—¡Pero lo recobré, Carabella, en cuanto mi antigua personalidad volvió a ocupar mi mente! Y sigo teniendo ese fuego. A menudo me cansa la corona… pero creo que jamás me he arrepentido de llevarla.
—¿Y Elidath se arrepentiría?
—Eso sospecho. Ahora está jugando a ser Corona, mientras yo estoy ausente. Supongo que no le gusta demasiado. Además, tiene más de cuarenta años. La Corona ha de ser un hombre joven.
—A los cuarenta aún se es joven, Valentine —dijo Carabella, sonriente.
Valentine se encogió de hombros.
—Espero que tengas razón, cariño. Pero te recuerdo que, si me es posible, no habrá razón para nombrar otra Corona durante largo tiempo. Y por entonces, creo, Hissune estará preparado y Elidath se hará a un lado elegantemente.
—¿Pero serán tan elegantes los demás señores del Monte?
—Habrán de serlo —repuso Valentine. Ofreció el brazo a Carabella—. Vamos, Nascimonte nos aguarda.
13
Puesto que era el quinto día de la quinta semana del quinto mes, el día sagrado que conmemoraba el éxodo de la antigua capital al otro lado del mar, Faraataa debía cumplir un rito importante antes de iniciar la tarea de establecer contacto con sus agentes de las provincias distantes.
En Piurifayne era la época del año en la que las lluvias se producían dos veces diarias, la primera poco antes del alba, la segunda con el crepúsculo. Era obligatorio hacer el rito de Velalisier en la oscuridad y, además, con tiempo seco, y en consecuencia Faraataa se había impuesto la obligación de despertar a la hora nocturna conocida como Hora del Chacal, cuando el sol todavía posa sobre Alhanroel, hacia el este.
Sin molestar a los que dormían cerca de él, Faraataa salió de la frágil casita de juncos construida el día anterior (él y los suyos estaban desplazándose continuamente; así era más seguro) y se escabulló hacia el bosque. El ambiente era húmedo y brumoso, como siempre, pero todavía no se olían las lluvias matutinas.
A la tenue luz de las estrellas que se filtraba por las fisuras de las nubes, Faraataa vio otras siluetas que se adentraban en las profundidades de la jungla. Pero él no saludó a los demás, ni los demás a él. El rito de Velalisier se efectuaba a solas: una ceremonia personal por una pena pública. Jamás se hablaba de ello, simplemente se hacía, el quinto día de la quinta semana del quinto mes, y cuando los hijos eran mayores de edad se les enseñaba la forma de hacerlo, aunque siempre con vergüenza, siempre con pena. Tal era el Método.
Faraataa caminó por el bosque las trescientas zancadas prescritas. Con ello llegó a una arboleda de gibarunes delgados e impresionantes. Pero allí no podía rezar del modo correcto, debido a que brotes aéreos de campanas fulgurantes pendían incluso de la última horcadura o rugosidad de los troncos, despidiendo un vivo brillo anaranjado. No muy lejos de allí Faraataa divisó un duiko viejo y majestuoso, solitario, estriado por el rayo hacía siglos: una cicatriz enorme y cavernosa, recubierta en los bordes por corteza roja crecida posteriormente, se ofrecía al metamorfo igual que un templo. La luz de las campanas fulgurantes no podía penetrar por ella.
De pie, desnudo al abrigo de la gran cicatriz del duiko, Faraataa ejecutó primero los Cinco Cambios.
