandar peludo, corpulento e impresionante que era el jefe de la guardia, Zalzan Kavol, empezó a dar gritos y a mover frenéticamente sus cuatro brazos y hombres y mujeres de llamativos uniformes verdidorados salieron de los vehículos y formaron en doble hilera para contener al asombrado populacho. Los músicos reales interpretaron el himno de la Corona y otros temas similares, hasta que finalmente Sleet y Tunigorn se acercaron al vehículo real y abrieron las puertas para que la Corona y su consorte pudieran salir a la dorada calidez del día.

Y por fin Valentine pudo echar a andar entre la doble hilera de guardias con Carabella de su brazo hasta situarse a medio camino de Nascimonte, y allí hubo que aguardar el avance del duque, que hizo una reverencia y el gesto del estallido estelar y, con aire muy solemne, se inclinó ante Carabella… Y Valentine rió, avanzó y abrazó al delgado bandido, lo abrazó con fuerza, y todos marcharon entre el apartado gentío hacia el estrado que dominaba el festejo.

Se inició un gran desfile, el desfile acostumbrado en las visitas de la Corona: músicos, malabaristas, acróbatas, caballos, payasos y animales salvajes de aspecto terrorífico que en realidad no eran salvajes, sino tan sólo animales entrenados cuidadosamente hasta lograr su mansedumbre. Y junto a todas las atracciones desfiló el grueso de la ciudadanía, de un modo tan casual como espléndido, lanzando vítores al pasar frente al estrado: «¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!»

Y la Corona sonrió, saludó, aplaudió y, en resumen, hizo lo que debía hacer la Corona en un gran desfile, es decir, irradiar alegría, gozo y la sensación de personificar el mundo entero. Esa tarea le resultó inesperadamente ardua, pese a su naturaleza risueña: la nube negra que había pasado por su alma en el Laberinto continuaba ensombreciéndole, llenándole de un desánimo inexplicable. Pero su experiencia prevaleció y Valentine siguió sonriendo, saludando y aplaudiendo durante varias horas.

La tarde pasó y la alegría menguó. Incluso en presencia de la Corona, ¿cómo es posible que el pueblo vitoree y salude con la misma intensidad hora tras hora? Tras la oleada de excitación llegó el momento más temido por Valentine, cuando vio en los ojos de las personas que le rodeaban aquella curiosidad penetrante, muy viva, y recordó que un rey es una rareza, un monstruo sagrado, incomprensible e incluso terrible para cuantos lo conocen únicamente como un título, una corona, una túnica de armiño, un lugar en la historia… También esa parte había que soportarla, hasta que el desfile concluyó y el estrépito de la fiesta cedió paso al sonido más calmado de una muchedumbre cada vez más cansada. Las sombras bronceadas se alargaron y el ambiente se hizo más frío.

—¿Vamos a mi casa, majestad? —inquirió Nascimonte.

—Creo que ya es hora —dijo Valentine. La casa solariega de Nascimonte era una estructura llamativa y maravillosa apoyada en un saliente de granito como un ave enorme y sin plumas que se detiene brevemente para descansar. En realidad no era más que una tienda, aunque una tienda que Valentine jamás había imaginado dado su tamaño y rareza. Treinta o cuarenta postes muy altos sostenían enormes telas tensas y oscuras que ascendían empinadamente hasta alturas asombrosas, caían después casi al nivel del suelo y subían de nuevo formando ángulos pronunciados y delimitando el aposento contiguo. La impresión era de que la vivienda podía desmontarse en una hora y trasladarla a otra ladera. Y sin embargo sus rasgos eran de fortaleza y majestuosidad, una permanencia y una solidez paradójicas pese a su ligereza y carácter etéreo.

