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—¡Esto es asombroso! —exclamó ella—. Deberías acompañarme, Valentine.

—¡Lo haré con mucho gusto, señora!

Se quitó las botas, dejó a un lado el jubón, se deshizo de la túnica y, tras un suspiro de alivio, se metió en la bañera junto a Carabella. El agua era efervescente, casi eléctrica y, ya sumergido en ella, Valentine vio un fulgor tenue que revoloteaba en la superficie. Cerró los ojos, se recostó, apoyó la cabeza en el liso borde de las baldosas y rodeó con un brazo a Carabella para atraerla hacia sí. Le besó suavemente la frente y, con ella vuelta hacia él, el pezón de un pecho pequeño y redondeado que por un instante quedó al descubierto.

—¿Qué han puesto en el agua? —preguntó.

—Procede de una fuente natural. El chambelán la denominó «radiactividad».

—Lo dudo —dijo Valentine—. La radiactividad es otra cosa, algo muy potente y peligroso. Lo he estudiado, si no recuerdo mal.

—¿Qué es, entonces?

—No lo sé. Bendito sea el Divino, no tenemos radiactividad en Majipur, sea lo que sea. Pero si tuviéramos, creo que no nos bañaríamos en ella. Debe ser algún tipo de agua mineral muy vivificante.

—Muy vivificante —repuso Carabella.

Siguieron bañándose juntos un rato. Valentine percibió la vitalidad que regresaba a su espíritu. ¿El cosquilleo del agua? ¿La presencia confortadora de Carabella, muy cerca de él, y el hecho de haberse librado por fin de cortesanos, simpatizantes, admiradores, suplicantes y enardecidos ciudadanos? Sí, y sí, estos detalles por fuerza debían sacarle de sus cavilaciones, y además, su fortaleza innata debía estar manifestándose finalmente, arrancándole de aquella oscuridad extraña, tan impropia en él, que le había oprimido desde el momento en el que entró al Laberinto. Sonrió. Carabella alzó sus labios hacia los de Valentine y las manos de éste se deslizaron hacia la suavidad del menudo cuerpo femenino, hacia el abdomen musculoso y fino, hacia los músculos fuertes y elásticos de los muslos…

—¿En la bañera? —preguntó ella con aire ensoñador.

—¿Por qué no? Este agua es mágica.

—Sí. Sí.

Carabella quedó flotando encima de él. Sus piernas se abrieron sobre la cadera de Valentine y sus ojos, entrecerrados, le miraron un momento antes de cerrarse. Valentine la cogió por las nalgas, menudas y apretadas, y la ayudó a apretarse contra él. ¿Habían pasado diez años, se preguntó, desde aquella primera noche en Pidruid, en aquel claro del bosque, a la luz de la luna, bajo aquellos matorrales altos de color verde grisáceo, después de los festejos en honor del otro lord Valentine? Difícil imaginarlo: diez años. Y la excitación que ella le producía jamás había menguado. Valentine la estrechó y ambos se movieron con los ritmos que habían llegado a ser familiares pero jamás rutinarios. Dejó de pensar en aquella primera vez, y en todas las veces siguientes; dejó de pensar en todo, en realidad, todo lo que no fuera bienestar, amor y felicidad.

Posteriormente, mientras se vestían para acudir a la cena íntima de Nascimonte para cincuenta invitados, Carabella le hizo una pregunta.

—¿Hablas en serio respecto a que Hissune sea la próxima Corona?

—¿Cómo?

—Creo que ése debía ser el significado de lo que dijiste antes… aquellos enigmas tuyos, cuando llegamos a la fiesta, ¿lo recuerdas?

—Lo recuerdo —dijo Valentine.

—Si prefieres no discutirlo…

—No. No. No veo motivo para seguir ocultándote este problema.

—¡Entonces estás hablando en serio! Valentine frunció el ceño.

—Creo que él podría ser Corona, sí. Es una idea que tuve cuando él era un niño sucio preocupado por conseguir coronas y reales en el Laberinto.

—¿Pero cómo puede ser Corona una persona ordinaria?