Sus huesos y músculos ondularon, las células de su piel se modificaron y Faraataa se transformó en la Hembra Roja, en el Gigante Ciego, en el Desollado. En el cuarto de los Cambios adoptó la forma del Último Rey y acto seguido, tras inspirar profundamente y recurrir a todo su poder, se convirtió en el Príncipe Venidero. Para Faraataa, el Quinto Cambio representó la lucha más feroz: le era preciso alterar no sólo los contornos externos de su cuerpo sino también los del alma misma, de la que debía eliminar todo el odio, todo el hambre de venganza, todo apetito destructivo. El Príncipe Venidero había trascendido todo ello. Faraataa no tenía esperanza alguna de lograrlo. Sabía que en su espíritu no moraba otra cosa más que odio, hambre de venganza, apetitos destructivos. Para convertirse en el Príncipe Venidero debía quedar vacío como una cáscara, y era incapaz de hacerlo. Pero existían formas de aproximarse al estado deseado. Soñó en una época en la que se había logrado todo por cuanto él había luchado: el enemigo, aniquilado; las tierras abandonadas, recuperadas; los ritos, restablecidos; el mundo, renacido. Viajó y viajó en esa era y dejó que el gozo se adueñara de él. Expulsó de su alma cualquier recuerdo de derrota, de exilio, de pérdida. Vio revivir los tabernáculos de la ciudad muerta. Bajo el dominio de una visión como aquélla, ¿qué necesidad había de venganza? ¿A qué enemigo había que odiar y aniquilar? Una paz extraña y prodigiosa se propagó por su espíritu. El día del renacimiento había llegado. Todo estaba bien en el mundo. Su pena había desaparecido para siempre, y Faraataa podía reposar.
En ese momento adoptó la forma del Príncipe Venidero.
Manteniendo esa forma con una disciplina cada vez menos difícil de lograr, el metamorfo se arrodilló y dispuso piedras y plumas para hacer el altar. Capturó dos lagartos y un bruul de hábitos nocturnos y los utilizó en la ofrenda. Cruzó las Tres Aguas, saliva, orina y lágrimas. Recogió piedras y las dispuso formando el muro de Velalisier. Pronunció las Cuatro Penas y los Cinco Lamentos. Se postró y comió tierra. Una visión de la ciudad perdida apareció en su mente: la muralla de roca azul, la morada del rey, el Lugar de la Inmutabilidad, las Mesas de los Dioses, los seis templos elevados, el séptimo templo profanado, el Santuario de la Caída, la Ruta de la Partida. Todavía manteniendo con gran esfuerzo la forma del Príncipe Venidero, Faraataa se explicó la historia de la caída de Velalisier, experimentó la triste tragedia mientras sentía en él la donosura y el aura del Príncipe, de tal modo que comprendió la pérdida de la gran capital no con dolor sino con amor real, la vio como un paso necesario en el recorrido de su pueblo, ineludible, inevitable. Cuando comprendió que había aceptado esa verdad, dejó que su forma cambiara, recobró sucesivamente el aspecto del Ultimo Rey, el Desollado, el Gigante Ciego, la Hembra Roja y, finalmente, el de Faraataa de Avendroyne.
Había terminado.
Se hallaba tendido de bruces en la tierra blanda y musgosa cuando los primeros rayos matutinos aparecieron.
Al cabo de unos instantes se levantó, recogió las piedras y plumas del altarcito y volvió a la Cabaña. La paz del Príncipe Venidero seguía dominando su espíritu, pero Faraataa hizo un esfuerzo para expulsar de él ese aura benigna: había llegado el momento de iniciar las tareas del día. Cosas como el odio, la destrucción y la venganza podían ser ajenas al espíritu del Príncipe Venidero, pero eran herramientas necesarias en la tarea de dar vida al reino del Príncipe.
Aguardó junto a la cabaña hasta que volvieron muchos de los que habían ido también a cumplir sus obligaciones, a fin de participar en la evocación de los reyes acuáticos. Uno tras otro, todos ocuparon sus posiciones alrededor de Faraataa: Aarisiim con la mano apoyada en su hombro derecho, Bennuiab en el izquierdo, Siimii tocándole la frente, Miisiim las caderas, y los demás dispuestos en círculos concéntricos en torno de los cuatro, cogidos del brazo.
—Ahora —dijo Faraataa.
Y las mentes de todos se unieron y se proyectaron.
—¡Hermano del mar!
El esfuerzo fue tan enorme que Faraataa notó cómo su aspecto fluctuaba y variaba involuntariamente, igual que el de un niño que aprende a poner en práctica ese poder. De su cuerpo brotaron plumas, garras, seis picos terribles. Se transformó en bilantún, en sigimoine, en un bidlak rabioso y resoplante. Los que le rodeaban le agarraron con más fuerza, aunque la intensidad de la señal era tan fuerte que algunos empezaron también a cambiar de forma.
—¡Hermano! ¡Escúchame! ¡Ayúdame!