En el interior, la impresión de permanencia y solidez era manifiesta. Gruesas alfombras de estilo milimorn, de color verde oscuro atravesado por rayas escarlatas, aparecían tejidas en la parte interior de la lona del techo confiriéndole una textura rica y vivida, los postes de la tienda estaban recubiertos de reluciente metal y el suelo era de pizarra color violeta claro, placas muy finas de llamativo pulimento. El mobiliario era sencillo: divanes, mesas grandes y alargadas, armarios y baúles de estilo antiguo y poca cosa más, aunque todo ello recio y majestuoso a su manera.

—Esta casa… ¿se parece en algo a la que fue quemada por los hombres del usurpador? —preguntó Valentine, a solas ya con Nascimonte poco después de entrar.

—Por su construcción, idéntica en todos los aspectos, mi señor. Debéis saber que la original fue obra del primer y muy noble Nascimonte, hace seis siglos. Cuando la reconstruimos usamos los planos antiguos y no alteramos nada. Reclamé algunos muebles a los acreedores y reproduje los demás. Lo mismo con la plantación: todo está tal como estaba antes de que aquellos hombres llegaran como borrachos y ejecutaran su labor destructora. La presa está reconstruida, los campos, drenados, los árboles frutales, replantados: cinco años de trabajo constante y ahora, por fin, el caos de aquella semana espantosa ha desaparecido. Y todo ello os lo debo a vos, mi señor. Me habéis devuelto la integridad… igual que al mundo entero…

—Y que así continúen las cosas, eso deseo.

—Y así continuarán, mi señor.

—¡Ah!, ¿eso piensas, Nascimonte? ¿Piensas que hemos superado ya nuestros problemas?

—Mi señor, ¿qué problemas?

Nascimonte rozó el brazo de la Corona y lo condujo a un porche muy amplio desde el que se disfrutaba de una vista espléndida de sus posesiones. Gracias al fulgor del crepúsculo y al suave brillo amarillo de las luces flotantes trabadas a los árboles, Valentine vio una alargada extensión de césped que descendía hacia campos y huertos esmeradamente cuidados, y más allá la serena media luna que forma el lago Marfil, en cuya brillante superficie se reflejan con claridad los numerosos picos y riscos del monte Ebersinul, que dominaba el panorama. Se oía música muy tenue, el sonido vibrante de los gardolanes, tal vez, y algunas voces se elevaban, los últimos cantos de la larga tarde festiva. Todo era paz y prosperidad.

—Mirando esto, mi señor, ¿cómo podéis creer que existen problemas en el mundo?

—Te comprendo, viejo amigo. Pero en el mundo hay más cosas que las que podemos ver desde tu porche.

—Es el mundo más pacífico posible, mi señor.

—Así lo ha sido, durante milenios. ¿Pero cuánto seguirá durando esa paz prolongada?

Nascimonte le miró fijamente, como si acabara de verle.

—¿Mi señor?

—¿Te parezco deprimente, Nascimonte?

—Nunca os había visto tan sombrío, mi señor. Casi puedo pensar que han vuelto hacer aquel truco, que un Valentine falso ha substituido al que yo conozco.

—Soy el Valentine auténtico —respondió Valentine, sonriendo forzadamente—. Pero un Valentine muy cansado, creo.

—Venid. Os llevaré a vuestro aposento. Cenaremos cuando estéis listo, con tranquilidad, sólo mi familia y algunos huéspedes de la ciudad, no más de veinte como máximo, y otras treinta personas de vuestro séquito…

—Eso parece muy íntimo, después de haber estado en el Laberinto —dijo despreocupadamente Valentine.

Siguió a Nascimonte por los recovecos oscuros y misteriosos de la mansión hasta llegar a un ala separada, en el elevado saliente oriental del peñasco. Allí, detrás de una impresionante barricada de guardianes skandars, entre ellos Zalzan Kavol, se hallaban los aposentos reales. Valentine, tras el adiós de su anfitrión, entró y encontró allí a Carabella, sola y tendida lánguidamente en una bañera de finas baldosas azules y doradas de estilo nimoyano, con su esbelto cuerpo apenas visible bajo la neblina extraña y crujiente que cubría la superficie del agua.