—Tú, Carabella, que ibas por las calles haciendo malabarismos y ahora eres consorte de la Corona, ¿tú preguntas eso?

—Te enamoraste de mí e hiciste una elección tosca y anormal. Cosa que no ha sido aceptada, ya lo sabes, por todo el mundo.

—¡Sólo por unos cuantos señoritos estúpidos! El resto del mundo te aclama como mi esposa.

—Tal vez. Pero en cualquier caso la consorte no es la Corona. Y el pueblo jamás aceptará una persona de su clase como Corona. Para ellos la Corona es real, sagrada, casi divina. Eso opinaba yo, cuando vivía con ellos, en mi vida anterior.

—Te aceptan. También le aceptarán a él.

—Parece tan arbitrario… Elegir a un chico salido de la nada, elevarlo a tales alturas… ¿Por qué no Sleet? ¿Zalzan Kavol? ¿Cualquiera al azar?

—Hissune tiene capacidad. De eso estoy seguro.

—No puedo juzgar eso. Pero la idea de que ese chico harapiento luzca la corona me parece enormemente extraña, tan extraña como si fuera un sueño.

—¿Acaso la Corona ha de salir siempre de la reducida camarilla del Monte del Castillo? Así ha sido hasta ahora. Sí, durante siglos… tal vez milenios. Siempre se elige la Corona entre las grandes familias del Monte. Incluso cuando no pertenece a ellas, y ahora no sé decirte cuándo fue la última vez que salimos del Monte para la elección de la Corona, siempre ha sido una persona de alta cuna, invariablemente, hijo de príncipes y duques. Creo que nuestro método no era ése originalmente, o de lo contrario no nos estaría prohibido tener monarcas hereditarios. Y ahora están saliendo a la superficie problemas tan inmensos, Carabella, que debemos alejarnos del Monte para encontrar respuestas. Allí arriba estamos demasiado aislados. Nuestra comprensión es inferior a nada, eso pienso a menudo. El mundo está en peligro: ha llegado el momento de que renazcamos, de entregar la corona a alguien del mundo exterior, alguien que no forme parte de nuestra insignificante aristocracia, de esa aristocracia que se perpetúa indefinidamente… alguien con otras perspectivas, que haya visto el panorama desde abajo…

—¡Pero Hissune es muy joven!

—El tiempo corregirá ese detalle —dijo Valentine—. Sé que muchos opinan que yo debería ser ya Pontífice, pero seguiré desilusionándolos tanto como pueda. Antes el muchacho precisa educación completa. Y tampoco voy a simular, como ya sabes, tener mucha prisa por llegar al Laberinto.

—No —repuso Carabella—. Y estamos hablando como si el Pontífice actual ya hubiera muerto, o estuviera a las puertas de la muerte. Pero Tyeveras vive.

—Vive, sí —dijo Valentine—. Como mínimo hasta cierto punto. Ruego que él siga viviendo un poco más.

—¿Y cuando Hissune esté preparado?

—En ese momento dejaré que Tyeveras descanse por fin.

—Me es difícil imaginarte como Pontífice, Valentine.

—Más difícil me es a mí, amor mío. Pero lo haré, porque debo hacerlo. Simplemente no tan pronto: no tan pronto, ¡eso es lo que pido!

Carabella hizo una pausa antes de responder.

—Indudablemente provocarás agitación en el Monte del Castillo, si haces esto. ¿No se supone que Elidath ha de ser la próxima Corona?

—Es una persona muy querida para mí.

—Tú mismo lo has llamado heredero presunto, muchas veces.

—Es cierto —dijo Valentine—. Pero Elidath ha cambiado desde que ambos iniciamos nuestra educación. ¿Sabes una cosa, amor mío? Cualquier persona que desea desesperadamente ser Corona está totalmente incapacitada para ocupar el trono. Pero como mínimo hay que desearlo. Has de tener la sensación de que eres el llamado, algo así como un fuego interno. Creo que ese fuego se ha apagado en Elidath.

—También tú lo pensaste, cuando eras malabarista y te explicaron que tu destino era más elevado.